Hot like a flamethrower
Crítica ★★★★★ de Érase una vez en... Hollywood, de Quentin Tarantino.
Estados Unidos, 2019. Título original: Once Upon a Time in... Hollywood. Director: Quentin Tarantino. Guion: Quentin Tarantino. Montaje: Fred Raskin. Fotografía: Robert Richardson. Música: Varios artistas. Duración: 165 minutos. Productora: Sony Pictures Entertainment (SPE) / Heyday Films / Visiona Romantica. Diseño de producción: Barbara Ling. Diseño de vestuario: Arianne Phillips. Intérpretes: Leonardo DiCaprio, Brad Pitt, Margot Robbie, Al Pacino, Timothy Olyphant, Tim Roth, Bruce Dern, Kurt Russell, Michael Madsen, Zoe Bell, Damian Lewis, Luke Perry, Emile Hirsch, Dakota Fanning, James Marsden, Clifton Collins Jr., Scoot McNairy, Damon Herriman, Nicholas Hammond, Keith Jefferson, Spencer Garrett, Martin Kove, James Remar, Brenda Vaccaro, Mike Moh, Lena Dunham, Austin Butler, Maya Hawke, Lorenza Izzo, Rumer Willis, Dreama Walker, Margaret Qualley, Costa Ronin, Madisen Beaty, Penelope Kapudija. Presentación oficial: Festival de Cannes 2019.
El nombre de Quentin Tarantino ha levantado, a lo largo de sus tres décadas de carrera, tantos admiradores como acérrimos detractores, sobre todo en estos tiempos de sectarismo crítico que vivimos en los que las películas no son evaluadas por su presencia artística, aquello que comúnmente se conoce como “forma y contenido”, sino por su capacidad de generar más o menos “likes” en un post. En cualquier caso, cuando hablamos de Tarantino, no hay nadie, ni haters ni lovers, que quieran perderse el acontecimiento cinematográfico del lustro que marca el estreno de su última película. Así que con ese propósito nos hemos reunido esta mañana en el Gran Teatro Lumière, algunos afilando el hacha de guerra por una vieja deuda pendiente con el maestro del reciclado fílmico, y otros disimulando, lo mejor que pueden, la sobredosis de adrenalina generada por su sistema nervioso ante la imagen mental que su cerebro ha formulado, a base de simples especulaciones, sobre las posibilidades de una película dirigida por Tarantino, y protagonizada por Brad Pitt y Leonardo DiCaprio en el contexto de los convulsos últimos años de la “Golden Age” hollywoodiense. Una etapa dorada abruptamente terminada por la masacre en la casa de uno de los más reconocidos directores cinematográficos del momento, a manos de ese epítome del mal que no tardaría en convertirse en una infame figura de culto: Charles Manson. Como era de esperar, Tarantino parte de una postura retrospectiva para narrar su historia. Como otros grandes artistas posmodernos, su misión es homenajear, rescatar lo sublime y convertirlo en una pieza de pop culture. Es el caso, por ejemplo, de Jeff Koons y su Gazing Ball, una obra en la que el magnate artístico rehacía los grandes clásicos de la pintura y les añadía una gran bola azul donde el espectador podía verse reflejado. Se trataba de invertir los roles de espectáculo y expectación; por primera vez, el lector de arte se transformaba en arte al contemplar su reflejo, admirado por decenas de personas que, junto a él, asistían al espectáculo. Podríamos decir que Koons tarantinizó su obra, al darle sentido posmoderno a un elemento eminentemente clásico.
La Gazing Ball utilizada por el director en Once Upon a Time in Hollywood no es azul, sino rojo intenso, un rojo que brota a borbotones y no es reflectante; que nos salpica y nos impregna por completo del glamur decadente de los grandes y los pequeños artistas de finales de la década de los 60. Eran tiempos en los que ya no quedaba apenas espacio para el decoro o la pantomima. Las reminiscencias de un período de desenfreno que comenzaba a pasar factura, y el rococó farandulero de sonrientes y atractivos jóvenes daba paso a un desfile de zombis adictos al crack y viejas glorias que se estrellaban una y otra vez tratando de adaptarse a los tiempos modernos. Sin embargo, todavía quedaban románticos dispuestos a luchar por evitar el fin de una era, personas como Sharon Tate que contagiaba su ilusión y la trasladaba a fiestas en su mansión de Beverly Hills. No siempre es fácil luchar contra el progreso y, a veces, las consecuencias por intentarlo son desastrosas. Sí, todos conocemos la funesta historia de Sharon Tate y Charles Manson, pero cuidado, antes de tomar la decisión de ver la película o no en función de si creemos que no se nos puede contar nada nuevo que no sepamos, recordad que también todos conocíamos lo que pasó en la Segunda Guerra Mundial hasta que llegó Malditos bastardos.
Al igual que sucede con la violencia en su cine (ahora vamos con ella), más allá de querer abordar una simple crítica social, utiliza la Pop Culture y lo Afterpop con un elevadísimo acompañamiento satírico para crear cierto grado de reflexión sobre lo estético, la sublimación del arte y la interpretación entre todo el caos reinante alrededor, algo que trasciende lo simplemente decorativo o anecdótico y se impregna de la propia lectura fílmica.
