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    Cine Alemán Siglo XXI

    Cineclub by BenQ: Amanecer (1927)


    Instrumento de la poesía

    Cineclub by BenQ: «Amanecer», de F. W. Murnau.

    Estados Unidos, 1927. 94 minutos. Título original: Sunrise: A Song of Two Humans. Director: F. W. Murnau. Guion: Carl Mayer, basado en un tema de Hermann Sudermann (novela Viaje a Tilsit). Fotografía: Charles Rosher y Karl Struss. Música: Hugo Riesenfeld. Productor: William Fox. Edición: Harold D. Schuster. Intérpretes: George O'Brien, Janet Gaynor, Margaret Livingston, Bodil Rosing, J. Farrell MacDonald, Ralph Sipperly, Jane Winton, Arthur Housman, Eddie Boland.

    El 11 de marzo de 1931, en la autopista de Los Ángeles a San Francisco, un Packard 740 Phaeton de alquiler se empotraba contra un poste de electricidad, con lo que hería mortalmente a uno de sus pasajeros, Friedrich Wilhelm Plumpe –más conocido por su pseudónimo, Murnau–, y segaba bruscamente la carrera de uno de los más grandes genios que haya dado nunca la historia del cine. A esa tragedia personal habría que añadir otra extensiva a la mayoría de autores del período silente; y es que, de las 21 películas llevadas a cabo por el realizador alemán, únicamente doce se conservan íntegramente y de tres se cuenta apenas con algunos fragmentos. En cualquier caso, ese puñado de filmes que han llegado hasta nuestros días ya han sido más que suficiente para que Murnau brille con luz propia –e indeleble– en el arte del siglo pasado. En tanto uno de los cimentadores del lenguaje cinematográfico, si por algo destaca su trayectoria es por el eclecticismo genérico y argumental de sus trabajos; por un rigor técnico y estético de una impoluta meticulosidad y de un obsesivo perfeccionismo; por la capacidad de innovar y enriquecer el discurso fílmico mediante la fusión de diferentes escuelas visuales, y, sobre todo, por la potente estilización de sus imágenes, cuya plasticidad emula a la de grandes maestros de la pintura (Caravaggio, Rembrandt, C. D. Friedrich…). Puede decirse, por tanto, que Murnau fue uno de los primeros iconos de una tendencia cinematográfica, la que confiere un componente simbólico a cada uno de los planos que constituyen una película, de manera que estos no se limitan a ser meras transiciones narrativas para la configuración de un relato mayor, si no que devienen entidades con una significación propia, especialmente asociadas a su carácter de evocación/revelación sensorial. O dicho de otro modo: Murnau fue uno de los primeros en lograr hacer poesía con los códigos del séptimo arte.

    Tal vez donde ello se aprecia de una forma más evidente es en la cinta que nos ocupa, pues, si nos atenemos a las reflexiones de Robert Frost sobre aquello que constituye la esencia de la composición poética (v. gr. «Al fin y al cabo, hay tres cosas que todo poema debe tocar: el ojo, el oído y lo que podríamos denominar el corazón de la mente. Pero lo más importante es tocar el corazón del lector»), Amanecer (1927) es, en su condición de sutilísima mixtura sensorial que atrapa de pleno el ánimo del espectador, un gran poema: entre otras razones porque, sin en el más mínimo disimulo, ya anuncia desde su subtítulo original (v. gr. «Una canción de dos humanos») y los propios títulos de crédito –al indicar que el guion se inspira, no en la novela Viaje a Tilsit de Hermann Sudermann, sino en «un tema» de dicho escritor– el carácter alegórico de la obra. Y es que, mediante la asociación sinestésica entre cine y música (entre vista y oído), convierte la propuesta en una especie de representación de danza, donde la «bailarina» principal es la cámara, que transita grácilmente entre los demás intérpretes mediante una «coreografía» tan estudiada como magistral. Ello explica, asimismo, la importancia de la partitura de Hugo Riesenfeld –uno de los grandes compositores del período–, así como de ciertos elementos sonoros.

