Brillante sol fuera de casa
«Jeanne Dielman, 23, quai du commerce, 1080 Bruxelles» (1975), de Chantal Akerman.
Tras un día sin casi cruzar palabras, una madre y su hijo esbozan algunas en una habitación al anochecer. Él recostado en su cama preparándose para dormir, y ella recargada en el marco de la puerta. Una lámpara articula su conversación. El hijo dice: “si fuera mujer, no podría acostarme con alguien a quien no amara”. Jeanne, la madre, le contesta: “No lo sabes, no eres mujer”. Hay en esos vocablos templados una dureza contenida. Son palabras que se redoblan y dicen más de lo que dura su enunciación; crecen en el espacio como silencios con filo. El resto de la película tiene una organización geométrica: durante los tres días que contemplamos, Jeanne Dielman hace las labores de la casa, cocina, pone la mesa, tiende la cama y prepara las condiciones para que su hijo se dedique a leer y estudiar. Por las tardes hace trabajo sexual a cambio de dinero. Los días son como capítulos —incluso anunciados por intertítulos—, organigramas y nomenclaturas compuestas de minutos y segundos. Todo es cuantificable y sin embargo algo sobrevive de esa uniformidad insistente plagada de las acciones de Jeanne. Lo que parece rutinario es además una coreografía que nos arrastra entre constelaciones de objetos y gestos; un ritmo que habita el lugar; un viento menor que turba el ambiente entre ademanes y materia, que se transforma molecularmente tras los kilómetros y kilómetros que ella ha acumulado a lo largo de su vida recorriendo las habitaciones, el comedor y la cocina de aquella casa.
Se trata de «Jeanne Dielman, 23, quai du commerce, 1080 Bruxelles», el manifiesto de la cineasta belga Chantal Akerman, donde el cine toca sus límites, a punto de hacerse vida y dejar de tener pertinencia como película. Paradójicamente, jugar en esa frontera la hace una cinta determinante donde se interroga lo menos obvio y más ínfimo: ¿cómo hacer hablar lo que siempre ha tenido un lugar subordinado? Esa otra vida laboral, la de una mujer que orquesta el trabajo en casa, el que sostiene la productividad que ocurre allá fuera, donde los hombres hacen dinero y gobiernan las escalas del tiempo. La fuerza de la película no pasa por su narración, que parece no avanzar ni dar indicios de reconocimiento, pues resulta muy difícil encontrar un eje dramático con exabruptos y saltos en el relato. En cambio, tenemos una realidad que lucha por no perder su singularidad y evita convertirse en signo. Para Akerman es relevante, antes que contar una historia, forjar la experiencia femenina: corporal, perceptiva, temporal, física y relacional. Vale decir que lo femenino aquí no existe sin el feminismo, donde importa más filmar políticamente que filmar lo político, poblar y revelar una estética, antes que estetizar una agenda. La preocupación es por resistir con la mirada, formar el surgimiento de una nueva subjetividad, sus periferias y ejes históricos. En ese sentido, Akerman crea en Jeanne un personaje que resulta más complejo que la persona, cual ficción que se acerca a la vida sólo para abrirla y ampliarla como posibilidad.
En una entrevista para la revista Camera Obscura, Chantal Akerman señaló: “Pienso que es una película feminista porque doy lugar a cosas que nunca se mostraron, como la vida diaria de una mujer. […] De alguna manera, una reconoce esos gestos que siempre han sido negados e ignorados. Creo que el verdadero problema que se presenta con el cine de mujeres nunca tiene que ver con el contenido. […] Lo encaran y se olvidan de buscar las vías formales de expresar lo que son, lo que quieren, sus propios ritmos, su manera singular de ver las cosas. […] Ésta es la otra razón por la que creo que es una película feminista —no sólo por lo que dice, sino también por lo que muestra y cómo lo muestra—”. Jeanne Dielman… redefine conceptos estéticos y formales, comunica “lo que es ser mujer” sin restarle dimensión ni aprisionar la experiencia, todo lo contrario, en ese comunicar hay múltiples registros, un crisol de maneras y una aceptación de las diferencias. Muestra que no todo se puede mostrar, pero que en esa imposibilidad es donde debe nacer el cine y desprenderse de la vida para hacerla viajar por otros frentes.
Casi al inicio, Jeanne recibe a un hombre en su casa. Avanzan por el pasillo y entran a la habitación cerrando la puerta tras de sí. Sin cortes, inmediatamente se abre la puerta y salen. Para nosotros no ha pasado el tiempo, pero dentro de la película ya ha transcurrido un buen lapso de minutos. Así se define el ritmo en la película: parece una casa donde no pasa el tiempo ni hay movimiento, pero son los pequeños desplazamientos los que dan cuenta de una metamorfosis, sobre cómo se transforma lo estático y se incrementan los efectos de la presencia de Jeanne. ¿Cómo se afecta esa realidad que parece no circular?, ¿qué hay tras el aparente sosiego? Una mujer que se camufla con las paredes de la casa, y cuyo vestido y toalla comparten el color de las cortinas. La primera escena sexual que vemos, después de todo un día en que las cosas van perdiendo su organización, la linealidad de la película se fractura y ocurre lo inesperado. El encierro apaciguado por las cartas que enviaba su hermana desde Canadá, el argot que compartía con sus vecinas, pasa de lo subterráneo a la luz, del resplandor al deslumbramiento y finalmente al incendio. Jeanne corta con unas tijeras el cuello del hombre que momentos antes jadeaba encima de ella. Su incomodidad toma un cauce extraño, pero podemos inferir que no nace de la locura, sino como un intento por acallar una garganta que ha parloteado suficiente. No es un final causal ni concluyente, tiene en su sustancia un peso mayor: lo inacabado, lo suspendido de una experiencia que no hemos comprendido del todo, y que ha encontrado en esos claroscuros una nueva vitalidad.
Rafael Guilhem
© Revista EAM / Ciudad de México