El director comienza su película mediante la reconstrucción de un contexto histórico que se rige por unos estrictos esquemas retóricos, casi epitómicos de lo que supone la presentación de un espacio en un texto (el cinematográfico en este caso), y desde ahí continúa componiendo pieza a pieza los cimientos de una estructura narrativa impecable sustentada en unos pilares de sublimidad y cohesión modélicos. Pongamos por ejemplo la ordenación temporal: Tarantino fracciona la película a través de sus personajes y en función de vivencias pasadas, pero no a la manera clásica del flashback, sino como si el espectador tuviera en su mano la posibilidad de recapitular a su antojo cada vez que se lanza un dato o comentario referente a un pasado desconocido. Así, la planificación secuencial sigue adelante pero no de forma cronológica como podría parecer, sino que recurriremos asiduamente a fragmentos de episodios pasados de la historia presente, sin alterar la trama ni suponer una revelación esencial para protagonista/ público (he ahí la diferencia con el flashback), como si volviéramos sobre nuestros pasos para recordar un episodio olvidado. Así es como estas analepsis pasan a ser de manera elocuente un simple recuerdo subjetivo de determinado personaje, aunque bajo las directrices de Tarantino, se convierta en algo que va más allá de lo ficticio o lo figurativo. La actuación de DiCaprio y de Brad Pitt se eleva ahora a las más altas cotas de empatía y vinculación con la historia y con el resto de personajes. Por supuesto que existe esa característica sobreactuación tan propia del realizador, y por supuesto que existe una explícita parodia al respecto, pero no se puede olvidar que el escenario planteado no representa la realidad, sino una realidad ficcional, una realidad tarantinizada y, por lo tanto, las representaciones deben estar pasadas por un filtro hiperreal o, mejor dicho, psicodélico.
Nos encontramos en los años 60, momento en el que el Pop Art se configura como la principal forma artística de expresión, la democratización del arte se hace realidad y con ella, la banalización del mismo. Son tiempos de sacrilegios, escapamos de lo impresionista para adentrarnos en el truculento mundo expresionista y abstracto de la exageración y la grandilocuencia, lo que, trasladado al mundo metacinematográfico del Hollywood sesentero equivale a carteles publicitarios espectaculares acompañados de psicodelia musical y drogas de diseño. Pero Tarantino va mucho más allá de todo esto. Al igual que sucede con la violencia en su cine (ahora vamos con ella), más allá de querer abordar una simple crítica social, utiliza la Pop Culture y lo Afterpop con un elevadísimo acompañamiento satírico para crear cierto grado de reflexión sobre lo estético, la sublimación del arte y la interpretación entre todo el caos reinante alrededor, algo que trasciende lo simplemente decorativo o anecdótico y se impregna de la propia lectura fílmica. Cada escena, cada plano, al margen de su calidad formal en aspectos técnicos de luz, encuadre o transición, están minuciosamente estudiados atendiendo a la resonancia semiótica visual y textual y, por supuesto, a la melodía que lo acompañará. La decisión de rescatar una determinada canción parece que sigue un arduo proceso de consideración tan complejo como cualquiera del resto de apartados puramente cinematográficos, algo que consigue incrementar las cualidades icónicas del momento sonoro y otorgar a esa melodía antigua un axiomático giro pop constitutivo de la simbología de culto.
Lo que vemos, por lo irónico, lo demencial y lo desmesurado, se muestra como antinatural, una realidad sin sentido y, por ello, más satisfactoria que cualquiera de las representaciones realistas. Es la violencia pop, la cual Tarantino popularizó y a la que somos adictos desde que se introdujera en nuestras retinas el corte de oreja de Reservoir Dogs. Una droga que constituye una de las mayores representaciones posmodernas de elocuencia retórico-narrativa y de cine espectáculo, una combinación que no se encuentra muy a menudo así que, aprovechen y disfruten la oportunidad.
Y ya, en este punto iremos llegando al desenlace, un final que, por descontado, estará protagonizado por la aparición del último y principal de los recursos narrativos: el empleo de la violencia como medio de expresión. De hecho, pese a que no lo parezca, por la ausencia de sangre, la totalidad de la película está escrita con códigos vehementes de desprecio al prójimo, una violencia invisible que se presenta en casi todas sus variantes, insultos, faltas de respeto, pequeños golpes… todo es parte de esa representación de lo agresivo que culminará con las consecuencias de vivir rodeado de tanta hostilidad, resultados salvajes que parten del amor por los excesos y nos llevan de forma irremediable a la resolución del conflicto. No olvidemos que nos encontramos frente al trabajo de alguien que utiliza la violencia como principal medio de expresión. Pero Tarantino nos ha sometido tantas veces a este proceso que ha creado en el espectador, cuando se enfrenta a una de sus películas, una insensibilización traumática. De hecho, no sólo no nos horroriza la violencia, sino que es algo que venimos a buscar sedientos de un instante litúrgico de verdadera liberación. Todo el nudo argumental compone un magnífico lapsus, una espera por así llamarlo que nos obliga a afrontar una posición de guardia mientras va creciendo en nuestro interior esa ansiedad por lo brutal. Una brutalidad que, no nos equivoquemos, sabemos muy bien que está fuera de los límites de la realidad; y éste es otro de los grandes factores de su cine: la participación en estos desenlaces furiosos, siempre dotados de ingentes cantidades de sangre y muertes poco realistas que componen el llamado “realismo ficticio”. Lo que vemos, por lo irónico, lo demencial y lo desmesurado, se muestra como antinatural, una realidad sin sentido y, por ello, más satisfactoria que cualquiera de las representaciones realistas. Es la violencia pop, la cual Tarantino popularizó y a la que somos adictos desde que se introdujera en nuestras retinas el corte de oreja de Reservoir Dogs. Una droga que constituye una de las mayores representaciones posmodernas de elocuencia retórico-narrativa y de cine espectáculo, una combinación que no se encuentra muy a menudo así que, aprovechen y disfruten la oportunidad | ★★★★★
© Revista EAM / 72ª edición del Festival de Cannes