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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Atardecer

    War of Tolerance

    Crítica ★★★ de «Atardecer», de László Nemes.

    Hungría. 2018. Título original: Napszállta (Sunset). Director: László Nemes. Guion: László Nemes, Clara Royer, Matthieu Taponier. Duración: 142 minutos. Edición: Matthieu Taponier. Fotografía: Mátyás Erdély. Música: László Melis. Diseño de producción: László Rajk. Diseño de vestuario: Györgyi Szakács. Productora: Coproducción Francia-Estados Unidos-España-Rumanía; Annapurna Pictures / Why Coproducción Hungría-Francia; Laokoon Filmgroup / Playtime Production / Hungarian National Film Fund. Distribuida por Sony Pictures Classics. Intérpretes: Juli Jakab, Vlad Ivanov, Susanne Wuest, Uwe Lauer, Christian Harting, Levente Molnár, Urs Rechn. Presentación oficial: Venice Film Festival, 2018.

    La noche se cierne sobre Budapest dejando que la ciudad se llene de luces y fulgores que auguran un apacible frenesí. El estallido de los primeros fuegos artificiales ilumina el asombrado semblante de un hombre que se detiene a observar con interés y admiración el elaborado juego de pirotecnia. En el efímero instante de una detonación, el hombre cae fulminado con una herida mortal de bala; entonces el caos se apodera de las calles, gente que corre asustada choca contra los que todavía deambulan extáticos a causa de los cohetes, ajenos a la tragedia, y, dentro de ese mar de incertidumbres y rumores, una mujer trata de entender el origen mismo de su situación. Atardecer erige su diálogo a base de evasivas y ambigüedades. Nadie en esta película parece ofrecer una respuesta directa a las constantes preguntas de Irisz en su búsqueda de la verdad y la reconstrucción de su pasado, un pasado que irá desvaneciéndose lentamente a consecuencia de la información contradictoria que es capaz de recopilar cuando llega, tras haber pasado 18 años en un orfanato, a su ciudad natal, la cual se encuentra en el período de inestabilidades e inseguridad propio de los preliminares de toda gran guerra. Una de las mayores virtudes de la película es que el director no contamina la historia con falsa demagogia; en su lugar, presenta unos acontecimientos devastadores pero envueltos en una trama en constante evolución; es decir, capaz de mantener viva la llama del suspense para que el espectador nunca pierda de vista el desarrollo de su argumento, el cual podrá gustar más o menos, al igual que su perfectamente planificada y claustrofóbica forma de rodar: cercana, progresiva, con larguísimas tomas, indudablemente milimétrica en su composición y estructura, pero que, en ninguno de los 142 minutos de su metraje, dejará de ofrecer un nuevo misterio o un astuto giro de guion.

    Tal y como ocurría en su anterior película y ópera prima, László Nemes selecciona a un personaje insignificante dentro de una historia monumental, se pega a él y, sin separarse ni por un segundo, traza las vicisitudes de su anécdota dentro de ese contexto de tremendo dramatismo que corresponde a la antesala de la Primer Guerra Mundial. No obstante, ese modo de perseguir a su protagonista no se realiza de una forma tan exclusiva y excluyente como en El hijo de Saúl; Nemes y su equipo no permiten que la profundidad de campo quite protagonismo a la incesante aparición de personajes y la revelación de sus rostros en una muestra de sorpresa, indignación, desasosiego o frustración. Todo es perceptible ahora y, por lo tanto, el público no queda recluido únicamente en un retrato interiorista de la protagonista, sino que además podrá comprobar de primera mano la reacción que la presencia de ésta produce en el resto de personajes, permitiendo un conocimiento mucho más amplio de la situación y un punto de vista de mayor objetividad. Los cambios entre secuencias son en esta ocasión mucho más perceptibles, están hechos de forma brusca y marcando un cambio de escenario hasta ahora inexistente en el realizador, incurriendo así en la brutal disparidad entre la amplitud de la naturaleza abierta y la estrechez de los oscuros interiores. En este mismo apartado dramatúrgico, el claroscuro se concibe como una de las marcas de identidad más definitorias de este realizador; Atardecer continúa con la estela de su predecesora al ofrecernos una certera etiqueta de estilo definida del universo histórico por el que Nemes gusta discurrir: la fragmentación del plano en diferentes zonas muy acentuadas en el contraste lumínico. Esta división entre sombra y luz se presenta como un contramovimiento, o una resistencia, a la tendencia generalizada del estilo fresco, dinámico y resplandeciente tan extendida en el cine europeo contemporáneo, impuesto en la mayoría de festivales recientes por los grandes nombres de la cinematografía de autor. Desde los monumentales planos naturalistas de Malick, el cine parecía olvidar con demasiada rapidez la potencia escénica del claroscuro dramático que Europa y Estados Unidos heredaron del expresionismo alemán. El realizador húngaro vuelve a recurrir a este procedimiento y, además, lo problematiza aún más, como si quisiera evidenciar que la relación entre la luz y la oscuridad, por su simple complejidad, es algo digno de ser analizado desde un primer plano. La fotografía funciona aquí como un virus que promueve el contagio de su esencia paradójica a la protagonista del filme, obligándola a que indague en el carácter y la naturaleza de las acciones del resto de personajes, en su comportamiento, y juzgue si provienen de un origen reprochable o encomiable.


