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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | La ceniza es el blanco más puro

    El mundo en sus manos

    Crítica ★★★★★ de «La ceniza es el blanco más puro», de Jia Zhangke.

    China-Francia-Japón, 2018. Título original: 江湖儿女. Dirección: Jia Zhangke. Guion: Jia Zhangke. Productoras: Arte France Cinéma, Beijing Runjin Investment, Huanxi Media Group, MK2 Productions, Office Kitano, Shanghai Film Group, Xstream Pictures. Fotografía: Eric Gautier. Montaje: Matthieu Laclau. Dirección artística: Liu Weixin. Reparto: Zhao Tao, Liao Fan, Xu Zheng, Casper Liang, Feng Xiaogang, Diao Yinan. Duración: 136 minutos.

    Para los familiarizados con Jia Zhangke, La ceniza es el blanco más puro puede parecer un recorrido por lugares ya conocidos. Ahí están los ambientes criminales de Pickpocket o Unknown Pleasures, en este caso un grupo jianghu (una pequeña mafia local) en la ciudad minera de Datong. En los dieciocho años que abarca la trama está la idea evocada por el título de Platform: la vida estancada en la espera, en aguardar en el andén al tren que nunca llega. Pero en lugar del paso del tiempo indiscernible, marca de estilo de Platform, tenemos una separación en tres bloques temporales perfectamente identificables que replica la estructura de Más allá de las montañas. En el segundo bloque de la película que nos ocupa, asimismo, aparece la reminiscencia más clara. Como en Naturaleza muerta, una mujer vestida de amarillo y con el rostro de la actriz Zhao Tao llega, en busca de su pareja, a una ciudad fluvial a punto de ser sepultada por la Presa de las Tres Gargantas. La recurrencia de este rostro nos obliga a no despachar con el facilón «Jia Zhangke’s Greatest Hits» a una película como La ceniza es el blanco más puro. Los lugares comunes y los tiempos definitorios de su cine están ahí, sí, pero erraríamos si nos limitáramos a leerlos como partes de un recopilatorio.

    Podríamos decir que, desde Platform (2000), en el cine de Jia han existido dos constantes ineludibles, repetidas película tras película, que se resumen en dos escalas de plano. En gran plano general, el estupor ante el monstruo devorador en el que se ha convertido la modernidad china del nuevo milenio. En primer plano, el rostro de Zhao. La estructura temporal de Más allá de las montañas acababa enunciando un futuro próximo, donde Jia parecía representar sus miedos hacia una nueva China sin sentido de la Historia o de la identidad cultural. La de este filme, y el matiz es fundamental, termina en su presente y comienza en el mismo año donde Jia y Zhao trabajaron juntos por primera vez. El gran plano general está ahí: esta es otra obra donde se deja sentir el peso de una China sumida en su propia versión del «fin de la Historia», expuesta en toda su inhumanidad. Pero esta es, ante todo, una película donde Jia redescubre la fuerza motriz del primer plano aun sin renunciar al general. Las dos décadas de transformaciones arrolladoras se expresan en términos de paisaje, pero, sobre todo, en el rostro de Zhao y la historia íntima que puede leerse en él: las cenizas del romance truncado, auténtico motor del filme.


    Imágenes 1.1-1.6

    «Entre objetos y arquitecturas alienantes, la cámara inquieta, que no cesa de moverse, delinea las dos miradas amorosas que siguen buscándose. Esta delineación, asimismo, apunta a lo mucho que tiene La ceniza es el blanco más puro de mirada amorosa hacia Zhao/Qiao, un personaje al que la historia no pierde nunca de vista y que, por los ecos con la filmografía previa de Jia que activa el rostro de la actriz, se convierte en algo más que un personaje».


