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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | First Love, de Takashi Miike

    Explota mi corazón

    Crítica ★★★★☆ de «First Love», de Takashi Miike.

    Japón, 2019. Título original: 初恋 (Hatsukoi). Dirección: Takashi Miike. Guion: Masa Nakamura. Producción: Muneyuki Kii, Misako Saka, Jeremy Thomas. Productoras: Oriental Light and Magic, Recorded Picture Company, Toei. Música: Koji Endo. Fotografía: Nobuyasu Kita. Montaje: Akira Kamiya. Reparto: Masataka Kubota, Sakurako Konishi, Shota Sometani, Nao Omori, Jun Murakami, Becky, Seiyo Uchino. Duración: 108 minutos.

    Dos jóvenes japoneses, un boxeador con un tumor cerebral recién detectado y una prostituta adicta a la cocaína, se ven involucrados en una guerra a tres bandas por un alijo de droga entre yakuzas, triadas chinas y policías corruptos. Fíjense cómo en una sola frase, la sinopsis básica de First Love, hemos reunido buena parte de los elementos típicos del universo de Takashi Miike. Nos resulta inevitable pensar en la escena de apertura de Dead or Alive (1999), una de las secuencias más recordadas del cineasta nipón, donde la cámara se embarraba en una sucesión en principio confusa de tiroteos, peleas y muertes sobre una Tokio nocturna plagada de neones. En el cine de Miike, la violencia criminal suele ser la expresión de una crisis identitaria nacional. El nihilismo de sus personajes no se explica sin las arquitecturas hipermodernas y alienantes que los rodean, signos culturales que han dejado de ser legibles. Pero en First Love, como también ocurría en la trilogía Dead or Alive, las explosiones de nihilismo se mezclan con las de inocencia. Y en la obra que nos ocupa, esta pesa más. Leo y Monica, el boxeador y la prostituta, son también protagonistas que, más allá de la suciedad de sus circunstancias, resisten en una cierta pureza que Miike va dejando emerger. En la secuencia de apertura, uno de los cortes entre planos más audaces enlaza mediante el raccord un gancho de Leo sobre el ring con una cabeza cortada que rueda sobre el asfalto. Leo, por tanto, es presentado en continuidad con la violencia sin sentido del exterior. Pero su resistencia se descubre, poco después, en otro puñetazo que lo cambia todo: el que propina Leo al perseguidor de Monica, la primera vez que el protagonista emplea sus puños para defender a otros y que lo convierte, de un plumazo, en una suerte de caballero andante. Un único puñetazo y la violencia muta radicalmente su sentido.

    Tras este arranque, de ritmo algo más pausado, Miike va empujando la trama hacia el encuentro de sus tres puntos de presión (recordemos: yakuzas, triadas, policía). Acorralados por ellos, Leo y Monica completan un aprendizaje en la lucha. Solo que, mientras los gángsters y los agentes se presentan como adultos cansados de interpretar sus papeles, los muchachos descubren la violencia como un acto personal en lugar de performativo. Leo aprende a usar sus puños para la protección en lugar del espectáculo, mientras que Monica lidia con numerosos traumas acumulados. Hay espacio para las secuencias de acción, rodadas con un ritmo deslumbrante, pero también para la cercanía íntima y la comedia. Como ejemplo de esta perfecta mixtura, pensamos en una escena en la que la muchacha se enfrenta a la principal manifestación de sus miedos: su visión alucinada de la figura de su padre, a efectos prácticos su proxeneta, envuelto en una sábana en ropa interior y dirigiéndose hacia ella. Pues bien, la primera vez que Monica consigue reconfigurar esta visión es cuando Leo, ante el terror de la chica, le tiende un auricular de su iPod y el padre aparecido comienza a bailar al ritmo de la música. La comedia que irrumpe entre plano y contraplano es una curación de la mirada, un puñetazo de absurdo en el rostro del trauma. En este sentido, Miike firma un desenlace bellísimo jugando a celebrar a la vez que negar la idea de la lucha. En un montaje alterno, vemos a Leo, de vuelta al ring, noqueando a un rival contra las cuerdas. La pelea se corta con planos de Monica, en su cama, combatiendo con el síndrome de abstinencia. De nuevo, Miike se luce en los raccords que establecen continuidades entre los movimientos vehementes de los dos personajes. Pero la película no acaba ahí, sino en un último plano donde reina el silencio: una vista lejana de la puerta del apartamento que se cierra, y que cuaja el paso a un interior íntimo hacia el que Miike ha ido conduciéndonos. Cuando la violencia halla su sentido emocional, el nihilismo habitual en el cineasta se convierte en su opuesto. La violencia crea algo.

    Lo anterior no quita, eso sí, que Miike también encandile con sus modos habituales. First Love es una película que se disfruta por la fisicidad de su puesta en escena. Las peleas a puñetazos o las persecuciones de coches dan un sabor artesanal ya poco común. Aunque hay una escena que rompe esta dinámica de representación para introducir un segmento animado. La razón, según ha reconocido el director, es doble. En primer lugar, económica: no había presupuesto para rodar su contenido. Pero en segundo lugar, laboral: la figura del especialista para escenas de acción está desapareciendo de Japón y Miike ha contado que tuvo enormes dificultades para encontrar uno que pudiera rodarla, dada la avanzada edad media de los pocos profesionales de esta rama que quedan. Ahí, First Love también encuentra un punto de romanticismo. El hastío de sus yakuzas avejentados habla también de la decadencia del cine de acción en el que Miike creció como cineasta, hecho a base de oficio y músculo, ceñido a la auténtica textura de sus escenarios sin filigranas digitales. Vista desde este prisma, First Love se convierte en un filme que toma algo viejo (la violencia miikeana) como el terreno donde algo nuevo se está sembrando. El amor de Leo y Monica puede no ser el primero, pero logra brotar de entre los miembros cercenados a golpe de katana y los cuerpos cosidos a balazos | ★★★★☆


    Miguel Muñoz Garnica |
    © Revista EAM / Festival de San Sebastián



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