Introduce tu búsqueda

FICX Borgo
FICX Imatge Permanent
  • [8][Portada][slider3top]
    Cine Alemán Siglo XXI

    Velvet Goldmine (Todd Haynes, 1998)


    Alteridad a máximo volumen

    Cineclub by BenQ: «Velvet Goldmine», de Todd Haynes.

    Estados Unidos, 1998. 123 minutos. Título original: Velvet Goldmine. Director: Todd Haynes. Guion: Todd Haynes, basado en una idea original de James Lyons. Fotografía: Maryse Alberti. Música: Carter Burwell y Craig Wedren. Productores: Christopher Ball, Scott Meek, Sandy Stern, Michael Stipe, Bob Weinstein y Harvey Weinstein. Diseño de producción: Christopher Hobbs. Dirección artística: Andrew Munro. Edición: James Lyons. Intérpretes: Jonathan Rhys Meyers, Ewan McGregor, Toni Collette, Christian Bale, Stephen Graham, Emily Woof, Michael Feast, Mairead McKinley, Osheen Jones, Micko, Danny Nutt, Wash Westmoreland, Don Fellows, Ganiat Kasumu, Ray Shell, Alastair Cummings, Jim Whelan, Tim Hans, Ryan Pope, Lindsay Kemp, Carlos Miranda, Emma Handy.

    Todd Haynes inició su trayectoria vinculado a círculos minoritarios del cine independiente norteamericano, especialmente al conocido como «New Queer Cinema». Dicha corriente nació como respuesta a la visión paternalista y edulcorada del mainstream hollywoodiano sobre la homosexualidad, una tendencia que se produjo en el cine comercial entre finales de los 80 y principio de los 90 con la loable intención de «normalizar» a las personas de esta inclinación sexual para que la mayoría biempensante empatizara con la tragedia padecida por ellas por culpa del SIDA. Frente a ello, autores como Gus Van Sant, Gregg Araki o Derek Jarman pretendieron proporcionar una imagen integral, y repleta de claroscuros, del colectivo LGBT, donde la provocación y el afán artístico apuntalaban la hondura y complejidad de esa perspectiva. Pese a moverse, por tanto, en ámbitos creativos underground, el realizador californiano pronto adquirió reconocimiento de la crítica, merced a un talento desbordado y a una coherencia y una personalidad inusuales, hasta el punto de tratarse hoy de uno de los cineastas estadounidenses en activo de mayor prestigio. Además de una lucidez autoral con la que sabe equilibrar perfectamente lo popular con lo artístico, o séase, la transmisión de un mensaje con el espectáculo, entre las muchísimas virtudes que acumula su carrera se cuentan la valentía y la ambición con las que afronta cada uno de sus nuevos proyectos. O dicho de otro modo: aunque en sus películas existan una serie de recurrencias visuales y temáticas que permiten identificarlas como partes integrantes de un mismo corpus creativo (v. gr. sensualismo formal, protagonismo de los marginados, humor negro e ironía, crítica social, falsedad de lo aparencial…), al mismo tiempo es patente la voluntad del autor por rehuir el adocenamiento. Por ello, y por el hecho de que muchas de sus obras se inspiren abierta o veladamente en filmes clásicos –como la miniserie Mildred Pierce (2011) o la analepsis que de una manera tan similar a Breve encuentro (1945) de David Lean abre y cierra Carol (2015)–, a Haynes es fácil atribuirle la etiqueta de «posmoderno». Sin embargo, la metarreferencialidad y el homenaje que aparecen en muchas de sus creaciones no son meras afectaciones de estilo fruto de las modas estéticas de su contexto, sino que las emplea con un doble propósito creativo: de un lado, expresar una concepción del arte como elemento de revelación, vinculada al concepto de bricoleur (bricolaje) de Lévi-Strauss, esto es, «elaborar conjuntos estructurados, no directamente con otros conjuntos estructurados, sino utilizando residuos y restos de acontecimientos […], sobras y trozos, testimonios fósiles de la historia de un individuo o de una sociedad». En este sentido, la influencia del antropólogo francés en los modernos estudios semióticos –disciplina en la que se especializó Haynes– incide en la existencia de ciertas constantes simbólicas en los desarrollos culturales de las distintas civilizaciones y en sus procesos de creación mitológico-artística:

    «La imagen puede no ser una idea, pero puede desempeñar el papel de signo, o más exactamente cohabitar con la idea en un signo […]. Por su parte, el pensamiento mítico no es solamente prisionero de acontecimientos y de experiencias que dispone y redispone incansablemente para descubrirles un sentido; es también liberador, por la protesta que eleva contra el no-sentido, con el cual la ciencia se había resignado, al principio, a transigir. […] Las consideraciones anteriores […] han rozado el problema del arte, y quizás podríamos indicar brevemente cómo, en esta perspectiva, el arte se inserta, a mitad de camino, entre el conocimiento científico y el pensamiento mítico o mágico; pues todo el mundo sabe que el artista, a la vez, tiene algo del sabio y del bricoleur: con medios artesanales, confecciona un objeto material que es al mismo tiempo objeto de conocimiento».

    Junto a ello, Haynes pretende plasmar una determinada visión de la vida, la de su generación, en la que la experiencia cultural y la artística se encuentran prácticamente al mismo nivel que las vivencias personales. No es casualidad, por tanto, que en su filmografía abunden las obras de época, o que guste por la exacerbación y/o subversión –a veces sutiles y otras, muy explícitas– de los elementos característicos de los géneros fílmicos: el melodrama en Lejos del cielo (2002), el relato de iniciación en Wonderstruck (2017), etc. En este sentido, Velvet Goldmine (1998) es la respuesta de Haynes al musical, lo que explica que, en vez de que los personajes se pongan a bailar y/o cantar inesperadamente en medio de la secuencia narrativa, haya actuaciones pregrabadas o en directo, se escuche música mediante diferentes canales (radio, tiendas de discos, jukebox…), la acción se ambiente varias veces en discotecas y en conciertos y aparezcan fragmentos de supuestos videoclips. La cinta, empero, va más allá de ser una actualización «realista» del género, entre otras razones porque, de hecho, se instala desde el arranque de su metraje en un universo de fantasía. En puridad, lo que hace que Velvet Goldmine devenga una de las propuestas fílmicas más radicalmente originales y atípicas nunca rodadas –no en balde premiada a la Mejor Contribución Artística en Cannes– es su condición de estudiada oda a todo un movimiento de la música popular, el glam rock, cuyo efímero desarrollo temporal y espacial (apenas un lustro en el Reino Unido) no es óbice para que haya dejado sentir su influencia en toda la música pop anglófona –y, por extensión, occidental– posterior. Y si bien no es esta la tribuna en la que desmenuzar las claves de dicha corriente musical, a efectos prácticos, baste con señalar para lo que nos interesa que, coherentemente, Haynes apuesta por traducir los elementos constituyentes de la misma en el ámbito cinematográfico. De ahí la fastuosidad de cada uno de sus planos, de un exquisito y elegante barroquismo, merced a la exuberancia de todas sus instancias discursivas: desde el vestuario de Sandy Powell (que fue nominada al Óscar por su trabajo) hasta su puesta en escena, pasando por la fotografía, la banda sonora, las interpretaciones, el montaje… Incluso los títulos de crédito de abertura y de cierre, a cargo de Marlene McCarty (Bureau), son un alarde de opulencia y fantasía visuales que por momentos logran distraer de su función informativa.

    «Lo que hace que Velvet Goldmine devenga una de las propuestas fílmicas más radicalmente originales y atípicas nunca rodadas –no en balde premiada a la Mejor Contribución Artística en Cannes– es su condición de estudiada oda a todo un movimiento de la música popular, el glam rock, cuyo efímero desarrollo temporal y espacial (apenas un lustro en el Reino Unido) no es óbice para que haya dejado sentir su influencia en toda la música pop anglófona –y, por extensión, occidental– posterior».