    Justo al comienzo del tercer bloque temporal, un gran plano general deja ver una vía de tren de alta velocidad que divide el encuadre [img. 1.1] y atraviesa un paisaje agrícola. La elipsis entre segmentos, pues, se cuenta primero a gran escala. Vemos el paisaje resquebrajado, ese que desde el interior de los vagones se convierte en una mancha borrosa, en un obstáculo que se interpone entre el destino del trayecto, en un no-paisaje. El gran plano general, ya saben, como breve comentario político. En el andén se apea Bin (Liao Fan), de vuelta en Datong años después de su partida. Mientras que el fastuoso tren se ha presentado en estricto plano fijo, la cámara se vuelve ahora móvil para seguir a Bin en un vehículo mucho menos espléndido: su silla de ruedas [img. 1.2]. Ante sus respectivos vehículos, personaje y paisaje se igualan en su derrota. Un simple paneo posiciona emocionalmente a la cámara: la mirada de Jia se vuelve inquieta ante los gestos de sus personajes, reacciona con sus movimientos a las fuerzas afectivas invisibles que intervienen en los encuadres. Al salir de la estación, el rostro de Bin mira a su ciudad natal redescubierta [img. 1.3]. El primer plano, en un movimiento característico del filme, va de su cara hacia su mano [img. 1.4], las dos partes del cuerpo que ejercen de polos magnéticos de la mirada que propone Jia. En su mano aparece un móvil, que se engarza con un plano general de la plaza. Entre el gris aplanante de la arquitectura, avanza una figura en negro [img. 1.5]: Qiao (Zhao Tao), que acude a recibirle. De nuevo, Jia mueve la cámara buscando el encuentro con el rostro. En continuidad de plano, cámara y sujeto se acercan hasta que, cuando la primera está lo bastante próxima, Qiao responde a la mirada de Bin que iniciaba el anterior plano [img. 1.6]. Entre objetos y arquitecturas alienantes, la cámara inquieta, que no cesa de moverse, delinea las dos miradas amorosas que siguen buscándose.

    Esta delineación, asimismo, apunta a lo mucho que tiene La ceniza es el blanco más puro de mirada amorosa hacia Zhao/Qiao, un personaje al que la historia no pierde nunca de vista y que, por los ecos con la filmografía previa de Jia que activa el rostro de la actriz, se convierte en algo más que un personaje. Todo el filme se puede explicar en su rostro. Pero también, como adelantábamos en el párrafo anterior, en sus manos. Jia construye todo un dispositivo visual marcado por los planos largos sin cortes y el movimiento de cámara, reactivo a los gestos internos. Ambas características, puestas en relación con la importancia de las manos, se traducen en una puesta en escena particularmente física, casi palpable. Para ello, Jia se sirve de atrezos de objetos manuales en los que los planos van insistiendo sin subrayar su presencia. De hecho, si abstraemos un poco, podemos identificar que en cada uno de los segmentos temporales existe un objeto definitorio de sus dinámicas emocionales. Una pistola en el primero, una botella de agua en el segundo y los teléfonos móviles en el tercero.


    Imágenes 2.1-2.6

    «El gesto manual es un acto intimidatorio, pero sobre todo amoroso. Con el disparo ahuyenta a los matones que apaleaban a Bin. Y con el disparo asume en solitario la responsabilidad por la tenencia del arma que le va a costar cinco años en la cárcel, aligerando la condena de Bin. La imagen de la ruptura es también la de un amor que se expresa en disparos».


