Veinte años de soledad
Crítica ★★★★★ de Lazzaro feliz (Lazzaro felice, Alice Rohrwacher, 2018).
Italia, Suiza, Francia y Alemania, 2018. Título original: Lazzaro felice. Presentación: Festival de Cannes 2018. Dirección: Alice Rohrwacher. Guion: Alice Rohrwacher. Productoras: Tempesta / Amka Films Productions / Ad Vitam Production / Pola Pandora Filmproduktions. Fotografía: Hélène Louvart. Montaje: Nelly Quettier. Diseño de producción: Emita Frigato. Decorados: Barbara Tomada. Vestuario: Loredana Buscemi. Reparto: Adriano Tardiolo, Alba Rohrwacher, Sergi López, Luca Chikovani, Tommaso Ragno, Agnese Graziani, Natalino Balasso, Nicoleta Braschi. Duración: 125 minutos.
La constatación sobre la posible desconexión entre progreso técnico y desarrollo humano se puede remontar a la obra de Rousseau, que a mediados del siglo XVIII ya advertía contra el optimismo racionalista de la Ilustración, que no conllevaría necesariamente una mejora moral del hombre, pues la sociedad lo corrompería. La oposición entre razón y sentimiento sería así patente con este filósofo, aunque tendría sus raíces en el Renacimiento, cuando los artistas e intelectuales se desprendieron de la fantasía y el simbolismo medievales para buscar la realidad con todo su dramatismo, como recoge Pérez Bustamante. El filósofo ginebrino reaccionaba en parte contra esta tendencia, aunque no pedía con ello una vuelta al estado anterior, de naturaleza, pues en la sociedad se mantendría la innata bondad del hombre, con un residuo de conciencia que le permitiría edificar un mundo justo. En suma, y en lo que aquí interesa, el paso de la naturaleza a la sociedad, o del mundo irracional al racional, es inevitable, pero deben conservarse virtudes del orden anterior para luchar contra la degradación moral. Exponer con rigor estas consideraciones que durante siglos han sido debatidas a nivel teórico y práctico exigiría un tratamiento exhaustivo, a no ser que se acuda al género simplificador de la fábula. En efecto, esta se caracteriza por reducir cuestiones complejas a relatos alegóricos que, con su moraleja final, ofrecen una síntesis de ideas que, en su forma original, requieren una explicación más comprehensiva o profunda. Con esto se pueden ilustrar tales debates éticos y al mismo tiempo dejarlos abiertos para su posterior ponderación personal, dada la imposibilidad de entrar en su detalle y conclusión. Hoy vivimos en una época en que la síntesis está al orden del día, ejemplificada en los caracteres limitados de un tweet, que podría considerarse algo así como la fábula moderna, pero en ella suele perderse su inherente cualidad de metáfora enigmática. La simplificación suele ir aquí de lo abstracto a lo concreto y quedarse en esa dirección unilateral, sin mayores pretensiones, reduciendo y empobreciendo el alcance del pensamiento. En cambio, en la fábula original el camino de lo abstracto a lo concreto es bidireccional: se parte de conceptos generales que se presentan con personajes o hechos limitados pero estos permiten a su vez una subsiguiente trascendencia. Desafortunadamente ahora esta es una manifestación artística en decadencia, en peligro de extinción.