    Con ello, por otro lado, la cinta ya patentiza el sutil humorismo que la envuelve, y que responde asimismo al toque juguetón y frívolo del glam, relacionado solo parcialmente a su componente de liberación sexual (recordemos que, originalmente, «gay» era sinónimo de «happy»), pero, sobre todo, a su condición de espectáculo de masas cabaretero, es decir, a medio camino entre lo artie y lo circense; no en vano, en una secuencia Haynes hace un explícito homenaje a Lola Montes (1955) de Max Ophüls. Si a ello le sumamos la querencia por la ciencia ficción de muchas de las composiciones de este estilo (en parte propiciada por su eclosión post-alunizaje del Apolo 11), no es de extrañar que Velvet Goldmine mire en flashback una época dorada que ya pasó y transcurra en un distópico año 1984, además de convertir a los artistas homosexuales y bisexuales de gran éxito y no menos talento en seres venidos de otro planeta (sic); como no lo es, tampoco, que dado que la trama se inspira muy libremente en el período Ziggy Stardust de David Bowie –sin pretender por ello en ningún momento trazar una auténtica biografía del músico británico–, el director decida emplear ni más ni menos que Ciudadano Kane (1941) de Orson Welles como modelo para la ordenación argumental del filme. Habrá quien piense que, con ello, Haynes peca de delirios de grandeza; pero lo cierto es que su obra guarda con este clásico del séptimo arte una misma voluntad iconoclasta y rupturista que, sin desviarse nunca de la narratividad, destruye la secuencialidad del relato para dejar en manos del espectador la construcción del sentido ulterior de las escenas concatenadas. De esta forma, mantiene un análogo deseo de contar de una forma diferente una historia inspirada en hechos reales (la vida de William Randolph Hearst y el extraterrestre andrógino de Bowie, respectivamente) para, a la postre, emplearla con el propósito de hacer, tanto una reflexión sobre quiénes parecemos ser y quiénes somos en realidad, como de diseccionar algunos de los males de la sociedad en la que cada uno de los directores vive: el afán de dinero y poder del American way of life en el caso de Welles, y la intolerancia homofóbica y el conservadurismo machista en el caso de Haynes.

    Analicemos aquí los paralelismos argumentales (o, mejor dicho, estructurales) entre ambas; así, tras un prólogo tan enigmático como desmesurado, se nos informa de la «muerte» del personaje protagonista a través de un supuesto reportaje con imágenes de archivo. A partir de aquí, un periodista deberá resolver el enigma de Kane/Slade entrevistando a quienes, en principio, eran sus allegados: un antiguo amigo –hoy enfermo y en silla de ruedas–; una ex mujer que malvive cantando en un bar… Y si bien la divergencia más marcada entre las dos cintas es que en una el investigador del misterio es un personaje sin peso psicológico alguno, y por ello nunca llegará a hallar una respuesta para la pregunta que formula, en la otra Arthur Stuart (Christian Bale) es de hecho uno de los personajes centrales de la intriga, con lo que finalmente encuentra la solución a la incógnita planteada al inicio de su búsqueda. Más aún: la mirada de Arthur no solo es la que sirve de hilo conductor de la trama, sino que se trata de la de un fan del resto de protagonistas y, por tanto, ejerce de reflejo de la de Haynes, con lo que sus conclusiones sobre el cantante de pop caído en el olvido en torno al cual gira el argumento, Brian Slade (Jonathan Rhys Meyers) condensan la temática de la pieza. En cualquier caso, el desenlace de Velvet Goldmine seguirá inspirándose en la opera prima de Welles; por tanto, mientras Kane vagará en soledad en su mansión de Xanadú, solo en compañía del servicio, Slade se entregará al sexo y a las drogas en el destartalado cuartel de su productora, Bijou, respaldado esencialmente por su nueva mano derecha, Shannon (Emily Woof). En última instancia, la imagen final de Velvet Goldmine también es un plano detalle, aunque por supuesto no el de un trineo, sino el de una radio; y es que, dentro de cada uno de sendos universos, dichos objetos encarnan la llave para la jaula de oro en la que ambos protagonistas se han encarcelado, aunque ninguno de los dos, por razones distintas, pueda ya utilizarlos para escapar.


    «La reflexión sobre la identidad personal es el gran pilar sobre el que se asienta toda la filmografía de Haynes. Que su corto Assassins: A Film Concerning Rimbaud (1985) se centre en la figura del poeta francés y su tormentosa relación con Verlaine; o que su primer largometraje, Poison (1991), se inspire en textos de Jean Genet, ya es un indicador –más allá de la importancia del elemento homosexual– de esa voluntad de explorar las complejas relaciones entre el yo y el otro».