    Conviene aquí hacer un alto para aclararle al lector que sea novato en las lides del cine mudo, que este era únicamente eso: mudo, es decir, con actores cuyas conversaciones no se podían escuchar. Pero la música, superado el estadio primitivo de espectáculo circense del séptimo arte, acompañó siempre a las proyecciones en el cine silente, bien fuera con grandes orquestas o con pianistas que tocaban en directo, bien a través de discos. Y por eso mismo, tampoco se tardaría excesivamente en incorporar efectos de sonido, a cargo, la mayoría de las veces, de los propios músicos, que los realizaban in situ en las salas de proyección o ya los grababan con la música. Por consiguiente, la banda sonora de Amanecer, en la que Riesenfeld, partidario de acercar la alta cultura a las masas, se inspira en algunas de las piezas más accesibles de la música clásica (v. gr. «La barcarola» de Offenbach, «Marcha fúnebre para una marioneta» de Gounod, etc.) deviene un elemento esencial para comprender la temática de la cinta, dado que, como esta, bascula entre lo bucólico, lo cómico, lo terrorífico y lo sublime. De hecho, y tomando exclusivamente en consideración los elementos sonoros y musicales de Amanecer, ya quedan patentes en ellos dos cuestiones capitales del filme: de un lado, el contraste que se establece entre el campo y la ciudad, cosa que es, seguramente, la más obvia de las dualidades que, como los manèges del ballet, van haciendo girar el desarrollo argumental sobre sí mismo, aunque simultáneamente lo desarrollan y avanzan; y del otro, la idea de destino y providencia que articula el comportamiento de los personajes y, por ende, de toda la trama. Así, mientras que en el campo todo es paz y tranquilidad, la ciudad está marcada por la estridencia (las secciones de viento y percusión predominan aquí), en la que una amalgama de ruidos mecánicos y voces humanas se superponen. El momento más emblemático al respecto es el «concierto» de cláxones y gritos al que se ve sometida la pareja protagonista cuando, absortos en sus emociones, interrumpen bruscamente el tráfico. Por otra parte, el tañer de diferentes campanas puntúa cada uno de los momentos clave de la acción: una campana anuncia la llegada del día en el que el marido (George O’Brien) piensa ejecutar sus planes homicidas, mientras su esposa (Janet Gaynor), en un cruel contraste, lo contempla dormir, enternecida; es una campana la que, como despertando de un hechizo a su esposo, impide el asesinato de la protagonista; también son los tañidos de otras dos lo que señala el principio y el final de una boda, durante la cual se producirán unas simbólicas nuevas nupcias del matrimonio; y es, finalmente, otra campanada la que informa de la llegada de un nuevo amanecer, en principio teñido por el odio y la desesperación pero, muy pronto, fuente de alegría y esperanza.

    «Puede decirse, por tanto, que Murnau fue uno de los primeros iconos de una tendencia cinematográfica, la que confiere un componente simbólico a cada uno de los planos que constituyen una película, de manera que estos no se limitan a ser meras transiciones narrativas para la configuración de un relato mayor, si no que devienen entidades con una significación propia, especialmente asociadas a su carácter de evocación/revelación sensorial».


    Lo expuesto hasta aquí, en realidad ya nos informa de que el libreto de Carl Mayer, quien fuera responsable de algunos de los mejores guiones del cine alemán de entreguerras (v. gr. El gabinete del doctor Caligari, El castillo encantado, La escalera de servicio…), es de una simplicidad apabullante, como lo demuestra lo sencillo que resulta resumirlo: un hombre de pueblo, felizmente casado, se deja seducir por una veraneante de la ciudad, que lo insta a ahogar en el río a su esposa para poder empezar juntos una nueva vida lejos de allí. Sin embargo, en el momento de ejecutar el plan, el hombre advierte que no puede hacerlo, aunque ello no impide que su mujer, aterrorizada, huya a la ciudad. El hombre la sigue y advierte que continúa amándola, con lo que, tras un acercamiento de contrición y perdón, ambos viven un día perfecto fuera de su rutina, para regresar al hogar más enamorados que nunca. Pero una tormenta los sorprende de camino y, durante varias horas, él cree que ella, efectivamente, se ha ahogado. Cuando de rabia esté a punto de matar a su amante, quien lógicamente piensa que él ha consumado el plan, el marido recibe la noticia de que su esposa está viva. Ello lleva a su reencuentro y al definitivo regreso de la otra mujer a la ciudad.