    En la primera parte, la pistola es el objeto que abre la grieta entre Bin y Qiao, el elemento que va a conducir la separación de la pareja. En una escena, Bin media en una discusión por dinero entre dos hombres. Entre ellos y Bin se interpone Qiao, parte activa del jianghu en el que su novio ejerce de líder. Mientras la discusión avanza, la cámara, fija en su eje, va oscilando entre los dos hombres, Qiao, Bin y una estatuilla que este último usa como figura de respeto para dirimir el conflicto. Una vez resuelto, uno de los hombres deja la pistola con la que había amenazado al otro a los pies de la estatuilla. La cámara panea hacia la derecha, de vuelta a la partida de mahjong en la que Bin estaba inmerso. La resolución parece pacífica, pero un último movimiento de cámara, muy leve, gira hacia la izquierda para mostrar a Qiao recogiendo la pistola y observándola [img. 2.3]. Jia complementa el ambiente marcado por los códigos de honor y rectitud de la hermandad con la pistola, expresión de la violencia latente. En adelante, la cámara persigue las manos de Qiao prestas al contacto, al roce afectivo con los personajes que la rodean, pero también fascinadas con la pistola. En una escena posterior, al ritmo de los Village People, los miembros del jianghu se extasían en el baile. Bin y Qiao se dejan llevar por la música. La cámara, fija ante los colores de las luces y el frenetismo del baile, presenta a unos cuerpos que se funden entre sí y con sus contornos y colores [img. 2.1]. Si tuviéramos que elegir una imagen romántica en el filme, sería esta —¿qué es el amor si no el deseo de perder la conciencia del propio cuerpo, de fundirse con el otro?—. Ahora bien, la imagen se redefine abruptamente cuando la pistola cae de su bolsillo al suelo y la cámara reacciona siguiendo la caída. El plano pasa de la abstracción de formas y luces a enfocar la pistola, nítida en el suelo de la discoteca [img. 2.2]. En otra escena, los amantes tienen un momento de intimidad en la naturaleza, en cuyo fondo queda un volcán que sugiere su conexión con el título del filme. La pistola canaliza las miradas del encuadre. Frente a frente y separados, los amantes miran al arma mientras la sostienen en la mano, pasándosela de uno a otro. Finalmente, sus figuras y sus manos se unen arrastradas por la pistola que comparten. Qiao apunta al frente, con la mano de Bin sobre la suya [img. 2.4], en una unión física que, sin embargo, adelanta su posterior desunión.

    Esta desunión ocurre en la escena final del primer bloque, cuando Bin, Qiao y varios «hermanos» sufren un ataque mientras viajan en coche. Jia juega con dos niveles, el interior del vehículo y los atacantes en moto que lo rodean, para sugerir de nuevo la tensión entre el romance y un exterior amenazante. Dos planos condensan el choque. Desde el interior del coche, la mano de Bin mientras este la envuelve en vendas. Desde el exterior, esa misma mano que rompe la barrera (la ventanilla) y entra en la pelea [img. 2.5]. Algo está ocurriendo en esta escena. Algo que va mucho más allá de su carácter incidental, que va a consumar esa tensión que afecta a la intimidad de la pareja frente a un entorno cuya hostilidad es difícil de poner en palabras. En efecto, el puño de Bin abre una grieta que se consuma con el acto posterior de Qiao, el instante decisivo que va a determinar todo lo demás: la protagonista disparando la pistola al aire [img. 2.6]. El gesto manual es un acto intimidatorio, pero sobre todo amoroso. Con el disparo ahuyenta a los matones que apaleaban a Bin. Y con el disparo asume en solitario la responsabilidad por la tenencia del arma que le va a costar cinco años en la cárcel, aligerando la condena de Bin. La imagen de la ruptura es también la de un amor que se expresa en disparos.


    Imágenes 3.1-3.8

    «Su protagonista se enmarca en un paisaje señalizado para su desaparición inminente, en siglos de historia que van a quedar sepultados por las aguas del progreso; pero también en una historia personal condenada al olvido. Los valores del jianghu defendidos por Bin en la primera parte, honor y rectitud, no tienen cabida en un mundo tomado por la ambición y el crecimiento incesante».


    Observemos ahora el plano que da comienzo al segundo bloque temporal, después de que Qiao salga de la cárcel. Desde la vista del río, la cámara va moviéndose hacia la derecha, buscando, una vez más, la figura de la actriz. Lo primero que muestra de ella es su mano sujetando una botella al filo del plano y del barco en el que viaja [img. 3.1]. Mientras el encuadre sigue moviéndose hasta llegar a su cuerpo, Qiao se lleva la botella a la boca [img. 3.2]. Jia establece así una primera guía de atención hacia un atrezo manual que, aunque no tiene una función narrativa tan decisiva como la pistola, se emplea de manera recurrente como forma de potenciar los gestos de la protagonista sin necesidad de subrayarlos con cortes a planos cercanos. Una familiaridad con la obra del director, además, realza su importancia: el personaje de Zhao en Naturaleza muerta, además de encontrarse en una situación parecida y con el mismo vestuario, también aparecía llevando una botella en las manos de manera recurrente —si bien Jia le saca aquí mucho más partido expresivo—. Aunque nos resistimos a darle un significado terminante, la botella parece prolongar como objeto la resistencia moral que el personaje demuestra en este segmento. Al retomar el escenario de Naturaleza muerta y relacionar su ambientación temporal (una época de gran crecimiento económico para China) con la salida de la cárcel de Qiao, Jia puede trazar los paralelismos personales. Esto es, su protagonista se enmarca en un paisaje señalizado para su desaparición inminente, en siglos de historia que van a quedar sepultados por las aguas del progreso; pero también en una historia personal condenada al olvido. Los valores del jianghu defendidos por Bin en la primera parte, honor y rectitud, no tienen cabida en un mundo tomado por la ambición y el crecimiento incesante. O dicho de otro modo, honrar el sacrificio y esperar a la amada son incompatibles con las ambiciones de Bin. En este estado de precariedad e incertidumbre, Qiao aparece definida por el hecho de que todo lo que lleva consigo quepa en una mochila y que su única «arma» sea un botelín de agua.

