Metamorfosis
Crítica ★★★☆☆ de «El despertar de las hormigas», de Antonella Sudasassi.
Costa Rica, 2019. Título original: «El despertar de las hormigas». Directora: Antonella Sudasassi. Guión: Antonella Sudasassi. Compañía productora: Betta Films. Presentación oficial: Festival Internacional de Cine de Berlín 2019. Productora: Gabriela Fonseca. Fotografía: Andrés Campos. Montaje: Lenz Claure y Raúl de Torres. Diseño sonoro: Abraham Arce. Reparto: Daniela Valenciano, Leynar Gomez, Isabella Moscoso, Avril Alpízar, Adriana Álvarez, Carolina Fernández. Duración: 94 minutos.
Con un escrupuloso trabajo sobre el sentido complejo de lo privado, El despertar de las hormigas se apropia de un cuerpo genealógico del cine que pasa por Chantal Akerman y su Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles (1975), algunos rasgos del cine de Lucrecia Martel, Naomi Kawase y otras directoras más que han logrado politizar los espacios domésticos al interior de los diferentes hogares, demostrando que en esos núcleos se juegan roles y posiciones pertenecientes a una estructura social más amplia. En esta ópera prima de la costarricense Antonella Sudasassi el personaje de Isabel (Daniela Valenciano) es por lo que hace. La definen sus acciones arduas y repetitivas; tareas y trabajos agotadores asumidos por el resto de familiares —en particular su esposo Alcides (Leynar Gomez)— como labores propias del ser mujer y madre: preparar la comida, limpiar la casa, encargarse de las dos hijas y, por si fuera poco, tener otro oficio —en este caso de sastre— para complementar el sustento económico familiar.
El despertar de las hormigas está habitada por una multitud de detalles y personajes siempre en movimiento; un espacio descompuesto y fragmentado que transforma la casa en laberinto, y la constante convivencia familiar en un ejército de inquisidores siempre cuestionando a Isabel. En ese sentido, ella está completamente sola a pesar de constantemente estar cercada por personas que oscilan a su alrededor como planetas distanciados por las fuerzas gravitacionales. Estos entramados complejos de interacciones responden a la construcción de entornos vívidos —casi tangibles—, al grado que dan la sensación de, en cada instante, abrir una diversidad de instantes más. Se trata de un cine de gestos, silencios y miradas; también de tensiones que se materializan en las escenas oníricas de Isabel, llenas de una taxonomía de insectos muy vasta: moscas, hormigas, y una polilla que arremete en una secuencia notable golpeándose contra un foco mientras Alcides e Isabel tienen sexo; un desvío que parece menor pero que devela la capacidad del filme para cuestionar la constitución de cada hecho que se camufla de verdad. Los insectos terminan siendo muestra de la ansiedad y trascendencia de lo íntimo hacia lo ínfimo; a algo que nadie más que Isabel logra ver, pues está encarnado en una angustia silenciosa.
Así, los planos son afectos y ritmo. No es un mensaje unidireccional sobre lo que es ser mujer, es más bien una puesta en vida encarnada y situada sobre el lugar de las mujeres en el mundo; un desdoblamiento de sus coordenadas sensibles, en el entendido de que la mayor potencia que puede otorgar el cine es un punto de vista que se filtra para socavar la realidad consensuada. No es necesario recurrir a personajes polarizados o extremos, Sudasassi halla en la sutileza una herramienta para desarmar los hilos de una opresión sofisticada, invisible y sustentada simbólicamente bajo las diversas relaciones humanas, espaciales y temporales. Igual que en las películas de Lucrecia Martel, se introduce un sistema de extrañamiento que desajusta lo asumido, aunque a diferencia de los cuerpos sosegados y horizontales de la clase media y media alta que residen en el cine de la realizadora argentina, en El despertar de las hormigas hay una dureza y constante actividad que anuncia las dobles o triples jornadas de trabajo que implica para una mujer el desentendimiento del padre, que es a fin de cuentas una explotación basada en el supuesto del amor.
Incomprensiblemente, el final es una inversión total. Todo lo que se había esculpido en la mayor parte del metraje se derrumba con una ruptura que se somete a una cierta moral redentora, convirtiendo el problema de Isabel en uno individual antes que social o estructural. Como alguna vez temiera una destacada teórica feminista, «lo personal es político» tiene en El despertar de las hormigas una formulación distinta: lo personal en vez de lo político. Y ese punto de vista, lejos de interrogar las relaciones de poder, termina por reafirmarlas. El empoderamiento de Isabel se vuelve un perdón, una reconciliación que suaviza su opresión y hasta la acepta. La liberación da paso a la alienación, pues las batallas que se habían peleado en lo pequeño, contra la complejidad que supone la posición de Isabel, son resueltas de tajo en un cambio de rumbo que ella encabeza, mientras su entorno permanece inerte. Es tal vez la ratificación de «el cambio está uno mismo» como desarticulación de cualquier esfuerzo de resistencia y sublevación, por más diminuto que sea. A pesar de ello, el viaje resulta más astuto que el destino. Y sabemos, el horizonte sólo es un pretexto para seguir caminando | ★★★☆☆
Rafael Guilhem
© Revista EAM / Festival de Costa Rica