    Como se ve, semejante argumento es digno del melodrama más ramplón, preñado como se encuentra, para más señas, de innumerables tópicos: la inocencia y «bondad» de la vida campestre frente a la corrupción y «maldad» de las urbes; la dualidad de la condición femenina entre AVE/EVA, esto es, entre la mujer esposa y madre, que por eso mismo es tan dulce y protectora como nada atractiva (y rubia), y entre la excitante y seductora, que vuelve locos a los hombres pero es todo egoísmo y perversidad (y morena); la comicidad chusquera que surge del comportamiento pueblerino de los humildes protagonistas, incapaces de entender las sutilezas interpersonales de la ciudad; etc. Aunque sin duda los prejuicios del momento en el que fue rodada y la audiencia a la que iba destinada –recordemos que fue la primera película americana de Murnau– influyeron en la (aparente) vulgaridad sentimentaloide de la trama, hay otro factor de mayor calado; y es el hecho de que ni al guionista ni al realizador les interesaba contar una historia compleja y veraz, sino provocar un determinado efecto emocional sobre el público a través de las imágenes. Teniendo en cuenta que, como se ha dicho, el filme se mueve de manera explícita en el ámbito metafórico, la reducción a mínimos de la historia responde, en última instancia, a lo accesorio de la misma. No en vano, ninguno de los personajes tiene nombre propio, y se nos presentan, simplemente, como «el hombre», «la esposa», «la mujer de la ciudad», «la criada», «el barbero», «el fotógrafo»… Y lo mismo va para los lugares que transitan. Aunque obviamente se trata de gente caucásica y occidental, la intriga igual podría estar ambientada en Estados Unidos o en Finlandia. El primer intertítulo de Amanecer ya deja muy claro que se trata de «una canción [que] es de ningún sitio y de todos los sitios», que se puede «escuchar en cualquier lugar y en cualquier época». De esta forma, se incide en el carácter abstracto de lo narrado, con lo que no importa, por ejemplo, si resulta o no verosímil que la mujer sea capaz de perdonar con relativa rapidez algo tan imperdonable como un intento de asesinato, pues no se hace el más mínimo análisis psicológico de los personajes. Por el contrario, desprovistos de rasgos individualizadores, son arquetipos universales que, como en la danza o en la pintura, se verán definidos por su aspecto, su indumentaria, su postura o sus «pasos de baile» (sus actos). ¿Y por qué opta Murnau por la despersonalización de los seres humanos que pueblan su creación? Pues porque lo que desea es destacar el tema sobre el que se cimienta el conjunto, no cuestiones anecdóticas como –valga aquí más que nunca la redundancia– la anécdota.

    Si más de noventa años después de su estreno el visionado de Amanecer sigue conmoviendo a generaciones de cinéfilos, ello no es debido a que se sientan identificados con las bajas pulsiones del protagonista masculino o con la sumisión y pasividad de su esposa, sino a la imperecedera capacidad de la pieza para devenir un canto al amor verdadero, ese que no tiene nada que ver con la pasión y sí con la complicidad, la amistad, la ternura, la comprensión y la camaradería; ese que no se extingue cuando la atracción sexual mengua o desaparece, sino que, en cambio, va creciendo a base de instantes compartidos, robados a nuestra mortalidad; ese, en definitiva, que, alejado de los lugares comunes de las novelas románticas, y aun de las normas de la sociedad biempensante, se asienta en las risas, en el apoyo recíproco, en las manos entrelazadas y en los abrazos, y nunca, nunca, en las apariencias, la costumbre o la lujuria. No en vano, la criada (Bodil Rosing), en uno de los dos breves flashbacks de la cinta, para informar a la audiencia de la felicidad perdida de los cónyuges, dirá que eran como niños, siempre riendo. Asimismo, gran parte del metraje, el que acontece en la ciudad tras la «nueva boda» de los protagonistas, nos los describe a ambos como a dos criaturas entusiastas y juguetonas que descubrieran por vez primera el mundo. De ahí el humor costumbrista que atesora este tramo de la obra, que no por trasnochado resulta menos entrañable.

