Senderos de gloria
Tercer capítulo de la crónica de la 72ª edición del Festival de Cannes.
20 años no es nada, cantaba Gardel en su mítica “Volver”. Justo el intervalo que ha pasado desde la primera participación de Pedro Almodóvar en la máxima competición del Festival de Cannes, con Todo sobre mi madre (1999), hasta la última, presentada en la cuarta noche de esta edición, Dolor y gloria. Durante ese período, el cineasta de Calzada de la Calatrava se ha consolidado como uno de los grandes cineastas europeos, ha conseguido dos premios Oscar y ha acometido otras cuatro veces más el asalto a la Palma de Oro –Volver (2006), Los abrazos rotos (2009), La piel que habito (2011) y Julieta (2016). En sus últimas visitas a la ciudad de la Costa Azul, se ha sentido el clamor generalizado que exigía la condonación de la deuda no oficial que ha contraído el festival con el cineasta. Y parece que, con su último trabajo, la posibilidad está cada vez más cerca si atendemos tanto al impacto en el público, con una enorme ovación que duró varios minutos en su premiere en el Lumière, como a la recepción crítica. A las excelentes opiniones conseguidas en España se ha unido una unanimidad de la prensa francesa –la exigente Cahiers du cinema incluida— y una más que decente acogida de los periodistas norteamericanos. ¿Estamos ante el momento de Almodóvar? La respuesta es sí pero siempre hay que recordar que en los eventos de categoría A poco importan las críticas y los aplausos. Todo dependerá del jurado conformado por Alejandro G. Iñárritu, Elle Fanning, Kelly Reichardt, Alice Rohrwacher, Enki Bilal, Robin Campillo, Yorgos Lanthimos, Pawel Pawlikowski y Maimuna N’Diaye; de sus filias, compromisos y deliberaciones. Sería la segunda Palma de Oro para España tras la conseguida por Luis Buñuel (Viridiana) en 1961. Por trayectoria, por sensibilidad, sería un más que digno sucesor. Nosotros también creemos. E.L.
LITTLE JOE
Jessica Hausner, Austria, Reino Unido, Alemania | COMPETICIÓN.
Uno de los mayores aciertos de la última película de Jessica Hausner, Little Joe, reside, aunque parezca algo de poca relevancia, en su mismo título. Antes de comenzar a indagar en el compendio analítico de la película, en su desarrollo formal o en su propia apariencia, sabemos que la trama gira en torno a una madre soltera que diseña plantas con ingeniería genética. Podríamos entonces imaginar que ese pequeño Joe al que hace referencia el título no es otro que su propio hijo, pero al comprobar que éste no es tan pequeño como podríamos esperar por su apelativo, concluimos que el protagonista todavía está por aparecer. Entonces llega la gran incógnita, pues una parte tan importante en el apartado argumental de la película, como es el título del filme, parece estar dedicado a una de las plantas diseñada por Alice, y aquí es donde comenzaremos a prepararnos para los motivos por los cuales una simple planta ha logrado obtener una posición de semejante preeminencia. Así es como la directora, sin necesidad de una sobreconstrucción de la ambientación o el contexto, consigue crear un aire de incertidumbre idóneo para el tipo de género al que se adscribe con esta nueva película: el thriller psicológico. Sin embargo, hemos de mencionar como otro de los grandes aciertos de esta película, que la planta, como elemento perturbador, se mantendrá en un segundo plano durante todo el metraje, pues el objetivo final es retratar los evidentes efectos de comportamiento que su cuidado produce en las personas.
Así es, tras un estudio biológico pormenorizado y la ayuda de ciertos componentes poco regularizados, Alice y su colega, Chris, han logrado diseñar una planta de aspecto muy llamativo que es capaz de alterar el humor de sus cuidadores. Poco a poco la película evoluciona en torno a un diálogo sobre los límites de la ética en la manipulación genética para alterar el estado anímico de las personas. Este debate no se llevará a cabo en un terreno neutral, sino que la realizadora decide mostrarse del todo parcial al respecto y motivarnos en nuestra propia toma de decisiones, algo que logrará gracias a varios recursos narrativos incisivos: un deliberado abuso de la intensidad y la recurrencia de efectos de sonido desconcertantes; un lenguaje visual teatralizado y una imagen ultrasaturada y muy similar a la fotografía escénica más radical, propia de las representaciones artísticas de Gregory Crewdson y dal diálogo hanekiano que se intuye en cada una de esas piezas; y la intensidad dramática exigida a cada uno de los miembros del reparto. Pese a que el desenlace es afrontado de la misma forma que el resto de apartados fílmicos, de manera plana y aséptica, esta decisión no termina por resultar monótona ni reiterativa, sino que consigue incrementar el objetivo primordial de la cinta: la incertidumbre. Así es como Hausner, todavía sin la hiriente mordacidad retórica de Haneke (puede que ni siquiera pretendiéndola), presenta una original pieza satírica y absolutamente desasosegante que se adecribe sin problemas y con gran dominio, al género de suspense más refinado | 72/100 | Alberto Sáez Villarino.