    Qiao aparece moviéndose entre masas humanas, filas de emigrantes que portan sus muebles hacia los ferrys para ponerlos a salvo de la inundación. A sus movimientos en las calles les dan la réplica las barreras que se le presentan en los escenarios de interior, puertas que la sitúan al otro lado de los poderes económicos dominantes. Baste ver cómo juega Qiao con las puertas que se abren desde la zona privada de un restaurante en el que come, situándose precisamente bajo sus quicios cuando intenta extorsionar al azar a empresarios adinerados inventándose el embarazo de sus amantes. Qiao es la presencia molesta al otro lado de sus esferas exclusivas, a la que despachar a escondidas soltando un fajo de billetes. Cuando la protagonista acude a buscar a Bin se encuentra, precisamente, con unas puertas correderas de cristal cerradas para ella. Una secretaria se acerca desde dentro y acciona la apertura. Antes de que vuelvan a cerrarse, Qiao deja un resquicio abierto interponiendo entre ellas su única arma: la botella [img. 3.3]. Poco después, cuando se encuentre con la pasajera que le había robado su dinero y su identificación, las recuperará a base de botellazos [img. 3.4]. Estos pequeños gestos de resistencia expresados en el objeto se complementan con acciones manuales que evocan las imitaciones afectivas de la primera parte, de esas imágenes de amor y camaradería perdidas. Con ello, Jia hace muy emocionales planos en principio tan anecdóticos como el de un cantante que, en un show callejero, deposita en las manos de su protagonista una flor [img. 3.5] que activa en ella unas dimensiones afectivas —en una escena posterior acude a verlo en concierto— ni siquiera reconocidas por él. Qiao acepta la flor y, en una repetición del gesto particularmente elocuente, rechazará el contacto manual con el hombre al que extorsiona inventándose que es la hermana de su amante embarazada. Cuando el hombre le tiende la mano con el fajo de billetes, ella la aparta y abre el bolso, convirtiéndolo en elemento mediador del intercambio que expresa su rechazo.

    Quizá pequemos de puntillosos al detenernos en detalles tan pequeños, pero en la forma que tiene Jia de insistir en acciones manuales semejantes, de guiar nuestra mirada hacia ellas, creemos encontrar el núcleo emocional del filme, la expresión más auténtica del interior de su protagonista. Por eso no nos resistimos a señalar otra repetición especialmente significativa. Cuando al fin Qiao logra encontrarse a solas con Bin, no hacen más que rubricar su ruptura. Pero hay, también, algo de reconocimiento. El plano, basculante entre ambos, se detiene en sus manos entrelazadas [img. 3.7] mientras Bin afirma: «Esta mano me salvó la vida». Las palabras, por un momento, se corresponden con el valor que da a esas manos la mirada de la película, aunque al momento son rebatidas. «No soy zurda, disparé con la derecha», repone Qiao. El plano que se acerca a sus manos en contacto afirma un afecto verdadero, pero las palabras dan cuenta de su memoria problemática, del olvido de su historia que, en Bin, da una dimensión personal a un fenómeno nacional. Así pues, Qiao se marcha de la ciudad y decide volver a su Datong natal, sola y sin más posesiones que las que caben en su mochila. De camino establecerá una fugaz relación con un hombre que, una vez más, establece una imitación afectiva. Qiao decide, en un principio, cambiar sus planes e irse con él, pero la mirada de Jia desliza un matiz fundamental al acercarse a sus manos. Cuando él se la tiende para entrelazarlas, ella le tiende la botella [img. 3.8]. El objeto, extensión física de su resistencia moral, se convierte ahora en una mediación entre el cuerpo y el gesto afectivo que expresa la extrañeza entre ambos.