    La audacia de Haynes, empero, no se reduce a la deconstrucción jocosa de la sacrosanta Ciudadano Kane, sino que va más allá, porque una peripecia, en apariencia muy convencional, de auge y caída de un ídolo de masas adquiere pronto una pátina de fantasía épica merced a la presencia de un misterioso broche de jade que, en la tradición de los objetos mágicos de la literatura no realista occidental –desde las sagas islandesas hasta El señor de los anillos, pasando por el ciclo artúrico y las leyendas de los nibelungos y llegando a la reformulación modernista de los mismos–, ha sido entregado a los «mortales» por los «dioses» para hacerlos trascender su limitada existencia. Por este motivo, la obra se abre con la voz en over de Janet McTeer, cuya dicción de gran dama del teatro inglés le imprime un tono de «fábula» desde el primer minuto a la historia de Jack Fairy (interpretado por el músico Micko Westmoreland), a lo que se añade la pletórica fotografía de exacerbados contrastes cromáticos de Maryse Alberti, el soñador score de Carter Burwell y un punto de partida de lo más surrealista: Oscar Wilde cayó, literalmente, del cielo, dejado en la puerta de la casa de sus padres por una nave espacial, mientras que, de niño, ya en el colegio, soñaba con ser una estrella del pop (sic). Con semejante premisa, pues, los responsables del guion –el propio Haynes y James Lyons, quien asimismo asume el montaje de la propuesta– no tienen reparo alguno en emplear, cual si fueran líneas de diálogo creadas exprofeso para la película, citas del escritor irlandés, de forma que se establece un nada velado paralelismo entre el concepto de dandy, tan bien «representado» por Wilde, y el de los artistas glam, dado que todos ellos, aparte de una orientación sexual incómoda para su sociedad, y parafraseando a Curt Wild (Ewan McGregor) –quien a su vez parafrasea a Wilde–, no son nada sin su imagen… o sin su máscara.

    De esta manera tan caleidoscópica y pirotécnica llegamos al meollo de Velvet Goldmine. Y es que, al igual que la Carol White de Safe (1995) o la Cathy Whitaker de Lejos del cielo (ambas encarnadas por Julianne Moore: y fijémonos en la similitud de sus nombres), Brian Slade es un personaje condenado a una insondable soledad por mor de ese deseo de pertenencia que, paradójicamente, lo alejará cada vez más, ya no solo de quienes lo rodean, sino, sobre todo, de sí mismo. En realidad, la reflexión sobre la identidad personal es el gran pilar sobre el que se asienta toda la filmografía de Haynes. Que su corto Assassins: A Film Concerning Rimbaud (1985) se centre en la figura del poeta francés y su tormentosa relación con Verlaine; o que su primer largometraje, Poison (1991), se inspire en textos de Jean Genet, ya es un indicador –más allá de la importancia del elemento homosexual– de esa voluntad de explorar las complejas relaciones entre el yo y el otro. Y es que si bien Genet hizo de sus escritos una constante novelización y poetización de su azarosa vida, construyendo un ente de ficción que acabó por «usurpar» su verdadera personalidad, por lo demás cincelada inevitablemente por la adversidad, Rimbaud siempre trató de desprenderse de los apriorismos que lo definían para llegar a la esencialidad de la experiencia humana. O como muy bien expresa en sus denominadas Cartas del vidente, al relativizar el concepto de subjetividad establecido desde un punto de vista convencional, burgués:

    «Nos equivocamos al decir “yo pienso”; deberíamos decir “me piensan” –perdón por el juego de palabras–. Yo es otro. Tanto peor para la madera que se descubre violín, ¡y burla a los inconscientes, que pontifican sobre lo que ignoran por completo! […] Porque Yo es otro. Si el cobre se despierta convertido en corneta, la culpa no es en modo alguno suya. Algo me resulta evidente: estoy asistiendo al parto de mi propio pensamiento. Lo miro, lo escucho, aventuro un roce con el arco: la sinfonía se remueve en las profundidades, o aparece de un salto en escena».