Austria, 2019. Título original: Little Joe. Director: Jessica Hausner. Guion: Géraldine Bajard, Jessica Hausner. Fotografía: Martin Gschlacht. Música: Varios artistas. Duración: 100 minutos. Montaje: Karina Ressler. Productora: Coproducción Austria-Reino Unido-Alemania; Coop 99 / The Bureau / Essential Filmproduktion. Diseño de producción: Katharina Wöppermann. Diseño de vestuario: Tanja Hausner. Intérpretes: Emily Beecham, Ben Whishaw, Leanne Best, Lindsay Duncan, Kerry Fox, David Wilmot, Kit Connor, Goran Kostic, Andreas Ortner, Andrew Rajan, Sebastian Hülk, Phénix Brossard, Yana Yanezic. Presentación oficial: Festival de Cannes 2019.
DOLOR Y GLORIA
Pedro Almodóvar, España | COMPETICIÓN.
Dos fueron las ausencias principales en la anterior película de Pedro Almodóvar que nos hicieron desvincularnos de manera precipitada de su discurso, y dejarla en el olvido sin que su resolución llegara a inquietarnos o conmovernos: la falta de implicación con la historia de un director que suele desnudarse frente a la cámara como si de un espejo indirecto se tratase, prestando, como también hace el último Woody Allen, su alma para que sea manipulada por un sinfín de actores variopintos; y la falta de picardía en el desenlace, uno de esos giros de guion sorprendentes que nos hiciera pensar en todo lo que hemos visto desde el comienzo, y replantear nuestras maltrechas certidumbres. Dolor y gloria sabe subsanar ambas carencias y, además, hace de ellas el atractivo principal de su avance narrativo. Un desarrollo que además se fortalece gracias a la implicación autobiográfica comentada, que no da por hecho absolutamente nada y trabaja cada una de las partes del guion con esmero y con una variedad de recursos que nos hacen recordar al mejor Almodóvar, aquel deslenguado inconformista que no se dejaba manipular por el conservadurismo de una industria que premia el comedimiento sobre la trasgresión. Sin abandonar el lirismo que ha marcado sus últimas películas, el director encuentra la senda correcta para retornar a la sorprendente evolución de los acontecimientos, sin la necesidad de recurrir a un estilo sobrecargado ni forzado y, lo hace, como indica su título, por medio de la representación del dolor, un dolor crónico e infatigable que ha acompañado al protagonista, Salvador Mallo, desde una etapa muy temprana de su crecimiento, como recordatorio del precio de la gloria.
A causa, precisamente, de este constante dolor físico, y también motivado por el dolor emocional que le ocasionó el hecho de que su mayor éxito estuviera marcado por la actuación de un protagonista desobediente, que se negó a aceptar las pautas de interpretación marcadas por Salvador, logrando así una de las representaciones más sinceras de su carrera, y encumbrando la película a la categoría de cine de culto, el protagonista decidió retirarse de la acción y comenzar una vida contemplativa rodeado de una imponente colección de arte que guarda en su apartamento madrileño. En constante compañía de la obra figurativa de Guillermo Pérez Villalta, y de algunos surrealistas como Maruja Mallo, el protagonista se muestra como la esencia y la enjundia de toda la liturgia almodovariana, ejemplo paradigmático de la contracultura madrileña, desencantada y arrogante, que originó uno de los mayores movimientos intelectuales de nuestro país. La trama es muy sencilla, y repasa la infancia del director para intentar comprender el porqué de su abandono prematuro y, sobre todo, la necesidad de volver a conectar con aquel pasado desterrado, encarnado en un momento agridulce de su carrera en el que finalmente alcanzó la fama internacional, a costa de perder a un amigo y quedar herido de gravedad en el orgullo. Poco a poco iremos comprendiendo mejor a este gruñón anacoreta mientras entendemos la importancia de las pistas que el director (cuidado en este punto con la doble implicación) nos va dejando en la diégesis, en la cual comprenderemos que Almodóvar ha logrado con astucia sublime la correcta lectura de su libreto desde dos niveles metarreferenciales para generar la anagnórisis final tan abierta como sorprendente | 70/100 | Alberto Sáez Villarino.