    «Si más de noventa años después de su estreno el visionado de Amanecer sigue conmoviendo a generaciones de cinéfilos, ello no es debido a que se sientan identificados con las bajas pulsiones del protagonista masculino o con la sumisión y pasividad de su esposa, sino a la imperecedera capacidad de la pieza para devenir un canto al amor verdadero, ese que no tiene nada que ver con la pasión y sí con la complicidad, la amistad, la ternura, la comprensión y la camaradería».


    En esta línea, Amanecer está muy claramente ordenada en varios segmentos diferenciados, de nuevo como si de un ballet se tratara. Para empezar, tenemos un prólogo que incide en el cambio de hábitos de las personas durante el período de las vacaciones de verano. A través de la sobreimpresión de varios medios de transporte (trenes, barcos…) y de varios paisajes (playas, lagos…), se nos dibuja un collage de imágenes tan abstracto que casi parece un fragmento de Berlín, sinfonía de una ciudad (1927) de Walter Ruttmann; claro que en seguida acaban las similitudes entre ambos filmes, al pasar la acción hacia el siguiente fragmento de la misma, tras un intertítulo que nos sitúa de lo general a lo concreto. Asistiremos ahora al affaire que, en la completa impunidad de la noche, mantiene una mujer de la ciudad (Margaret Livingston) con un labriego de un pueblo costero, casado y con un hijo. En esta parte es donde la herencia expresionista del autor se advierte con mayor intensidad, al estar marcada por los juegos de luces y sombras, hasta el extremo de que la vuelta del hombre a su hogar recuerda el merodear nocturno del vampiro Nosferatu (1922) por su castillo. Cerrada con el primer tañer de campanas, que corresponde asimismo al primer amanecer que aparece en la pieza, a continuación tiene lugar la excursión en barco y el intento de asesinato, el tenso paseo en el tranvía de los dos esposos y la llegada a la ciudad: el nudo gordiano de la tragedia de ese matrimonio, donde la ilusión de realidad se busca con mayor intensidad –por eso el rodaje mayoritario en exteriores o en amplios decorados–, que se saldará con la reconciliación de la pareja, sintetizada en el delicadísimo y precioso deambular por prados en flor que solamente pueden ver con los ojos de su imaginación.

    A partir de aquí se inicia otra cuarta parte, durante la cual la trama queda completamente diluida en favor de un conjunto de estampas pintorescas de la ciudad; porque en su recién redescubierto amor, el hombre y la mujer recorrerán un lujoso salón de belleza, un estudio fotográfico, un parque de atracciones y un glamuroso restaurante: lugares sin duda «exóticos» para su limitado conocimiento de la metrópolis. La parte final corresponde al regreso nocturno en barca y al estallido de la tormenta, que recupera a la mujer de la ciudad como némesis de nuestros héroes y termina con la llegada de un nuevo amanecer –este sí, el que da título a la pieza–, otra vez al son de las campanas. Como epílogo o coda final, quedan los paisajes del pueblo iluminados por la luz del alba, el regreso de la intrusa a sus lares y el beso de los esposos que, lentamente, se transmuta en un sol: el del amor que guiará para siempre sus vidas. Como se advierte, la ordenación de los acontecimientos mantiene una serie de paralelismos duales: al prólogo colectivo y abstracto le corresponde el epílogo intimista pero, a la postre, también abstracto; dos escenas nocturnas anteceden a ambos, en las que las fuerzas de la naturaleza, y especialmente la luna, juegan un papel esencial; y en el centro de todo tenemos el momento de transformación y epifanía de ambos cónyuges y el del retorno a la vida que antes tenían, esto es, llena de risas, como las de dos niños. Y junto a todo ello, el conjunto de la película se articula en torno a una dualidad general superior, la de cruzar las aguas, que opone no solamente dos mundos, sino dos estados de ánimo y dos formas de encarar la vida. Semejante sutileza y complejidad en la estructuración del material fílmico ya es indicativo de la proverbial meticulosidad de Murnau; no en vano, Edgar G. Ulmer dijo al respecto del realizador de Westfalia que al «principio de su carrera, la gente acostumbraba a decir que tenía una cámara en lugar de cabeza».