    Si a ello le añadimos la disociación que existe entre el artista que se exhibe ante una multitud y el ser humano de carne y hueso que hay tras él, la cuestión de la identidad alcanza aquí unos niveles de complejidad y alambicamiento cercanos al desdoblamiento esquizofrénico, inmortalizado por Fiódor M. Dostoievski en muchas de sus novelas, léase El doble (1846), Memorias del subsuelo (1864) o El adolescente (1875). Recordemos que Brian Slade ya es un pseudónimo, y que Maxwell Demon es el personaje que dicho pseudónimo ha creado para subir a escena. Esta multiplicidad de la pop star, que el propio Haynes ya había introducido en su mediometraje Superstar: The Karen Carpenter Story (1988), íntegramente rodado con barbies –por cierto, autocitado en Velvet Goldmine cuando una niña juega con sus muñecas como si fueran Slade y Wild–, culmina en su atípico biopic de Bob Dylan: me refiero al magnífico I’m Not There (2002), una muestra de que es posible hablar de aquello que distingue a un creador sin entrar en las menudencias arqueológicas y/o morbosas de su vida y sí mucho, en cambio, en delectarse en lo que muestra –o permite que trascienda– de la misma; además, claro está, de en su propia obra, al fin y al cabo lo realmente importante en un artista.


    «Con la disociación implícita que existe entre el artista que se exhibe ante una multitud y el ser humano de carne y hueso que hay tras él, la cuestión de la identidad alcanza en Velvet Goldmine unos niveles de complejidad y alambicamiento cercanos al desdoblamiento esquizofrénico, inmortalizado por Fiódor M. Dostoievski en muchas de sus novelas, léase El doble (1846), Memorias del subsuelo (1864) o El adolescente (1875). Recordemos que Brian Slade ya es un pseudónimo, y que Maxwell Demon es el personaje que dicho pseudónimo ha creado para subir a escena».


    Como ya hemos mencionado, la técnica de articulación del relato, en apariencia un pastiche posmodernista, va más allá y hace del eclecticismo y la yuxtaposición un recurso de bricolaje creativo. Sintomático al respecto es la frase que abre la película, que, dejando a un lado su componente jocoso, evidencia la fusión de medios y canales expresivos, la intertextualidad, la conversión de la creación artística en un objeto –en el «producto de consumo» de Warhol– y, en definitiva, la invocación a los presupuestos culturales del espectador: «Aunque lo que vais a ver es una obra de ficción, debería ser reproducida a máximo volumen». A partir de este pistoletazo de salida, en la cinta hallamos cuatro niveles de articulación del discurso: el global, que atañe al elemento mítico, y que se corresponde a una perspectiva de un narrador omnisciente, cuyo conocimiento se vincula incluso a los elementos que van más allá de las instancias narrativas del relato, con lo que se rellenan «huecos» imposibles de explicar de otra manera; el histórico, asociado a las supuestas imágenes de archivo; el memorialístico, correspondiente a los recuerdos de cada uno de los personajes (narradores subjetivos) sobre el momento de auge y autoimpuesto descalabro de la trayectoria de Slade; y el individual, exclusivo al presente de Arthur (a la vez narrador testigo y subjetivo) y a ese 1984 en el que la fotografía gris y un ambiente de tonalidades mortecinas se contraponen al colorismo del pasado reciente. Al final, la intriga desvela su giro sorpresivo de una manera, valga la redundancia, sorpresiva; y es que resulta mucho más trascendente, temáticamente hablando, la vivencia que Arthur trataba de reprimir que el destino último de Slade. Su aceptación del fracaso, y aun así la integridad de seguir adelante y vivir en coherencia consigo mismo, lo harán realmente digno de ese broche extraterrestre –verde como la esperanza–, pese a carecer del charm y del talento de Slade.