    Imágenes 4.1-4.6

    «Las cenizas del amor pretérito no desaparecen en la memoria de un personaje como Bin, sino entre las múltiples pantallas de un sistema de vigilancia al que nadie en ese momento está mirando. Salvo, eso sí, nosotros mismos. Ya estábamos avisados con el título: al final, Jia no recoge el amor sino sus cenizas, el único elemento de pureza que queda tras la erupción —personal, nacional— arrasadora».


    Así llegamos al tercer segmento, el reencuentro en Datong de los amantes casi dos décadas después. El objeto definitorio, decíamos, es aquí el teléfono móvil. De nuevo, Jia atiende a las acciones manuales de los personajes para cargarlas de connotaciones en su relación con los objetos. Tras recogerlo en la estación, Qiao vuelve junto a Bin en coche a su casa. En sus manos vemos un teléfono [img. 4.1]. Él le pregunta: «¿Dónde estamos?». En respuesta, ella le pone en la mano el teléfono con la app de mapas que señala su ubicación [img. 4.2]. Las calles donde transcurrió su historia, casi olvidada, se han convertido en un espacio irreconocible, en un territorio que solo se puede expresar en el mapa. Como si quisiera amplificar la respuesta a Bin, Jia pasa a un plano aéreo [img. 4.3] de las calles que muestran hileras de nuevos edificios homogéneos, una especie de confirmación del paisaje que quedaría tras la riada de la modernidad. Un paisaje sin historia visible. Una vez más, queremos insistir, Jia traza a sus personajes en una combinación entre la intimidad de los planos de manos y la amplitud del gran plano general. Esta vez, la relación entre ambos, entre las pantallas y la ciudad, adelanta la separación final. Vemos una nueva repetición dolorosa cuando Bin se reencuentra con sus antiguos «hermanos» y en sus discusiones se han infiltrado los móviles, que graban compulsivamente todo lo que ocurre desde dentro de la escena [img. 4.4].

    Pero queremos dar más importancia a otra repetición, la de las manos de la pareja entrelazándose en un plano próximo al final [img. 4.5]. Ahora, la imagen afectiva está filtrada por la ventana del coche, sobre la que se reflejan las luces de la ciudad que ya no reconocen. La relación entre luces y cuerpos nos permite reconstruir la decisión de Bin de marcharse, que no queda explicada más que en una breve nota («Me marcho») que deja atrás. Esto es, el fracaso de sus ambiciones, la vorágine del progreso que lo ha dejado atrás, lo lleva a confrontarse con el dolor de quien reconoce la memoria perdida. El detalle de no recordar que Qiao era diestra, en el bloque temporal anterior, da paso aquí a una desmemoria ya patente que no es solo una cuestión de personaje sino de paisaje. El antiguo amor que se expresa en las manos entrelazadas ya no puede evitar que sobre su imagen se reflejen las luces de una ciudad que ya no es la suya, una arquitectura que ha dejado de representar una Historia. De ahí que, en perfecta consecuencia, la última imagen de la película sea un plano de la silueta de Qiao recogida en la pantalla de una cámara de seguridad [img. 4.6]. Lo último que devoran las pantallas ajenas que invaden esta tercera parte es la figura del ser amado. Las cenizas del amor pretérito no desaparecen en la memoria de un personaje como Bin, sino entre las múltiples pantallas de un sistema de vigilancia al que nadie en ese momento está mirando. Salvo, eso sí, nosotros mismos. Ya estábamos avisados con el título: al final, Jia no recoge el amor sino sus cenizas, el único elemento de pureza que queda tras la erupción —personal, nacional— arrasadora | ★★★★★


    Miguel Muñoz Garnica
    © Revista EAM / Universidad de Navarra


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