España, 2019. Título original: Dolor y Gloria. Director: Pedro Almodóvar. Guion: Pedro Almodóvar. Fotografía: José Luis Alcaine. Música: Alberto Iglesias. Duración: 108 minutos. Montaje: Teresa Font. Productora: l Deseo. Distribuida por Sony Pictures Entertainment (SPE). Diseño de producción: Antxón Gómez. Diseño de vestuario: Paola Torres. Intérpretes: Antonio Banderas, Asier Etxeandia, Penélope Cruz, Leonardo Sbaraglia, Julieta Serrano, Nora Navas, Asier Flores, César Vicente, Raúl Arévalo, Neus Alborch, Cecilia Roth, Pedro Casablanc, Susi Sánchez, Eva Martín, Julián López, Rosalía, Francisca Horcajo. Presentación oficial: Festival de Cannes 2019.
BEANPOLE
Dylda | Дылда, Kantemir Balagov, Rusia | UN CERTAIN REGARD.
Si hay algo más complicado que afrontar una ópera prima, eso es acercarse a la segunda película cuando el debut ha sido todo un éxito. Kantemir Balagov, el jovencísimo director ruso que hace dos años sorprendió a todos en Un certain regard con Demasiado cerca, se enfrentaba a esta situación. Vuelve a Cannes, de nuevo en la misma sección, para presentar Beanpole, que se podría traducir como “larguirucha”. En esta ocasión, nos sitúa en Leningrado, meses después de acabar la guerra, en una ciudad devastada tras el asedio que intenta volver a la normalidad. Pese al fin del conflicto, no hay alegría en las calles ni grandes celebraciones. Es como si la miseria de la guerra hubiera calado tanto en la sociedad que fuera imposible desprenderse de ella. Como los ataques que sufre Iya, la protagonista, que la dejan congelada sin poder reaccionar durante unbos segundos: ese es el estado de ánimo de unos personajes que se esfuerzan por salir de esa catalepsia a la que les ha sumido la guerra. Y estas dos mujeres, Iya y Masha, intentan por medios distintos mirar hacia adelante: para Iya, la vida no se entiende sin Masha; para Masha, la vida no se entiende sin un hijo, que solo Iya le puede dar dada su infertilidad. Así, ambas entran en una espiral de necesidad mutua que en ocasiones parece convertirse en odio y autodestrucción, mientras que en otras ocasiones parece acercarlas a momentos de ternura y amor.
Beanpole es, por encima de todo, la constatación de un director portentoso que trabaja las historias desde el color, el primer plano, el gesto y el silencio. Mirando sus dos primeras obras, es difícil encontrar en la actualidad a un director tan valiente a la hora de afrontar la expresividad de una paleta de colores que logra conjugar con la historia. La evolución narrativa de color de Demasiado cerca se transforma en esta ocasión en una propuesta de contraste, prácticamente bicolor, entre el rojo (la sangre, la guerra, el pasado) y el verde (el futuro, la esperanza) que lo inundan todo, desde paredes a vestidos, ambos tratados desde la calidez. Resulta paradójico que una película ambientada en Rusia, tras la guerra, con las calles nevadas, con unos personajes helados por la miseria de sus vidas, se nos presente en tonos cálidos. La fotografía de Kseniya Sereda se construye hacia tonos amarillos y naranjas, algo que, junto a los colores que utiliza, genera una sensación visual que contrasta con la propia historia para conseguir crear esa extraña sensación de desesperanza dentro de un ambiente hogareño, cálido y acogedor. Es como funciona el cine de Balagov, siempre por un contraste sutil aunque muy calculado acompañado por una pausa en la mirada y una manera de dilatar el tiempo a través de los silencios. Un cine donde la intimidad de los personajes aflora a través del minucioso detenimiento ante el rostro mudo e introspectivo de sus personajes, que expresa mucho más que cualquier línea de diálogo. Y si todo esto no fuera poco, vuelve a demostrar su talento en la dirección de actrices al descubrirnos a dos intérpretes como Viktoria Miroshnichenko y Vasilisa Perelygina, que logran dotar de sentido y profundidad el sufrimiento de sus protagonistas. En definitiva, Balagov, si bien no repite la rotundidad de su ópera prima (es cierto que en algunos momentos Beanpole parece no avanzar y estancarse en círculos, algo que arrastra sobre todo hacia el final de la cinta), consigue aprobar el examen de su segunda obra para confirmarse como el mayor (y más joven) talento a seguir del cine actual | 72|100 | Víctor Blanes Picó.
