La ciudad de los sueños rotos
Crítica ★★★ de «White Boy Rick», de Yann Demange.
Estados Unidos, 2018. Título original. «White Boy Rick». Dirección: Yann Demange. Guion: Logan Miller, Noah Miller, Andy Weiss, Steve Kloves, Scott Silver. Música: Max Richter. Fotografía: Tat Radcliffe. Reparto: Matthew McConaughey, Richie Merritt, Jennifer Jason Leigh, Jonathan Majors, Bruce Dern, Piper Laurie, Bel Powley, Rory Cochrane, Taylour Paige, Jason Gerrard, Eddie Marsan, RJ Cyler, Brian Tyree Henry, Brad Carter, Kyanna Simone. Productora: Protozoa Pictures / Studio 8 / LBI Entertainment. Distribuida por Columbia Pictures. Productor: Darren Aronofsky. Duración: 116 min.
Sobreimpresas en la pantalla a lo largo del relato, una serie de fechas (1984-1987) van marcando el ritmo y el tono de White Boy Rick, un retrato en clave realista de la vida del informante policial más joven del que se tenga conocimiento. El filme tiene como escenario la derruida ciudad de Detroit de los años 80, controlada por pandillas y atravesada por la llamada “epidemia del crack”, con Reagan en el poder y su fallida campaña antidrogas como trasfondo político —el marketinero eslogan “Just Say No” pretendía resolver mágicamente un problema mucho más enraizado y complejo. En la primera escena, que transcurre en las inmediaciones de una feria de armas —¿hay algo más norteamericano?— Richie Jr., el adolescente protagonista (Richie Merritt), demuestra un conocimiento inusual en materia de armas falsificadas, y no tardamos en notar que es su padre Richard (Matthew McConaughey), el que se dedica a venderlas en el mercado negro y es quien le ha transmitido esos saberes al joven. Basada en la historia real de Merritt, que ha pasado 30 años en prisión por tráfico de drogas debido a una severa ley impuesta en la época, la película se centra en la relación disfuncional entre padre e hijo, además de seguir los pasos del joven desde que el FBI lo contrata extraoficialmente como informante, lo cual él acepta para evitar que su padre termine en prisión. Con una estética que remite al cine policial de los años 70, el director Yann Demange logra recrear fielmente la ciudad en ruinas, la vida gris y apagada de una urbe en decadencia y las aspiraciones de Richard por darle una vida mejor a sus hijos. De este modo, la quimera del sueño americano funciona como el objetivo último del padre, haciendo que finalmente sea su hijo quien intente tomar las riendas de la situación. Sin embargo, el relato tarda en encauzar sus intenciones, ya que es sobre el ecuador de esa propuesta cuando comenzamos a sentir algo de empatía por Richie, o cuando conocemos un poco más sobre su psicología, sus aspiraciones y objetivos.
En su primera mitad, la película presenta la incursión del adolescente en el mundo del delito y su papel de “soplón”, con una mirada idealizada —al estilo Scorsese—, en especial cuando se concentra en la vida nocturna de la ciudad, con las discotecas de los barrios negros y las pandillas bailando al ritmo de la música hip hop. Esto, junto a los esfuerzos del joven de ganarse la confianza del grupo, abren la posibilidad de senderos narrativos que nunca se recorren. Una constante que remarca la indefinición argumental de una obra que no ajusta el foco hasta la mitad de su desarrollo. El problema de esa recreación estilizada no es tanto su desvío del tema, ni su falta de una explicación sobre el contexto político, sino el hecho de que nunca llegamos a conectar realmente con un entorno del que el protagonista no es realmente parte —ni de manera genuina ni en su rol de informante. A esto se le suma la superficialidad con la que son retratados los distintos personajes que se van cruzando con Rick en ese submundo, algo particularmente evidente en la caracterización burda de los líderes narcos de la ciudad. Por otro lado, en lo que respecta a la subtrama que involucra al adolescente con los agentes de policía, la misma se percibe estereotipada, ya que nunca podemos conocer realmente en profundidad cuáles son las tareas que el protagonista realiza para ellos en su rol de informante. A su vez, pensando en una justificación más centrada en la caracterización y la dinámica entre los personajes que en la trama, ninguno de los agentes destaca por su caracterización; por un lado tenemos al tipo duro (Brian Tyree Henry), el policía de narcóticos que conoce lo que sucede en la calle —el que menos empatiza con Richie—, un segundo personaje, algo más honrado, pero sin ningún rasgo que lo diferencie de su compañero (Rory Cochrane) y la agente Snyder (Jennifer Jason Leigh) que quizás sea la figura que más sobresale del resto, y por momentos adquiere un rol maternal con el joven. De todos modos, los clichés del mundo criminal y policial coexisten de modo forzado con el resto del largometraje, con un sinfín de situaciones que se retoman cuando el guion lo requiere pero no suponen un riesgo real o un desafío para el protagonista.
«Richard (McConaughey) es, en definitiva, no solamente el motor del filme sino su justificación moral, la representación más cabal de un estado de situación y de una época marcada por la decadencia social, política y económica, siendo, además, un fiel espejo para su hijo Richie, aquel que refleja la falta de oportunidades, las culpas, las amarguras y los sueños rotos de una vida al borde del abismo».
Por lo demás, la cinta funciona cuando evade las típicas escenas del cine policial y se enfoca en la vida familiar de Richie, en el retrato crudo de una dinámica cotidiana que a todas luces no tardará demasiado en implosionar. En ese sentido, a partir de una primera mitad en la que el filme navega por demasiados lugares comunes —no solo en cuanto al género— la segunda parte de la cinta desacelera su marcha y nos muestra a las personas reales en todo su esplendor, luchando y tomando decisiones sobre su presente y futuro. Richie, por un lado, se vuelve más consciente de lo que hace, crece e intenta decidir por sí mismo —a pesar de estar equivocado y tener que pagar luego por ello. McConaughey, por el otro, brilla en el rol de padre y mentor, siendo uno de los pocos personajes que evidencia facetas y contradicciones dignas de ser dramatizadas, las cuales elevan las aspiraciones de la propuesta de Demange de dejar un mensaje en la audiencia. Esto se debe a que, si bien como modelo paternal sus acciones son bastante patéticas, el personaje se mantiene siempre al borde de hacer lo correcto, y de hecho en algunas ocasiones toma decisiones acertadas, además de que nunca se pone en duda el amor que tiene con sus hijos —aparte de reiterarle a Richie que retome la escuela, debe lidiar con una hija adicta a las drogas (Bel Powley). Su destino es un poco el de su familia: está atado a las duras circunstancias económicas y siempre intenta salir adelante, por lo que la autoconsciencia del legado que dejará tras de sí lo convierte en un antihéroe con características trágicas. Richard es, en definitiva, no solamente el motor de White Boy Rick sino su justificación moral, la representación más cabal de un estado de situación y de una época marcada por la decadencia social, política y económica, siendo, además, un fiel espejo para su hijo Richie, aquel que refleja la falta de oportunidades, las culpas, las amarguras y los sueños rotos de una vida —y un país— al borde del abismo. | ★★★ |
Hernán Touzón
© Revista EAM / Barcelona
White boy Rick se estrena el 8 de febrero en España gracias a Sony Pictures Spain.