    «Semejante sutileza y complejidad en la estructuración del material fílmico ya es indicativo de la proverbial meticulosidad de Murnau; no en vano, Edgar G. Ulmer dijo al respecto del realizador de Westfalia que al "principio de su carrera, la gente acostumbraba a decir que tenía una cámara en lugar de cabeza"».


    En este sentido, Amanecer cuenta con algunas de las secuencias más bellas jamás rodadas, que además resultan todo un alarde de técnica e ingenio para su época. Y no lo digo yo, sino alguien que entendía tanto de cine como François Truffaut, quien la calificó como «la película más bonita del mundo», y que se dolía del hecho de que, en el futuro, la crítica especializada estaría integrada por personas que desconocerían el cine de Murnau. Como afortunadamente no ha llegado todavía el caso, tomo otras declaraciones del director francés –«Si se me pregunta cuáles son los lugares que más me gustan en mi vida, diré que es el campo de Amanecer de Murnau o la villa del mismo film»– para empezar a hablar de uno de los momentos más fascinantes de la obra: el que recoge el encuentro entre los juncos del hombre y la mujer de ciudad. Además de la interpretación de O’Brien, cuya postura compungida ya sugiere la culpa que carga sobre sus hombros (a lo que ayudó Murnau poniéndole peso en los zapatos y desequilibrando el suelo por el que debía caminar), a la visualización de semejante estado de ánimo del protagonista contribuye decididamente la fotografía de Charles Rosher y Karl Struss, quienes, de hecho, hasta el momento en el que decide no cometer el atroz acto sugerido por su amante, nos muestran al hombre en penumbra, como si una fatídica sombra –la marca de Caín– lo acompañara.

    Sin embargo, si por algo destaca especialmente esta reunión de los amantes es por los hipnóticos movimientos de cámara, que primero acompañan, o mejor dicho, «espían» el vagar del hombre para, acto seguido, alejarse del protagonista en busca de la seductora, a la que llegan tras cruzar, literalmente, una serie de arbustos. Nuevamente, la idea del baile aparece en primer término, al adquirir la cámara, de manera muy notoria, presencia individual, «vida» independiente. Pero se trata de un baile fantasmagórico, regido por la luna y la niebla, los claroscuros y las fantasías sobre la ciudad que la mujer explica y que se encuadran como si los dos personajes estuvieran asistiendo al pase de una película proyectada en una gran pantalla, con la luna convertida en el foco de luz del proyector y la noche, en la oscuridad de la sala. Toda la escena, en puridad, tiene un aire pesadillesco, igual que si nos sumergiéramos en un sueño tan atractivo como inquietante, con la misma sensualidad peligrosa de la amante, quien, a través de violentos besos y abrazos –bastante subidos de tono para su época– subyuga la voluntad del hombre y convierte todo este fragmento en una representación de los deseos subconscientes del varón. De ahí que no oculte su influencia del expresionismo, pero que también posea ciertos elementos –léase su erotismo malsano o su onirismo– del surrealismo; hasta el extremo de que incluso los intertítulos aquí se derriten hasta disolverse, como una imagen mental en la semivigilia. Querría ahora hacer un alto para agradecer a Murnau que, en medio de los fogosos escarceos del marido y la amante, recoja a la esposa con su hijo en un montaje paralelo. Dado que la postura de ambas actrices en sendos encuadres es análoga, mientras que la del esposo se corresponde a la del niño, se logra, de esta guisa, dejar clara la inmadurez del hombre, a quien se infantiliza con el objeto de no eximirle de culpas por la traición a su mujer, sino más bien lo contrario: se recalca visualmente que solo está pensando con una parte de su anatomía muy alejada del cerebro.