Rusia, 2019. Título original: Dylda. Dirección: Kantemir Balagov. Guion: Kantemir Balagov, Aleksandr Terekhov. Producción: AR Content / Non-Stop Production. Fotografía: Kseniya Sereda. Dirección de arte: Sergey Ivanov. Vestuario: Olga Smirnova. Reparto: Viktoria Miroshnichenko, Vasilisa Perelygina, Timofey Glazkov Andrey Bykov, Igor Shirokov, Konstantin Balakirev, Ksenia Kutepova, Olga Dragunova.
ZOMBI CHILD
Bertrand Bonello, Francia | QUINCENA DE REALIZADORES.
Uno de los autores que más atención suele atraer entre los asistentes de los festivales de cine es Bertrand Bonello; su capacidad de indagar en los aspectos más sórdidos de la sociedad sin que el resultado resulte adoctrinador ni condescendiente en absoluto, así como la facilidad y la comodidad que encuentra debatiendo los aspectos más controvertidos, han hecho de su cine un preciado tesoro para todos los adictos a lo trasgresor y lo novedoso. Paradójicamente, su última película, Zombi Child, recurre para su presentación argumental inicial a una de las leyendas más antiguas y más manidas por el mundo del cine desde que Bela Lugosi entrara en escena disfrazado de White Zombie, hace ya casi 90 años. Por supuesto, nos referimos al mito negro de los muertos vivientes, un género que Bonello devuelve a su lugar de origen: Haití, para contarnos la historia de un zombi real en su trágico intento de regresar a casa tras escapar de una larga maldición que lo mantuvo en estado letárgico-homicida. Sin embargo, esta interesante fábula será combinada con otra narración completamente diferente sobre un grupo de adolescentes que conviven en un internado de los suburbios parisinos cuyas vidas también se verán involucradas en la nigromancia. Haití, como punto neurálgico de la creación y exportación de este escabroso encantamiento, será el nexo común entre ambas historias, las cuales seguirán un desarrollo simultáneo mediante un montaje dinámico que irá saltando grácilmente de una a otra para completar un mismo vacío existencial: la presencia real de los no muertos.
Con la deslumbrante fotografía y el artificio habitual del director, las dos narraciones juegan a enfrentarse en la forma para terminar por completarse mutuamente en el gesto. La solemnidad litúrgica de la historia del pasado, contrasta radicalmente con el zombi-trap de la segunda y actual, lo que produce un pastiche architextual de desconcertante hipnotismo. Si bien la leyenda correspondiente al primero de los relatos, que se ocupa del origen de los zombis como seres desprovistos de voluntad y domesticados para someterse a las exigencias esclavistas de un grupo de desalmados, es la parte donde se aporta el mayor peso narrativo e históricamente interesante del metraje, no podemos despreciar el toque de modernidad refrescante que ofrece el segundo de los cuentos, no sólo por la música y un montaje fotográfico mucho más dinámico, sino también por funcionar de enlace entre lo tradicional y lo moderno; cómo ese zombi errante que escapó de su maldición está relacionado con una de las jóvenes protagonistas de la historia contemporánea. Bonello no sólo desvela todas las incógnitas que hayan podido surgir del abrumador comienzo, sino que también se introduce de lleno en el cine de terror ritualístico para concluir la cinta con un desenlace apoteósico | 74/100 | Alberto Sáez Villarino.
Francia, 2019. Título original: Zombi Child. Director: Bertrand Bonello. Guion: Bertrand Bonello. Fotografía: Yves Cape. Música: Bertrand Bonello. Duración: 103 minutos. Montaje: Anita Roth. Productora: arte France Cinéma / Les Films du Bal / My New Pictures. Diseño de producción: Katia Wyszkop. Diseño de vestuario: Pauline Jacquard. Intérpretes: Louise Labeque, Wislanda Louimat, Adile David, Ninon Francois, Mathilde Riu, Bijou Mackenson, Katiana Milfort. Presentación oficial: Festival de Cannes 2019.
