Oscuridad, lágrimas, suspiros
Crítica ★★★★★ de «Suspiria», de Luca Guadagnino.
Estados Unidos, Italia, 2018. Título original: Suspiria. Director: Luca Guadagnino. Guion: David Kajganich. Productora: K Period Media, Frensey Film Company, Videa, Mythology Entertainment, First Sun, Memo Films, Vega Baby. Productores; Marco Morabito, Brad Fischer, Luca Guadagnino, David Kajganich, Silvia Venturini Fendi, Francesco Melzi d'Eril, William Sherak, Gabriele Moratti. Música: Thom Yorke. Fotografía: Sayombhu Mukdeeprom. Montaje Walter Fasano. Diseño de producción: Inbal Weinberg. Dirección artística: Merlin Ortner, Monica Sallustio. Vestuario: Giulia Piersanti. Reparto: Dakota Johnson, Tilda Swinton, Mia Goth, Angela Winkler, Ingrid Caven, Elena Fokina, Sylvie Testud, Renée Soutendijk, Christine LeBoutte, Fabrizia Sacchi, Małgosia Bela, Jessica Harper y Chloë Grace Moretz. Duración: 155 minutos.
El equipo de Suspiria no estaba completo cuando se sentó en la rueda de prensa de la Mostra de Venecia. La sala estaba presidida por Luca Guadagnino acompañado de Tilda Swinton, Dakota Johnson, Mia Goth, Chloë Grace Moretz y Jessica Harper, pero faltaba el Profesor Lutz Ebersdorf (que interpreta al Dr. Josef Kemplerer), algo que Tilda Swinton abordó con total tranquilidad. «Desafortunadamente nuestro colega Lutz Ebersdorf no está presente, pero nos ha dejado un mensaje para leeros», comentó la actriz. Se escucharon carcajadas entre el público, pero Swinton, imperturbable, continuó ajena a ellas: «Espero poder entender su letra». Y durante un minuto entero y frente a la seriedad de sus compañeras, Swinton leyó dos páginas de carta donde Ebersdorf se disculpaba por su ausencia, escudándose en su privacidad. «La ilusión creada por mis compañeros es obra suya, no mía», apuntaba el profesor alemán. Y una vez concluido el mensaje, la sala rio, aplaudió y se dio paso a la ronda de preguntas. Fue entonces cuando, pasados veinte minutos de intervenciones rutinarias, un periodista del Boston Herald expresó su interés en que las actrices explicaran cómo fue trabajar con el autor transalpino. Y, tras una pausa, añadió: «Y a Tilda, si podría comentar sobre los dos papeles que interpreta en la película». Se hizo el silencio en la sala. Swinton se mantuvo inexpresiva y callada, pero tras unos segundos y con un cortante pero amable tono de confusión en sus palabras, simplemente dijo: «¿Qué dos papeles?» Lo que puede parecer una simple conversación entre un periodista que necesita hacer su trabajo y una actriz que se niega a renunciar a la magia del suyo, captura al mismo tiempo y de forma bastante casual la unicidad de Suspiria y el peligro que esa característica conlleva frente a los espectadores. En esa rueda de prensa todo el mundo sabía que, efectivamente, el Profesor Lutz Ebersdorf no existía y que el Doctor Kemplerer era en realidad uno de los tres personajes que Tilda Swinton interpretaba en la película. Nadie (que hubiera hecho bien su trabajo) había caído en la trampa. Partiendo de ahí, los periodistas tenían dos opciones: entrar en la narrativa, guardar silencio y mantener un secreto a voces; o quebrar la ilusión y prestar atención al hombre (o la mujer, mejor dicho) detrás de la cortina. O una u otra, pero no las dos. Y tampoco ninguna entremedio. Porque Suspiria es, para lo bueno y para lo malo, una película de extremos.