    «Amanecer se distingue por el dinamismo de sus escenas, marcadas por unos movimientos de cámara de una sofisticación inaudita en su momento, que «andan» en paralelo a los personajes, o los «siguen», o los contemplan desde lo alto a través de grúas, etc. Gracias a la notoriedad de dichos travellings, se produce esa sensación, ya mencionada, de asistir a una danza; más aún: de formar parte de dicha danza, puesto que la cámara adquiere presencia física en el espacio, de manera que se convierte en uno más de los protagonistas del relato; y mediante ella, también lo hace el propio espectador».


    Otra de las escenas memorables de la cinta corresponde a la que acontece desde que el matrimonio oye las campanadas de boda hasta que son despertados de su «sueño amor» por una cacofonía de bocinas y griterío. Aunque también rodada mediante juegos de claroscuros, la negrura es apenas el cincelado recuerdo de los rayos de luz, con lo que no ensombrece los rostros de la pareja, sino que los perfila, mientras que la tenue claridad simboliza la gracia recibida por el hombre, que acaba de obtener una segunda oportunidad. El plano medio de los amantes abrazados al fondo de la iglesia desprende una delicada sensación de trascendencia, al quedar encuadrados estáticamente y de una manera minimalista y casi abstracta; y esa emoción se intensifica cuando la cámara sigue con discreción a los cónyuges, tomándoles de espalda, quienes caminan absortos entre el tráfico hasta que este se trasmuta en unos radiantes prados en flor. El elemento fantástico reaparece, por tanto, en esta secuencia, pero aquí no tiene nada de pulsión enfermiza, sino la cualidad reveladora, epifánica –«mágica», si se quiere– de lo espiritual, de lo que nos eleva por encima de nuestra condición animal y nos acerca a lo divino.

    En realidad, tanta es la precisión y sensibilidad de cada una de sus imágenes, que podríamos hacer un análisis plano por plano y secuencia por secuencia de Amanecer y no se agotarían ni sus referencias ni nuestra admiración: desde el brillante movimiento de cámara que describe el deambular de la mujer de la ciudad hasta llegar a la casa de su amante, hasta la fisicidad del ascenso del marido por las rocas tras el naufragio; desde el viaje en tranvía, que opone la rigidez de las figuras de sendos esposos al deslizamiento –al «baile»– del medio de transporte en el que se encuentran y a la vida de su exterior, hasta la abigarrada secuencia en el parque de atracciones, donde todos los planos que la conforman se hallan saturados al milímetro de objetos y de personas; desde el zum sobre el hatillo de juncos que le recuerda al protagonista su amarga tarea, hasta el plano detalle que sigue sus manos amenazantes y extendidas, que termina crispando sobre su rostro, de modo que sus ideas homicidas quedan totalmente descartadas; desde los bucólicos planos generales de la aldea al pie del río, bañada por los rayos del sol, hasta el no menos sugerente del regreso nocturno al hogar, en el que la luna se refleja sobre el agua y contornea el barquito del matrimonio, destacando su blanca vela; y un largo etcétera.

    Con el propósito, por tanto, de no extenderme, sobre todo convendría hablar de aquellos elementos globales que le confieren a Amanecer esa arrebatada cualidad lírica que la convierte en una creación inimitable y única, y que podrían condensarse en cuatro grandes particularidades. En primer lugar, contamos con la influencia ya comentada del arte pictórico, o más exactamente, con la concepción pictórica de la mayoría de sus imágenes. A pocos conocimientos que se tengan de pintura, es fácil rastrear ecos o concomitancias de infinidad de cuadros y de escuelas plásticas: con la Ofelia (1889) de Waterhouse o La muchacha ciega (1854-56) de Millais se dibuja la imagen de indefensión y bondad de la esposa; la visión caótica y vibrante de la ciudad se vincula a obras como La plaza de Nollendor (1912) de Kirchner o Metrópolis (1916-17) de Grosz; la sobriedad y modestia de los espacios interiores y los juegos de luces que los definen evocan los trabajos de Vermeer o Hammershøi; la corporeidad de los objetos recuerda a los bodegones neoclásicos; la cualidad simbólica y poética de la naturaleza bebe de los paisajistas románticos: Constable, Spitzweg, Turner… En segundo lugar, Amanecer se distingue por el dinamismo de sus escenas, marcadas por unos movimientos de cámara de una sofisticación inaudita en su momento, que «andan» en paralelo a los personajes, o los «siguen», o los contemplan desde lo alto a través de grúas, etc. Gracias a la notoriedad de dichos travellings, se produce esa sensación, ya mencionada, de asistir a una danza; más aún: de formar parte de dicha danza, puesto que la cámara adquiere presencia física en el espacio, de manera que se convierte en uno más de los protagonistas del relato; y mediante ella, también lo hace el propio espectador.

