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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Sobre lo infinito (About Endlessness)

    Tres vistas y un regalo

    Crítica ★★★★☆ de «About Endlessness», de Roy Andersson.

    Suecia, Alemania, Noruega, 2019. Título original: «Om det oändliga». Director: Roy Andersson. Guion: Roy Andersson. Productoras: Roy Andersson Film Produktion (Pernilla Sandström, Johan Carlsson), Essential Films (Philippe Bober), 4 1⁄2 Fiksjon (Håkon Øverås). Dirección de fotografía: Gergely Pelos. Montaje: Johan Carlsson, Kalle Boman, Roy Andersson. Diseño de sonido: Robert Hefter. Vestuario: Julia Tegström, Isabel Sjöstrand, Sandra Parment. Intérpretes: Jan-Eje Ferling, Martin Serner, Bengt Bergius, Tatiana Delaunay, Anders Hellström, Thore Flygel. Duración: 76 minutos.

    «Vi a un hombre que tenía la cabeza en otro sitio», enuncia una voz femenina mientras un camarero echa vino hasta rebosar en la copa de un distinguido cliente. «Una mánager corporativa incapaz de sentir vergüenza», «un fiscal de divorcios que no se fía de los bancos y guarda sus ahorros debajo del colchón», «una mujer que tiene problemas con el zapato»; todos ellos serán los protagonistas de la nueva incursión del sueco Roy Andersson en el preciosismo desencantado que configura los grandes rasgos de su «trilogía de la vida». Una trilogía de cuatro, pues About Endlessness ahonda en sus 76 minutos –tantos como años tiene el realizador– en otro buen surtido de viñetas polarizadas entre la vida, el amor, y la muerte. Nada radicalmente nuevo bajo el sol (inexistente) de sus viñetas descremadas; su cine lo-fi nunca ha necesitado del brillo y la fugacidad de la épica o el melodrama para desencajar los rostros de sus espectadores.

    Al contrario, parece que las propias situaciones «anderssonianas» ya contienen un núcleo de pathos que, cubierto por capas y capas de frialdad nórdica, amenaza en supurar en cualquier momento. La banalidad de los personajes feos, los escenarios lúgubres y el paso ordinario y cuadriculado del tiempo es la mejor tapadera de auténticos momentos de sublimación mística, pero también de derrumbe emocional. En la película, un cura sueña que lleva una cruz enorme a sus espaldas. Cuando despierta, el peso de la cruz sigue ahí –así lo comenta a su médico de cabecera–: cree que ha perdido la fe. Sumido en un pozo espiritual digno del cine de Bergman, el sacerdote bebe desesperado de la sangre de Cristo, en un cuarto escondido de la Iglesia, de espaldas a los fieles. Es fácil deducir que tanta negrura hará que el pobre infeliz no dure ni dos misas más, pero cuando este acude de urgencia al despacho de su médico, es expulsado de malas maneras para evitar que el doctor llegue tarde a su autobús. En el blanco de las paredes de su consulta no hay espacio para el melodrama –y hasta aquí, el usual Andersson.

    Sin embargo, puede que esta sea la primera vez que los repuntes de discreta emotividad superan los parajes de desconsuelo. Si Una paloma sentada en una rama reflexionando sobre la existencia (2014) acababa con la sencilla belleza de una joven pareja de enamorados tumbados en la playa, About Endlessness continúa su legado, como si –a excepción de un par de momentos de absoluta crueldad, todo sea dicho– el sueco hubiese entrado ya en aquella amabilidad (que se dice) propia de los ancianos. Porque hay «infinidad» en el título de la cinta, pero también retratos tan entrañables como el del hombre que acompaña, pasito a pasito y de la mano, a su hija a través de un campo anegado de lluvia. O un padre y una abuela, completamente absortos en el juego con su bebé, protagonista de mil y una fotografías. Incluso derivas hacia el musical, como la que protagonizan unas chicas al pararse, porque sí, a cantar y bailar delante de un bar de carretera. Todos ellos, momentos de genuina conexión con la humanidad. «Vi a una mujer a la que le gustaba tanto el champán»...

    Sería fácil enfocar este texto como un catálogo de situaciones en las que Andersson sigue con la fórmula que encumbró Una paloma… como Mejor Película en la Mostra de 2014, pero a la vez este sería un ejercicio, como mínimo, estéril; tantos otros han escrito desde entonces sobre la vocación tras las imágenes del sueco. En su lugar, recogiendo el espíritu juguetón del propio Andersson, prefiero «asomarme al infinito» para proponer salidas a una cinta que a primera vista puede parecer muy centrípeta, como encerrada en su propio universo de casitas y tipos desgraciados. Aunque el fuera de plano sigue allí: si bien es cierto que la narradora se encierra en una pequeña colección de postales de una sola ciudad, sin trama alguna que empuje la acción adelante, también lo es que el elemento que moviliza la imagen es la mirada, enunciativa o irónica, sobre una diégesis que podría ser generada por la mente (perversa) de un niño pequeño. Así pues, si la fabulación es lo que mueve el núcleo duro de la cinta de Andersson, la digresión –hacia territorios que con ella colindan– me parece un buen punto de comienzo para releerla, ahora con ojos nuevos.

