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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Eighth Grade

    Desdichas de una millennial inadaptada

    Crítica ★★★★ de Eighth Grade (Bo Burnham, Estados Unidos, 2018).

    Estados Unidos. 2018. Título original: Eighth Grade. Director: Bo Burnham. Guion: Bo Burnham. Productores: Eli Bush, Scott Rudin, Christopher Storer, Lila Yacoub. Productora: A24. Fotografía: Andrew Wehde. Música: Anna Meredith. Montaje: Jennifer Lilly. Reparto: Elsie Fisher, Josh Hamilton, Emily Robinson, Jake Ryan, Daniel Zolghadri, Catherine Oliviere, Luke Prael, Fred Hechinger.

    La escena de apertura de Eighth Grade (2018), la ópera prima como director de largometrajes del cómico y YouTuber Bo Burnham, resume a la perfección el espíritu de la película. En ella se nos presenta a la protagonista de la historia, Kayla, una adolescente de 13 años que, con bastante torpeza, graba uno de los vídeos que colgará en su canal de You Tube. En el mismo, habla a los amigos virtuales que le puedan ver de la importancia de ser uno mismo en la vida, manteniendo siempre la auténtica esencia, sin preocuparse por no ser aceptado en el entorno social y dejando a un lado objetivos tan triviales como la forzada búsqueda de ser más popular en el instituto u obtener las atenciones de la pareja más guapa. Unos consejos, desde luego, encomiables y que denotarían una gran madurez en alguien tan joven como Kayla de no ser por el hecho de que, en realidad, ella misma no se los aplica en su día a día. Todo lo contrario, la joven, tímida y callada (adjetivo que odia atribuirse), intenta por todos los medios agradar a los demás, a pesar de que le cuesta socializar por culpa de sus muchas inseguridades. Es consciente de que no es lo suficientemente interesante para mantener una conversación fluida sin caer en la repetición o el chascarrillo inoportuno. Tampoco es el prototipo de chica que acapara las miradas de los muchachos de su clase, que comienzan a descubrir tímidamente la sexualidad. Su cuerpo no es todo lo esbelto que venden los crueles cánones de belleza de las revistas o los vídeos musicales, tiene el rostro cubierto de acné y camina encorvando los hombros, como si la mochila que lleva a su espalda estuviese cargada de piedras. Kalya es invisible. Una presencia que se mueve por los pasillos de la escuela sin hacer ruido y pasando desapercibida para el resto del alumnado y de unos profesores que ni la tienen en cuenta a la hora de entregar unos premios que ensalzan los mejores valores de cada estudiante. De hecho, los vídeos de Kayla reciben muy pocas visitas, por lo que sirven más como forma de desahogar sus propias debilidades que como ayuda para otros jóvenes en su situación.

    Eighth Grade es una comedia dramática que se inscribe directamente en ese género tan en boga como es el denominado “Coming of age”, que muestra el desarrollo psicológico y moral de sus personajes en su camino hasta alcanzar la madurez, y que tendría recientes (e ilustres) ejemplos en The Edge of Seventeen (Kelly Fremon Craig, 2016) o Lady Bird (Greta Gerwig, 2017). Si en esta última, el personaje encarnado por Saoirse Ronan se encontraba al borde de un acantilado existencial ante el inminente final de su último año de instituto, con todos los cambios que ello conllevaba, nuestra Kayla también sufre el vértigo provocado ante las nuevas posibilidades que se abren tras la finalización de ese octavo grado en una escuela de Nueva York que da título a la cinta. Un nuevo horizonte que supone la oportunidad idónea de dejar atrás al patito feo solitario e incomprendido y dar la bienvenida a una joven más segura de sí misma que no tenga problemas en lograr nuevas amistades en el instituto. Un cambio de vida que espera lograr a toda costa. El guion del propio Burnham sorprende por varias razones. Por un lado, esquiva todos los lugares comunes y personajes arquetípicos que suelen poblar las comedias estudiantiles americanas para ofrecer un retrato muy real y reconocible de la generación millennial. De este modo, dibuja un panorama un tanto desolador, con jóvenes que no levantan la mirada de sus teléfonos móviles, absorbidos por las bondades del ciberespacio, otorgando compulsivos likes a las publicaciones de las redes sociales y manejando aplicaciones como el Instagram o Snapchat, desde las que comparten fotos con las que parecen competir por demostrar quién es más “guay”. Al mismo tiempo, el guionista se muestra absolutamente compasivo con su imperfecta heroína. Es evidente el cariño que profesa hacia una criatura nacida, muy posiblemente, de las experiencias de un niño diferente al resto, y, pese a que no escatima en enseñarnos los episodios más embarazosos en los que Kayla se ve envuelta (la fiesta de cumpleaños de la compañera popular que la ningunea; esa sesión de “verdad o atrevimiento” con el joven en el coche), logra que el espectador empatice en todo momento con ella, haciéndola tan cercana y humana que resulta imposible que no despierte ternura y cercanía.