    «Sus raíces se hunden, en primera instancia, en el movimiento del Kammerspiel de Max Reinhardt, por el que abogaba el propio Carl Mayer, pero también liban de los clásicos del cine sueco del período silente, conocidos y admirados por Murnau, entre otras razones, a causa de los orígenes suecos de su familia. Ello explica la abundancia de secuencias que, en Amanecer, están rodadas en exteriores o en decorados naturalistas, y se aprecia sobre todo durante el periplo urbano de la pareja». 


    Con ello Murnau logra que su público no sea ajeno a ese «baile» que, en el fondo, es la propia existencia; porque en esta fábula sobre el sentido de la vida, se incide especialmente en la imprevisibilidad de la misma, aunque siempre convergiendo hacia la nada en su irreversible fluir: filosofía ontológica de la cinemática que también es teoría del séptimo arte. Asimismo, en Amanecer (y en toda la trayectoria de Murnau en general) convergen dos estilos visuales a priori antitéticos y que, no obstante ello, el director alemán sabe casar de forma armoniosa: por un lado, el gusto por el barroquismo y el exceso, que proviene del expresionismo germano y su querencia por los relatos fantásticos, y que en la propuesta que nos ocupa se traduce, grosso modo, en el uso dramático de los claroscuros, los encuadres oblicuos, las sobreimpresiones y las distorsiones de los decorados (v. gr. los muebles de todas las casas del pueblo donde viven los protagonistas son excesivamente grandes, con el fin de propiciar una sensación de fondo de campo). Y por el otro lado, una tendencia hacia la recreación realista y esencialista, casi teatral, de los espacios, que pretende narrar historias más apegadas a la cotidianeidad. Sus raíces se hunden, en primera instancia, en el movimiento del Kammerspiel de Max Reinhardt, por el que abogaba el propio Carl Mayer (aunque dicho movimiento poseyera un componente más psicológico y de denuncia social), pero también liban de los clásicos del cine sueco del período silente, conocidos y admirados por Murnau, entre otras razones, a causa de los orígenes suecos de su familia. Ello explica la abundancia de secuencias que, en Amanecer, están rodadas en exteriores o en decorados naturalistas, y se aprecia sobre todo durante el periplo urbano de la pareja. La elegante fusión de ambas escuelas estilísticas hace emerger una cinta que, aunque posea una historia sin giros que atenten contra el dominio de lo posible en el mundo, oscila entre lo irreal y real, lo que le otorga al largometraje la delicada y hermosa pátina ensoñadora de las fábulas. Finalmente, la disposición de los encuadres revela la importancia que el autor le da al fuera de campo a lo largo de todo el metraje; algo que no era habitual en su momento y que pretende sugerir la existencia de vida más allá de lo mostrado en la pantalla, para enfatizar nuevamente el carácter emblemático, simbólico, de los acontecimientos, pero también en tanto técnica de implicación del espectador en lo narrado. Igual que con los movimientos de cámara, la presencia en ausencia –perdón por el oxímoron– de lo que sucede fuera del encuadre remite, directamente, a la mirada del público, con lo que Murnau consigue implicar a su audiencia con una elegancia y eficacia que ya quisieran para sí los excesos melodramáticos de algunos de los trabajos de D.W. Griffith, que hoy en día cuestan de ver sin, al menos, esbozar una sonrisa.

    «Amanecer, en apariencia una pieza modesta y pequeña, dada su condensación temporal, espacial y argumental, denota en su fuerza emotiva y en su impecable factura visual la hondura y la ambición de su sustrato de fondo y, por consiguiente, el talento y la elegancia de su plasmación; y ahí seguirá, década tras década, alumbrándonos como un faro en tanto exquisita y conmovedora oda al perdón, a la esperanza y al amor».