    «Pese a estar dotada de un ritmo narrativo frío y flemático, es de elogiar la independencia del plano como elemento extraíble de cualquier proceso de montaje; cada toma parece contener una edición intrínseca, pues evoluciona y relaciona diferentes momentos específicos de la historia, e incluso conecta diferentes espacios y contextos que todavía no han sido introducidos en escena».


    La joven Irisz Leiter se presenta en la sombrerería que un día levantaron sus difuntos padres, convertida hoy en una de las tiendas más exclusivas de Hungría y que todavía, pese a estar regentada por el empresario Oszkár Brill, conserva su apellido como reclamo principal de su selecta clientela. No obstante, Brill no se mostrará muy convencido cuando Irisz solicite cubrir la vacante que ha aparecido anunciada en los periódicos. Algo oscuro y misterioso rodea los acontecimientos que precedieron la marcha de la protagonista a un orfanato y, por si fuera poco, la sombra de un hermano desconocido golpea la conciencia de la diseñadora y la llena de incertidumbre al conocer la infame notoriedad de éste, un terrorista acusado de haber asesinado a un miembro de la aristocracia. Desde ese momento la joven, en cuya mirada ausente podemos intuir la necesidad de una explicación razonable, se moverá por impulsos y corazonadas en su afán de hallar respuestas. Labrándose una fama de rebelde entre sus compañeras de trabajo, Irisz no dejará de indagar en los lugares más peligrosos de Budapest y, por supuesto, se negará a aceptar el camino que todo el mundo se esfuerza por indicarle, trasladando al espectador una clara sensación de inseguridad que se verá acentuada por la constante y súbita aparición de nuevos personajes y peligros de manera imprevista. Esto se consigue gracias al perfeccionamiento del travelling de seguimiento y descubrimiento de Mátyás Erdély, director de fotografía, que permite una dosificación paulatina de la acción y muestra una elocuente técnica de dirección y manejo de la intensidad. Finalmente la joven se verá atrapada entre el grupo terrorista, que tras la aparente fachada de maldad podría esconder un firme propósito justiciero, y la sombrerería familiar, la cual nos parece cada vez más siniestra a medida que nos adentramos en los extravagantes gustos y excentricidades de su distinguida concurrencia.

    Los armónicos movimientos de cámara se ajustan a la compleja coreografía coral propuesta por el realizador, permitiendo así que la trama vaya abriéndose lentamente y de forma gradual para desvelar poco a poco la encrucijada de Irisz. La perspectiva casi en primera persona nos permite, al mismo tiempo, un descubrimiento de los hechos de forma indirecta y trasversal. El público tendrá la sensación de formar parte de una serendipia mediante la cual, cada respuesta a una incógnita levantará nuevas dudas para nuestra heroína. Pese a estar dotada de un ritmo narrativo frío y flemático, es de elogiar la independencia del plano como elemento extraíble de cualquier proceso de montaje; cada toma parece contener una edición intrínseca, pues evoluciona y relaciona diferentes momentos específicos de la historia, e incluso conecta diferentes espacios y contextos que todavía no han sido introducidos en escena. Nemes se entrega, quizá con demasiada confianza, al rigor estético de su película, consiguiendo una narrativa desconcertante y estremecedora, pero falta en ocasiones de mayor lógica o peso fuera de la historia principal. No obstante, esta carencia se compensa con la realidad desesperada que constata la película, cada nuevo descubrimiento resuelto por el recorrido de las imágenes, pone al descubierto una existencia ontológica, casi contradictoria, lo que nos sugiere un punto de vista totalmente pesimista de la condición humana. Será esta participación casi metafísica, este esfuerzo realizado por el propio espectador para tratar de entender la profundidad semiótica de la protagonista, una forma de aprendizaje por medio de la mirada, algo que puede parecer obvio, pero que muy pocas películas logran con semejante precisión, con el simple desplazamiento espacial de los actores en secuencias sin cortes, creando así una estética muy próxima a la realidad y permitiendo la relajación y entrada de cada espectador en la trama sin obstáculos. Solo al final, con la llegada de la guerra y de las lluvias –dos conceptos que tienden a relacionarse por motivos de ambientación–, la protagonista alcanzará a conocer la verdad absoluta, que se le presentará mediante una epifanía reveladora que nunca llegaremos a identificar, pero cuya trascendencia será proyectada mediante esa mirada que, por primera vez, abandona el ámbito de lo abstracto y penetra en el horror más desolador. | ★★★ |


    Alberto Sáez Villarino
    © Revista EAM / Dublín


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