    Capítulo aparte merece la apabullante banda sonora de Velvet Goldmine, pues ya se ha dicho que, en el fondo, estamos ante una obra de género –un musical–, y como tal, los temas que nutren las imágenes son parte esencial de las mismas. En sus casi dos horas de duración, la cinta cuenta con canciones de Lou Reed, Brian Eno o Steve Harley, entre otros; con covers de New York Dolls, T-Rex, Roxy Music o The Stooges, entre otros (a cargo de Placebo, Teenage Fanclub o Pulp, y de miembros de Radiohead, Suede o Sonic Youth, entre otros), además de temas originales de Shudder to Think y Grant Lee Buffalo. Curiosamente, y no obstante la circunstancia de que el título del filme parta de una cara B de Bowie que alcanzó gran popularidad por el contenido sexual de su letra –parecía describir al artista enrollándose con otro hombre, aunque según su autor era la voz de una groupie adorando a Ziggy, dos interpretaciones muy adecuadas para el contenido de la película–, sin embargo entre esos «entre otros» músicos que aludo no aparece ni una sola vez David Bowie, por la sencilla razón de que se negó a ceder los derechos de sus temas a la productora. En varias entrevistas, Haynes expresó su decepción por la decisión del músico inglés, cuya actitud en el momento del rodaje de Velvet Goldmine respecto a su etapa glam el director calificó de ambigua, cuando no de distante, sin que por eso dejase de profesarle su admiración, hasta el extremo de declarar que su propio estilo como cineasta no se entendería sin la influencia de Bowie. Sea como fuere, siendo el artista británico conocido por su obsesión por el control, ya no solamente a la hora de componer sus canciones, sino de cualquier elemento vinculado a su arte (los conciertos, la ropa, el maquillaje, el diseño de las portadas de los álbumes…), su rechazo a Velvet Goldmine es bastante comprensible, al menos si tenemos en cuenta que Brian Slade, sin negársele en ningún momento su talento y atractivo, es un personaje profundamente deshonesto, que a diferencia de Fairy, Wild o el propio Stuart, ha de robar el broche mágico para alcanzar sus sueños, motivo por el cual, a la postre, deviene una criatura de desagarrado patetismo: ese que solamente otorga la incapacidad de aceptarse a uno mismo sin las muletas de la adoración ajena. El problema radica, empero, en que Bowie –por cierto, como muchos de los exégetas del filme, baste con darse un paseo por páginas de fandom– cometió el error de hacer una identificación directa entre los personajes de la cinta y los seres reales en los que se inspiran, sin comprender en ningún momento que no se trataba de un mockumentary (y hay muchos que la califican como tal, hasta de «biografía no autorizada» de Bowie…), pues en lo que se basa no es en las personas de carne y hueso que desarrollaron la música glam, sino en la mitología de la misma, de ahí esa insistencia en darle unas coordenadas irreales a la pieza, con total y absoluto desparpajo, desde su mismo punto de partida. Consideremos estas declaraciones de su autor al respecto:

    «Tomamos el lenguaje del glam rock y lo aplicamos a una película en la que creamos nuestro propio universo paralelo para el mundo y nuestra propia alegoría teatral para el diseño y el estilo del siglo XX, lo que se puede apreciar en la mezcla de diferentes épocas de los atuendos que aparecen en distintas escenas de la película por motivos concretos. Así, mientras los 70 son una presencia constante, esta década siempre incorpora los 20 o los 40 o los 50, como de hecho lo hicieron los verdaderos 70, pero de una manera muy evidente y exagerada en Velvet Goldmine».

    «Citando a Warhol: "Es imposible hacer una película sin reescribir totalmente la historia". Velvet Goldmine, más que reescribir la historia, la transmuta, la convierte en leyenda; de ahí la premeditada artificiosidad de sus imágenes e, incluso, de su argumento –Slade se ha convertido, literalmente, en otra persona–, así como el uso de un filme de resonancias «míticas» como Ciudadano Kane a guisa de patrón de ordenamiento narrativo».


    Recordemos que, desde lo estudios pioneros de José Ortega y Gasset, la filosofía moderna, en lo que atañe a ramas de la misma como la antropología, la sociología y la teoría artística, ha prestado especial atención al fenómeno de la cultura de masas, dentro de la cual las estrellas del pop-rock juegan el rol de héroes o semidioses, esto es, de sublimaciones de un código de valores presentes –o palpitantes– en su entorno. Haynes, como ya hemos mencionado con una licenciatura en semiología, se haya muy influenciado por las teorías de Roland Barthes, especialmente por la necesidad de dotar de un sentido a cada uno de los planos de su obra, de hacerla «radicalmente simbólica», de manera que la creación cinematográfica se vincula a la «función de relevo» barthiana, en la que la significación de la imagen es complementada por el texto o subtexto. Igualmente, en la cinta que ahora analizamos, se incide en una visión de la música popular como un elemento de significación cultural; así, como sucedía con los mitos grecolatinos ancestrales, actualizados en las tragedias de Esquilo, Sófocles, etc., los mass media construyen ídolos que explican y justifican nuestro mundo. Por eso Brian Slade es el mito de los 70 y su conservador y aburridamente correcto álter ego, Tommy Stone (Alastair Cumming), el de los 80. Remitámonos a las palabras del propio Barthes respecto a Beethoven:

    «¿De qué sirve componer si es para limitar el producto dentro del recinto del concierto o de la soledad de escuchar la radio? Componer, al menos por tendencia, es dar a hacer; no dar para escuchar, sino dar para escribir. La ubicación moderna de la música no es la sala de conciertos, sino el escenario en el que los músicos transitan, en lo que a menudo es una deslumbrante exhibición, de una fuente de sonido a otra. Somos nosotros los que tocamos e interpretamos, aunque ello solamente sea cierto por delegación. ¿Pero acaso podemos imaginar un concierto una vez este ya ha tenido lugar? Es como un taller exclusivo, del cual nada se malgasta: ningún sueño, ningún imaginario, en resumen, ninguna “alma”, y donde todo el arte musical se absorbe en una praxis sin residuos».

    Según lo expuesto, deviene bastante absurdo identificar a Brian Slade con el Bowie/Ziggy Stardust, pues en él también hay ecos de Jobriath e incluso Noddy Holder (recordemos el revelador apellido del personaje); como Curt Wild no es solamente Iggy Pop, sino también Lou Reed, Mick Ronson y aun Mick Jagger o el propio Kurt Cobain, ni que sea por el parecido físico entre McGregor y el líder de la banda Nirvana; Jack Fairy es una mezcla de Marc Bolan, Brian Eno y el mismísimo Little Richard, al ser este, como el personaje, el «original», es decir, el primer cantante pop en llevar maquillaje y laca y componer un himno de temática homosexual, «Tutti Frutti», que en el argot de la época significaba gay (a quien, no por casualidad, imita Slade cuando de niño descubre sus inclinaciones, y no solo artísticas); y un largo etcétera. En el fondo, cada uno de los personajes compendia una serie de arquetipos de la cultura popular, puesto que responden a la construcción de esa realidad paralela de la que hablaba Haynes, no a un biopic de Bowie a contracorriente (lo que sí es, en cambio, I’m Not There respecto a Dylan). La fantasía, las alegorías y las metáforas están a la orden del día porque el realizador norteamericano no pretende jamás hacer un reportaje, sino levantar todo un mundo simbólico, esto es, asentado en referentes reales, pero esencialmente abstracto, «antinatural». O citando nuevamente a Warhol: «Es imposible hacer una película sin reescribir totalmente la historia». Velvet Goldmine, más que reescribir la historia, la transmuta, la convierte en leyenda; de ahí la premeditada artificiosidad de sus imágenes e, incluso, de su argumento –Slade se ha convertido, literalmente, en otra persona–, así como el uso de un filme de resonancias «míticas» como Ciudadano Kane a guisa de patrón de ordenamiento narrativo.


    «No es en su época triunfal en la que Oscar Wilde adquiere resonancias legendarias, sino en su dolorosa caída en desgracia; como Alan Turing y tantos otros, víctimas de los ignorantes, los cobardes y los intolerantes que, hoy como ayer, siguen proyectando sus frustraciones en quienes les rodean porque el odio y el dogmatismo son más fáciles de asumir que la introspección y la aceptación de la incertidumbre, la carencia y la transitoriedad de la vida. Contra ellos, siempre contra ellos, nos queda el gesto rebelde, la ironía, el arte… y la música a máximo volumen».


    En última instancia, bajo la purpurina, el maquillaje, las mallas de látex, las boas, las pelucas multicolores, los tacones de plataforma y el satén; bajo el atiborrante, por exhibicionista, despliegue visual y musical, lo que atesora Velvet Goldmine es un meditado y profundo tributo a la alteridad. Jean Paul Sastre ya apuntaló como uno de los pilares de la filosofía existencialista el concepto de «ser-para-el-otro», donde se contenía la idea de que se requiere la mirada ajena para ser conscientes de nosotros mismos; así, en la medida en que los demás nos perciben, nos valoran, nos estiman o nos detestan, vamos formando nuestra propia identidad. Brian Slade, a pesar de su carisma y su ambición, se mueve por la inquietud de sentirse excluido, de no pertenecer, motivo por el cual, cuanto hace, desde la elección de sus ropas hasta sus relaciones personales y profesionales, responden a ese deseo de lograr la inclusión, la aceptación. No es baladí que primero la busque dentro de un grupo más o menos minoritario, para, una vez obtenida ahí, no le satisfaga y necesite trascender a la de amplias masas. La insatisfacción permanente, la exclusión y la alienación, la necesidad patológica de adoración, de ser una estrella, se traducirá en una imitación constante, en una pérdida de individualidad. La escenificación del asesinato de Maxwell Demon responde al efecto de profecía autocumplida de Merton; y es sobre esa muerte simbólica que Slade/Stone podrá dibujarse una nueva máscara, mucho más cómoda, que le permitirá extender su base de fans incluso dentro de los valores retrógrados de su contexto social. O en palabras de Sartre: «La realidad se adquiere exclusivamente por repetición o participación; todo lo que no tiene un modelo ejemplar está “privado de sentido”, es decir, carente de realidad […]. El hombre de culturas tradicionales sólo se reconoce como real en la medida en que cesa de ser él mismo […] y se contenta con imitar y repetir los gestos de otro. En otros términos, no se reconoce como real, es decir, como “verdaderamente él mismo”, más que en la medida en que cesa precisamente de serlo».