    Decía Luis Buñuel que el cine era un «instrumento de poesía, con todo lo que esta palabra pueda contener de sentido libertador, de subversión de la realidad, de umbral al mundo maravilloso del subconsciente, de inconformidad con la estrecha sociedad que nos rodea […]. El cine es un arma maravillosa y peligrosa si la maneja un espíritu libre. Es el mejor instrumento para expresar el mundo de los sueños, de las emociones, del instinto. El mecanismo productor de imágenes cinematográficas, por su manera de funcionar, es, entre todos los medios de expresión humana, el que más se parece al de la mente del hombre, o mejor aún, el que mejor imita el funcionamiento de la mente en estado de sueño […]; las imágenes, como en el sueño, aparecen y desaparecen a través de disolvencias y oscurecimientos; el tiempo y el espacio se hacen flexibles, se encogen y alargan a su voluntad, el orden cronológico y los valores relativos de duración no responden ya a la realidad; la acción de un círculo es transcurrir, en unos minutos o en varios siglos; los movimientos aceleran los retardos […]. El cine parece haberse inventado para expresar la vida subconsciente, que tan profundamente penetra por sus raíces, la poesía».

    Amanecer es, en esta línea, pura poesía en movimiento; y si bien atesora muchas de las virtudes de una forma de entender el cine, el del período mudo, que destacaba sobre todo por su capacidad para la metáfora visual (y que, con la llegada del sonoro, el cine comercial emasculó por completo), en cambio no cuenta con ninguno, o casi ninguno, de sus defectos, dado que ni siquiera lo demodé de su peripecia desentona en ese universo más próximo al arte fotográfico y pictórico que al relato fílmico, de texturas fabulosas y alegóricas, donde lo importante no son los hechos en sí sino una descripción determinada de los mismos, caracterizada por un aliento lírico raramente visto en el celuloide. A mi entender, creaciones tan dispares como Narciso negro (1947) de Michael Powell y Emeric Pressburger, El río de Jean Renoir (1951), La noche del cazador (1955) de Charles Laughton, Madre e hijo (1997) de Alexander Sokúrov, In the Mood for Love (2000) de Wong Kar Wai o El nuevo mundo (2005) de Terrence Malick, por citar las que acuden a mi mente a bote pronto, no se entenderían sin la existencia previa de esta obra maestra, ya no del cine, sino del arte en general, que F. W. Murnau nos legó poco antes de su prematura muerte. Amanecer, en apariencia una pieza modesta y pequeña, dada su condensación temporal, espacial y argumental, denota en su fuerza emotiva y en su impecable factura visual la hondura y la ambición de su sustrato de fondo y, por consiguiente, el talento y la elegancia de su plasmación; y ahí seguirá, década tras década, alumbrándonos como un faro en tanto exquisita y conmovedora oda al perdón, a la esperanza y al amor.

    Octava entrega de esta antología dedicada a grandes clásicos del cine apoyada y patrocinada por BenQ, empresa líder en el sector audiovisual, informático y de comunicaciones.


    Elisenda N. Frisach
    © Revista EAM / Barcelona


    Bibliografía
    ▪ Buñuel, Luis. «El cine, instrumento de la poesía», Luis Buñuel. Obra literaria, Ed. Hidalgo, 1982.
    ▪ Climent, Michel. «Murnau y sus secretos», Positif, n. º 523, Sept. 2004, en www.zinema.com
    ▪ Eisner, Lotte H. Murnau, Ed. University of California Press, 1964.
    ▪ Frost, Robert. Prosas. Ed. Elba, 2011.
    ▪ González A., Juan Carlos. «Un día en la ciudad: Amanecer, de F. W. Murnau», septiembre de 2016, en www.tiempodecine.com
    ▪ Hutchinson, Pamela. «My Favourite Film: Sunrise: A Song of Two Humans», The Guardian, noviembre del 2011.
    ▪ Truffaut, François. Las películas de mi vida. Ed. Torres de papel, 2017.


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