El italiano Luca Guadagnino, justo después de terminar el rodaje de Call Me By Your Name, se embarcó en el proyecto de llevar a cabo lo que él ha definido como una respuesta (no tanto un remake, lo cual es tan cierto como apropiado) a la Suspiria de Dario Argento, el clásico de giallo italiano estrenado en 1977. Un proyecto que tiene una disonancia casi cómica frente a sus anteriores películas, pero que no debe hacernos dudar, porque Suspiria es una película de Luca Guadagnino de principio a fin. Con solo tres cintas anteriores a Suspiria, el italiano había cultivado un estilo marcado y reconocible por su cohesión temática (el hedonismo, la riqueza, el verano), pero también por su particular capacidad de crear una genuina sensación de intimidad con la que impregna sus historias, cuya presencia (Cegados por el sol) o ausencia (Io Sono l’Amore) marca el carácter de éstas. Dotando de un significado especial a lo banal, lo casual, a esos pequeños gestos y detalles cotidianos que en cualquier otra película pasarían desapercibidos, el director nos deja entrar en las vidas de sus personajes de una forma que nadie en su entorno comprende. Pasamos a ser parte de ella. Compartimos el secreto. Sentimos que formamos parte de algo especial. Comer un plato de pasta se convierte en una infidelidad, tomar el sol en una provocación y hacer cosquillas en una declaración. El director había tratado esta intimidad con delicadeza, asociándola a una forma de explorar la libertad sexual de sus personajes despojándose de prejuicios, pero lo que hasta ahora había sido una invitación, en Suspiria se convierte en intrusismo que transforma esa liberación en opresión. Si la sensualidad de Call Me By Your Name nacía de buscar esa intimidad, aquí la oscuridad se genera a través de la incapacidad de escapar de ella. Esto crea una invasiva sensación de peligro y constante observación que, sin embargo, se presenta etérea, y que se traduce en una electrizante atmósfera que se aprovecha de la vulnerabilidad de sus personajes de una forma que Guadagnino ya había hecho en otras ocasiones, solo que (a priori) por primera vez no es a favor del espectador, sino que es en contra.
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Guadagnino, como en todas sus películas anteriores, construye esto con precisión milimétrica. Existe un detallismo inherente a su buen gusto italiano (y aristocrático) donde cada elemento de la película se incluye para enfatizar una realidad de esta, y lo hace de la forma más bella posible, sin perder por ello la oscuridad a la que sirve: El delicado vuelo del drapeado en el vestido marrón de Madame Blanc, fantasmagórico y mágico al mismo tiempo; el alienígena sonido de los sintetizadores, la flauta y la voz de Thom Yorke, su sincronización con la tristeza de su piano y el trance que invoca la unión de ambas; o los colores que componen la paleta cromática con la que se forma Suspiria, una rica gama de grises y marrones en los que la fuerza que adquiere el rojo cuando se introduce en ella es poderosa (y significativa) sin ser chirriante. Y Guadagnino consigue crear un universo concreto y rico, único y complejo, completamente inmersivo y alejado de aquel que conocíamos en la Suspiria original. Su entrega a definir los límites en los que plantea su historia llega al punto en el que el director desarrolla un lenguaje cinematográfico inédito en su trabajo, mucho menos sutil que en anteriores ocasiones, que contribuye a que la sensación de alienación se consiga no solo a través de lo que vemos, sino de cómo lo vemos. En ocasiones el montaje imita las pulsaciones que se presentan en Volk y se vuelve rápido, seco y agresivo (como la visita de Patricia al Dr. Kemplerer o la primera vez que vemos a Susie bailar). Otras, la cámara avanza sutil y discreta, como un fantasma que sigue a los personajes (como en los ensayos de Madam Blanc). Y a veces la segunda evoluciona a la primera (y viceversa). Porque en Suspiria todo es impredecible, pero nada es aleatorio. Este universo que Guadagnino crea en la película es un espacio que le da sentido y coherencia a la crueldad de lo que muestra, pero también a la trascendencia que intenta alcanzar. Suspiria es una historia sobre brujas que indaga en el concepto de identidad y su significado (no es de extrañar que tres actrices interpreten más de un personaje en la película), pero también es una reflexión sobre el abuso del poder (político y jerárquico), la culpa (de un marido, de una madre) y la vergüenza (de un país, de un hombre). El guion trata temas que, sin ser expresamente relevantes para la historia en todos los casos, sí contribuye a enriquecerla. A extender su alcance. A que el aquelarre de brujas y su magia infecte Berlín de la misma forma que infecta a la Academia Markos. Se traza una línea que lo une todo. Grosso modo, como es el caso de la historia personal del Dr. Kemplerer (que no termina de funcionar como debería), pero lo une. Y es excesivo y grandilocuente, quizá demasiado, pero ahí es donde radica su belleza. Como espectadores, solo nosotros podemos decidir en qué lado de la cortina queremos quedarnos, pero a la película no podría importarle menos nuestra posición. Suspiria tiene el valor y la fuerza de querer llegar a todo, de querer existir en ese extremo, y te atrapa con su magnitud, su baile y su crueldad. Con su pulso carnal. Es intoxicante y maquiavélica. Pero es bello. Así que sigamos bailando. Sigamos bailando | ★★★★★
Aitor Salinas
© Revista EAM / Columbia, Misuri