    Por eso Brian Slade es, a la postre, una mera entelequia, alguien a quien la película nos muestra sistemáticamente como objeto (a través de la mirada ajena) y nunca como sujeto (Arthur jamás llegará a obtener declaraciones de primera mano de él). También, por eso, es imposible no amarlo: su fascinación es la de lo irreal, la de los sueños, la de los cuentos de hadas, la de aquello que imaginamos perfecto… la simple y exclusiva encarnación de nuestros anhelos. Por el contrario, Fairy, Wild, Mandy (Toni Collette) y, finalmente, el propio Stuart son personas de verdad, que se conocen a sí mismas, que existen más allá de la contemplación del otro y que, por consiguiente, viven con el amargo don de la derrota, con la clarividencia heroica del marginado. Y es que no es en su época triunfal en la que Oscar Wilde adquiere resonancias legendarias, sino en su dolorosa caída en desgracia; como Alan Turing y tantos otros, víctimas de los ignorantes, los cobardes y los intolerantes que, hoy como ayer, siguen proyectando sus frustraciones en quienes les rodean porque el odio y el dogmatismo son más fáciles de asumir que la introspección y la aceptación de la incertidumbre, la carencia y la transitoriedad de la vida. Contra ellos, siempre contra ellos, nos queda el gesto rebelde, la ironía, el arte… y la música a máximo volumen.

    Séptima entrega de esta antología dedicada a grandes clásicos del cine apoyada y patrocinada por BenQ, empresa líder en el sector audiovisual, informático y de comunicaciones.


    Elisenda N. Frisach
    © Revista EAM / Barcelona


    Bibliografía
    ▪ Bale, Miriam. «Todd Haynes Explains the Cinematic Influences That Impacted His ‘Carol’», entrevista a Haynes en IndieWire, noviembre de 2015.
    ▪ Barthes, Roland. Image, Music, Text. Fontana Press, Ed. Harper Collins, 1977.
    ▪ Lefort, Gérard. «La verve des étoiles. “Velvet Goldmine” part à la recherche d'une star, tel un conte de fées destiné à une éternelle jeunesse», Libération, diciembre de 1998.
    ▪ Lévi-Strauss, Claude. El pensamiento salvaje, Ed. Fondo de Cultura Económica, 1964.
    ▪ Lusty-Cavallari, Saro. «You Have to See… Velvet Goldmine», en la página web 4:3, www. fourthreefilm.com, enero del 2015.
    ▪ Robinson, Joanna. «Carol Director Todd Haynes on How David Bowie’s Experimental Identity Influenced His Life’s Work», extracto de la entrevista a Todd Haynes con motivo del deceso de David Bowie, Vanity Fair, enero de 2016.
    ▪ Sartre, Jean-Paul. San Genet, comediante y mártir. Ed. Losada, 2004.
    ▪ Vázquez Pietro, Paula. «A través del espejo: El cine de Todd Haynes», en la página web www.hacerselacritica.com.


    El perdón Fantasías de un escritor Memoria Clara Sola
    Inédito
    Toda una vida
    Tiempo compartido
    Marco
    Sultán
    Alternativa
    Rogosin
    InéditoToda una vida

    Estrenos

    Tiempo suspendido Marco

    Inéditas

    En la alcobaAlternativa
    La cocinaMarco

    Streaming

    Rogosin

    Podcasts

    Ti Mangio
    De humanis El colibrí