Guerra fría e hipotensa
Critica ● de «La espía roja», de Trevor Nunn.
Reino Unido, 2018. Título original: «Red Joan». Director: Trevor Nunn. Guion: Lindsay Shapero. Productoras: Trademark Films, Lionsgate. Música: George Fenton. Fotografía: Zack Nicholson. Montaje: Kristina Hetherington. Intérpretes: Judi Dench, Sophie Cookson, Tom Hughes, Tereza Srbova, Kevin Fuller. Duración: 110 minutos.
Nacida en 1912 en la costera y turística Bournemouth, Melita Norwood es la espía británica que más tiempo ha estado al servicio del Comité para la Seguridad del Estado (KGB), o sea, la principal agencia de policía secreta de la Unión Soviética, a la que sirvió a lo largo de cuatro décadas desde que fuera misteriosamente reclutada en 1937. Murió en 2005, a los 93 años, dejando atrás un gran número de incógnitas y dilemas morales que La espía roja busca resolver. Casi octogenario, Trevor Nunn parece haber empatizado con la famosa anciana espía, a quien dota de una gran e inesperada humanidad gracias al trabajo de una Judi Dench que, habiendo dejado ya bastante atrás las 80 primaveras, está en mejor forma que nunca (su reciente y maravillosa transformación en la protagonista de La reina Victoria y Abdul, donde la dirigió Stephen Frears por quinta vez, es prueba de ello). La multipremiada Dama es, nunca mejor dicho, una de las joyas de la corona británica, lo que vuelve pan comido la misión de filme y personaje de ganarse la empatía del público a través de evidentes primeros planos. Ella, como siempre, borda sus escenas, pero, por desgracia, apenas cuenta con un tercio de tiempo de pantalla, yendo el resto a parar a los tiempos jóvenes de la futura espía (apodada Joan Stanley en la cinta, originalmente titulada Red Joan), a quien encarna una inexperta Sophie Cookson que, como tantos intérpretes antes que ella, ha pagado el pato de ser comparada con alguien a quien, al menos todavía, no llega ni a la suela de los zapatos. Su trabajo es plano, simple y, para colmo extremadamente cursi, si bien es cierto que gran de la culpa reside en el guion de Lindsay Shapero, quien parece más interesada en explotar enredos románticos de colegiala que en definir verdaderamente qué llevó a tan bondadoso ser humano a, al menos sobre el papel, traicionar a todo un país (uno, además, de fortísimo sentimiento patriótico, como prueba precisamente el sinfín de producción televisivas y cinematográficas que dedica año tras año a su propia historia).
Si algo define tanto el mundo del espionaje como las buenas películas de espías es la gama de grises: nadie es del todo bueno ni del todo malo, nada es del todo fiable ni del todo falso, lo que suele devenir en impactantes giros, a menudo de la mano de emblemáticas femme fatales a las que queremos y odiamos a partes iguales. Curiosa y lamentablemente, si algo falta en La espía roja es ambigüedad. Más allá de la mirada de Dench, todo es blanco o negro. Y, atendiendo al amaneramiento desprendido, digno de un telefilm fabricado en serie (y no por casualidad Nunn no ha llevado una producción a las salas desde 1996, cuando estrenó sin pena ni gloria Noche de reyes, podría decirse que casi todo es blanco, puro, relamido y por completo exento de interés. Y es que desde el primer momento sabemos tanto que el personaje encarnado por Sophie Cookson tendrá sus motivos para actuar tal y como intuimos que actuará como que estos serán insulsos y plagados de buenas intenciones (Cookson, por cierto, protagonizó también recientemente Ashes in the Snow, donde las deportaciones que sufrieron los países bálticos durante la II Guerra Mundial son abordadas desde una perspectiva igualmente facilona, siendo además en ese caso devorada por la mucho más joven Bell Powley, lo que nos lleva a aconsejarle que cambie de agente antes de que sea tarde). La bondad sin tapujos estaba bien en el Hollywood clásico, pero en los tiempos de Juego de Tronos los cineastas deberían tener claro que ni todo el mundo se deja guiar siempre por motivaciones positivas ni desde luego necesitan los espectadores que así se les haga creer que funcionan las cosas. No es necesario descafeinarlo todo ni convertir a supuestos villanos en hermanitas de la caridad para que empaticemos con ellos, de ahí que la Maléfica (2014) de Disney resultara tan insustancial pese a la presencia de Angelina Jolie. Siempre habrá un toque de maldad en el corazón de una bruja vengativa, al igual que siempre lo habrá en el de una espía traicionera, por mucho que haya razones para ello. Y, cuando no es así, quizá la historia sencillamente carezca de interés más allá del campo periodístico.
ESTRENADA EN ESPAÑA POR VÉRTICE CINE |
«Toda la responsabilidad es depositada en manos de un guion que ni siquiera dejándose llevar por el romanticismo más convencional logra despertar verdaderas emociones».
Para colmo, el equipo de La espía roja (sería injusto señalar un concreto culpable al estar el guion, la dirección y la producción en poderes distintos) tiene tan claro qué mensaje quiere transmitir que, para cuando por fin escuchamos el potencialmente conmovedor discurso final, todo resulta reiterante, banal e, incluso, difícil de creer. La revelación es antoja vacua porque no es tal: lo que no sabíamos, lo intuíamos. No hay sorpresa, no hay emoción y, sobre todo, no hay apenas interés por ahondar en los hechos presentados, los cuales, en cualquier caso, se antojan ya demasiado añejos. Tamaño es el miedo a afrontar la verdad que uno sólo puede sonrojarse, siendo este el único sentimiento que sentirá la mayoría de espectadores dada la frialdad inherente a todos los personajes (¿podría ser más insípida y aniclimática la evolución de la relación entre la protagonista y su hijo?). Para colmo, tampoco parece haber esfuerzo por generar una línea visual característica ni sorprender al espectador con recurso alguno de puesta en escena, con lo que ni siquiera se aprovechan esas convulsas épocas que tanto jugo han dado a la saga de James Bond para ofrecer alguna que otra instantánea visual que logre imponerse en la memoria a la banalidad narrativa. Toda la responsabilidad es depositada, así, en manos de un guion que ni siquiera dejándose llevar por el romanticismo más convencional logra despertar verdaderas emociones. Dejando el fallido thriller como tal a un lado (quedémonos con John Le Carré y hagamos como si nada) y elevándose a la esfera política internacional, sí resulta relevante recuperar ahora una historia que invita al mundo a dialogar antes de que todo estalle en mil pedazos. Y es que los británicos rara vez estrenan cintas de época por casualidad: casi siempre hay una motivación más actual y por tanto más interesante detrás, aun cuando no siempre sea evidente (en este caso, sobra decir que lo es). Poner su granito de arena a la paz quizá sea la única razón de ser de una película por la que, eso sí, peleará con uñas y dientes la parrilla de sobremesa, ávida de productos fáciles de seguir que hagan sentir a sus espectadores que han aprovechado la siesta para aprender algo | ●
Juan Roures
© Revista EAM / Madrid