    «Ha llegado el momento de entregar el relevo a todas las Kaylas inadaptadas que observan en la sombra, temerosas de pronunciar una palabra que pueda generar las burlas de los demás, mientras esperan que concluya lo antes posible la esa dolorosa etapa de la adolescencia que las asfixia y así puedan ser capaces de encontrar, al fin, su lugar en el mundo. Esta pequeña maravilla es un homenaje a todas ellas».


    Nos encontramos ante una de esas extrañas obras que logran trascender sus planteamientos para convertirse en una historia mucho más universal de lo que en un principio podría parecer. Y es que las angustias de Kayla se podrían extrapolar a cualquier individuo, joven o adulto. Los miedos al fracaso, a no ser aceptado o a lo que deparará el futuro, son temores a los que, en mayor o menor medida, pocas personas escapan y, por ello, es tan fácil conectar con un personaje que ha encontrado en Elsie Fisher a la mejor actriz posible para dotarlo de esa gran vulnerabilidad que lo caracteriza. Ella es, sin lugar a dudas, una de las grandes revelaciones de este 2018 que se extingue, demostrando una capacidad innata de cargar sobre sus hombros con el peso de toda la función y hacer que riamos y nos emocionemos con ella a lo largo de su accidentado fin de curso. Otro de los puntos fuertes del filme reside en la sensible forma en que describe la relación de la protagonista con su padre, mostrando los esfuerzos de este último (un Josh Hamilton entrañable) para compensar la ausencia de una figura materna que guíe a Kayla, asistiendo impotente a la infelicidad de su pequeña y tratando de romper las barreras de comunicación que le separan de ella y, así, poder ayudarla a salir adelante. Eighth Grade es una película que aúna la inteligencia presente en un guion muy lúcido, generoso en situaciones y diálogos genuinos, que oscilan entre el humor más incómodo (eso sí, evitando siempre el mal gusto) y la emotividad más sutil, y el enorme corazón que alberga en su fondo. Es agridulce, ocurrente, incisiva, sí, pero también está cargada de tanta verdad y de una fuerte crítica al poder alienante de las redes sociales en los jóvenes (en unos tiempos en los que, además, el bullying hacia los más débiles está a la orden del día) que hace que su historia sea merecedora de ser visionada en todas las escuelas por su carga didáctica. Atrás quedaron aquellas comedietas juveniles en las que el protagonismo se repartía entre el capitán del equipo de fútbol y la perfecta chica popular a la que todas sus amigas querían imitar. Ha llegado el momento de entregar el relevo a todas las Kaylas inadaptadas que observan en la sombra, temerosas de pronunciar una palabra que pueda generar las burlas de los demás, mientras esperan que concluya lo antes posible la esa dolorosa etapa de la adolescencia que las asfixia y así puedan ser capaces de encontrar, al fin, su lugar en el mundo. Esta pequeña maravilla es un homenaje a todas ellas. | ★★★★ |


    José Martín León
    © Revista EAM / Madrid


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