A WHITE, WHITE DAY
Hvítur, Hvítur Dagur, Hlynur Palmason, Islandia, Dinamarca | SEMANA DE LA CRÍTICA.
Los integrantes de la gran ola del cine islandés maduran. Y lo hacen de forma brillante. A los temas prototípicos de este movimiento, centrados principalmente en la incomunicación y la búsqueda identitaria de las diferentes generaciones de la nación insular, reflejados en sus primeros filmes, se añade una pericia técnica y narrativa que remarca que su cénit está aún por llegar. Ya el año pasado, con la proyección en Quincena de La mujer de la montaña, de Benedikt Erlingsson, asistíamos a una propuesta donde lo visual adquiría una vital correspondencia con lo textual. La segunda cinta de Erlingsson, pese a su vocación de crowdpleaser –como demostró meses más tardes su comercialización en España—, ofrecía una ruptura del canon, una reformulación de las constantes que inspiran a la cinematografía islandesa, dejando atrás su perspectiva endótica para abrazar un lenguaje de mayor riqueza, representada en el cuidado por los personajes y su background. El esquematismo se difumina para abrir paso a dibujos dotados de aristas. Una evolución a la que Hlynur Palmason añade un nuevo jalón con la notable A white, white day. Palmason siempre ha estado situado en un escalón inferior al de sus coterráneos. Su primer largometraje, The Winter Brothers (2017), pese a su selección en la competición de Locarno y su triunfo en los premios del cine danés –al ser una coproducción—, pasó desapercibido quizás por su apariencia de trabajo apenditivo de la gran corriente. Sin embargo, su segunda película contiene todas las virtudes que ratifican a un realizador soberbio, con voz propia, destinado a cotas mayores no solo en este festival, sino también en el cine del viejo continente.
A white, white day abre con una escena y un plano. Primero, un coche recorre una vía a gran velocidad sobre un pavimento mojado por una niebla que encuadra el camino. Éste termina perdiendo el control, saliéndose de la carretera y, por consiguiente, del cuadro. Tras esta escena, el metraje nos ofrece un plano a una cámara fija en el que nos describe el deterioro de una casa situada en un llano a través del tiempo. Colapso y deterioro corporeizados en la figura de Ingimundur (Ingvar Sigurdsson), antiguo jefe de policía del condado que, en el accidente mencionado, perdió su mujer. El reacondicionamiento del mismo edificio, simboliza la resurrección de un hombre que ha renunciado a su trabajo y que vaga errabundo en las afueras de la rutina. Solo le queda su nieta, con la que comparte una gran complicidad. Su matrimonio quebrado por el infortunio aparentaba ser idílico extramuros. Empero, antes del fallecimiento de su esposa, Ingimundur notaba que algo había cambiado. El descubrimiento de unos libros durante la mudanza abre un sendero de dudas que cuestionará tanto sus sentimientos como su percepción del pasado. Así, delineando las motivaciones y angustia del rol principal, Palmason aborda este estudio del duelo como un thriller contenido –como el protagonista— que a medida que va desvelando sus capas va aumentando su carga dramática, previas a un estallido lleno de rabia y violencia. Un soberbio e impredecible ejercicio expositivo con momentos de lirismo de una enorme belleza que dan vida a la primera gran noticia de este certamen | 75/100 | Emilio Luna.
Islandia, Dinamarca. Título original: Hvítur, Hvítur Dagur. Dirección: Hlynur Palmason. Guion: Hlynur Palmason. Productoras: Join Motion Pictures / Snowglobe Films. Presentación: Quincena de Realizadores de Cannes. Música: Edmund Finnis. Fotografía: Maria von Hausswolff. Reparto: Ingvar Eggert Sigurdsson, Ída Mekkín Hlynsdóttir, Hilmir Snær Guðnason, Sara Dögg Ásgeirsdóttir, Björn Ingi Hilmarsson, Elma Stefania Agustsdottir, Haraldur Ari Stefánsson, Laufey Elíasdóttir, Sigurður Sigurjónsson, Arnaldur Ernst, Þór Hrafnsson Tulinius, Sverrir Þór Sverrisson. Duración: 109 minutos.