    Tomo la palabra: «vi un enorme pesebre donde las pequeñas figuritas se creían más grandes de lo que eran». Una enorme maqueta o un pueblo de diminutos, que pronto se revela siendo observado, desde lo alto de una colina, por una pareja de apariencia tan banal como sus empequeñecidos conciudadanos. «Es setiembre», dice ella. La miniatura, la ciudad hecha a escala –y, dentro de sí, la casa de muñecas–, son todas ellas figuras capitales en el cine de Andersson, pues aúnan dos importantes cruces de escalas. El primer cruce se mueve en el terreno de lo tangible: se trata de lo naturalista y frío de la puesta en escena, una desaturada reproducción de la vida humana (por lo menos, de la vida en un triste pueblo de Suecia), despojada de sentimentalismo alguno, y enfrentada, cómo no, a lo acartonado y genuinamente anti-natural de los personajes que habitan la ciudad. Una tensión constante, con resultados sorprendentes.

    «Si el haiku es el bonsái de la literatura, las películas de Andersson lo son del cine. En ellas, hay que pararse y mirar para descubrir, en un plano detalle combinado armónicamente con un universo mayor (por ejemplo, la tonta discusión entre dos padres [detalle] que acaban de perder a su hijo [contexto]), ese «algo» que permanece invisible a los que no están atentos». 


    El segundo choque se produce en la escala cósmica, porque, aunque en esta ocasión no haya grandes máquinas de fagocitación colonial (como en Una paloma…) ni rastro alguno de Napoleón, el realizador no nos ahorra algún atisbo esporádico al abismo: la muerte imprime su presencia en la historia y en la propia película, que nos plantea postales que van desde el fusilamiento de un individuo sin nombre hasta la panorámica de los soldados nazis siendo guiados a un campo de trabajo soviético. Pero, y ahí el cruce, todo se relativiza en el constante retorno a la voz, que nos recuerda que lo que vemos no es más que una recreación, un montaje autoconclusivo. Un juego, que acaba con un simple corte y que se vuelve insustancial, liliputiense, cuando lo miras sentado en un banco en lo alto de una colina.

    También «vi un trampantojo que no dudó en exponer su propia falsedad». Andersson, famoso por lo minucioso y artesanal de sus largos rodajes, vuelve a servirse del andamio y fondo pintado para localizar a sus personajes en un ambiente completamente racional y controlado, donde solo un punto de vista es «correcto»: un paso al lado, y el cielo se descubre mera pared. La cámara, impertérrita, se sitúa en el lugar perfecto para el engaño, y una pensaría que –partiendo de los principios básicos de la planificación– el plano, más que ser un espacio de constante resignificación entre sí mismo y el espectador, sirve para el dictado de mensajes que solo admiten una única y sencilla interpretación. Gravedad y monoteísmo: interés nulo. Sin embargo, el sueco siempre establece, a través del propio montaje interno y el trabajo sobre el espacio (resultado del gran talento como escenógrafo del realizador), un trampantojo que no duda en boicotear su propio efecto dramático para brillar.

    Así, los términos dentro de un mismo espacio chocarán, creando ese enrarecimiento que, en el fondo, admite más preguntas que respuestas: ahí queda la apasionada discusión en la pescadería («¡¿Tú sabes que te quiero?!») con un rape mirándonos en primer plano, junto a un pez a medio cortar, encima de la barra; también ahí, el «joven que aún no ha encontrado el amor», que posa su mirada en una chica (clásico boy-meets-girl) con un fondo de peluquería antigua y palmerita muerta; o incluso, en un maravilloso gag en una clínica dental, donde la protagonista es una enfermera que pronto quedará tapada por la figura enorme del dentista y su paciente. Un juego de capas que abraza la autoparodia y acaba con cualquier comparación fácil entre el arte de Andersson y el del pintor Hopper, grave y existencialista pero absolutamente falto de humor. Porque lo que el sueco se propone con estos choques de significados es, en el fondo, relativizar a la vez su propia autoría a través del desencaje humorístico: ¿acaso es posible titular una película «Sobre el infinito» y tomársela completamente en serio? ¿Se puede ver a los dos amantes sobrevolando abrazados una ciudad en ruinas a nota de ópera y no caer en la ñoñería más absoluta?

    Lo cual no descarta el poso existencialista que transpira todo el metraje. De hecho, ahí radica la última de mis vistas: «Vi cómo, a través de un haiku, Hitler se había vuelto un tomate». A pesar de la nula vinculación que el sueco mantiene a priori con el zen, su filmografía siempre tiene algo de recopilatorio de haikus: no solo por el minimalismo estético y estructural. En sus cintas, también resuena el carácter del «aquí y ahora»; una urgencia que no admite artificios, ni retórica, ni siquiera un bajo alardeo sentimental. Si el haiku es el bonsái de la literatura, las películas de Andersson lo son del cine. En ellas, hay que pararse y mirar para descubrir, en un plano detalle combinado armónicamente con un universo mayor (por ejemplo, la tonta discusión entre dos padres [detalle] que acaban de perder a su hijo [contexto]), ese «algo» que permanece invisible a los que no están atentos. Muy zen, y para nada gratuito (a mi parecer), que la cinta incluya una escena como la del chico que, estudiando física, describe la primera ley de la termodinámica a su compañera: todo es energía, nada se crea o se destruye –solo cambia de forma–. Por lo que, primero, todos los caracteres de la antología están hechos de la misma pasta (¡la llamada definitiva a la empatía!), de los mismos sueños y desazones. Incluso Adolf Hitler, que, sí, hace una triste aparición estelar. Y, segundo, no hay final posible para todas nuestras historias (de ahí, el «infinito»). En palabras del propio joven estudiante a la chica, ellos dos podrían rencontrarse dentro de muchos, muchos años «convertidos en una patata o en un tomate». Dice ella: «Prefiero ser un tomate». Un mensaje esperanzador para una verdad incierta.

    Campo desierto
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    | ★★★★☆


    Mariona Borrull |
    © Revista EAM / Mostra de Venecia


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