Por ello encontrarse con una película como Lazzaro feliz es ya casi un milagro en sí mismo, al margen de los milagros propiamente dichos que se presencian en ella. El Lazzaro del título (Adriano Tardiolo) es un joven huérfano que convive con varias familias en una aldea aislada, la Inviolata, explotados todos ellos por la marquesa Alfonsina De Luna (Nicoleta Braschi) al estilo feudal, sin que sus trabajadores sepan que este régimen ya es historia. La gracia está en que, como la propia noble afirma al ver cómo coexisten sus siervos, ellos explotan a su vez al pobre Lazzaro, pero éste, como indica el título, vive feliz, inconsciente del egoísmo o la bajeza de sus congéneres, y siempre dispuesto a rendirles cualquier tipo de servicio. Pronto se nos da cuenta de su santidad excepcional cuando toma el relevo de un campesino de noche para proteger las gallinas de la amenaza del lobo: el sustituido le dice que basta con llamarlo para que acuda en su ayuda, y cuando Lazzaro lo hace y no obtiene respuesta, se dirige al cielo y afirma que en efecto el otro no lo oye. Teniendo en cuenta que su comunicación con los demás es parca y ensimismada, el que una de sus primeras frases tenga por interlocutora la luna o lo más misterioso del más allá corrobora su relación más cercana con animales y en general con la naturaleza o la divinidad que con otros seres humanos. Sin embargo justo antes el metraje ha incidido en la compenetración entre estos últimos, pues sin previa introducción se nos hace partícipes de un improvisado festejo cuando un joven lleva a cabo la tradicional ceremonia para mostrar la afinidad que siente hacia otra joven. Sus respectivos familiares y amigos se reúnen entonces bajo el mismo techo, intercambiado música, risas y comida, alegres ellos también pese a su penuria y su confinamiento. Estas circunstancias, propiciadas por la costumbre y la ignorancia, justifican el que luego, años más tarde en la ciudad, cuando se materializa ese supuesto paso a la civilización superior al que nos referíamos, ellos sigan viviendo de forma muy similar a la anterior.
«Encontrarse con una película como Lazzaro feliz es ya casi un milagro en sí mismo».
En este sentido Lazzaro feliz se divide en dos partes, separadas en espacio y tiempo, pero el inalterable protagonista es el vínculo entre ellas y revela una transición casi imperceptible, pese a lo radical del corte narrativo. El protagonista, tras ayudarle un lobo a levantarse de su postración, camina tranquilamente desde la aldea a la urbe, sin que al parecer nada haya cambiado, hasta que se reencuentra con un personaje anterior, que ahora ha envejecido unos veinte años. Entonces es cuando podemos fechar aproximadamente el salto temporal, y sabiendo que aun queda historia por contar, intuimos que Lazzaro se reencontrará con otros personajes más relevantes, en concreto dos de ellos: Antonia y Tancredi, los dos que antes le profesaban algo más de cariño que los demás, aunque siguieran siendo bastante ingratos. El anticipar estos futuros reencuentros permite que cuando acontecen tengan una gran carga emocional, aunque Rohrwacher los presenta de la forma más natural y casual posible, sin aspavientos melodramáticos. La técnica empleada por la directora, junto a su operadora Hélène Louvart, sigue una planificación muy poco intrusiva, manteniendo asimismo una homogeneidad a lo largo de todo el filme. Cabe retomar el ejemplo antes citado de la primera gran secuencia, la celebración nocturna, donde los distintos personajes pueblan el encuadre y la cámara se mueve invisible en medio de ellos. Esto se debe a que no hay planos de localización sin referentes para que luego estos entren en campo y rellenen el encuadre predispuesto: por el contrario la delantera la llevan siempre estos referentes móviles y la cámara se limita a seguirlos, haciendo gala eso sí de una fotografía granulosa delimitada por un formato redondeado y más estrecho del habitual, que ya desde este punto de vista a priori se correspondería con el componente de fábula pictórica. Pues bien, una planificación similar observamos en una escena de la segunda parte de la historia que en gran medida refleja la anterior, de nuevo con la lejanía invisible del lobo, cuando vuelven a reunirse varios personajes en torno a una mesa, aunque ahora sea en su improvisado y todavía más precario hogar cerca de las vías de un tren. De hecho la analogía visual se explicita con un flashback momentáneo a esa época pasada, momento que también resulta muy emotivo.
«Lazzaro feliz se podría inscribir en la corriente del realismo mágico, donde las vicisitudes cotidianas se aligeran con elementos fantásticos, sin que estos se desvíen del tono general sobrio y costumbrista».
El lirismo se conserva pues a lo largo de toda la película, pues las circunstancias de explotación, miseria y hambre que recorren todo el drama nunca le dejan caer en el pesimismo ni la desesperación de tantos dramas neorrealistas a los que asistimos en el cine contemporáneo. De hecho Lazzaro feliz se podría inscribir en la corriente del realismo mágico, donde las vicisitudes cotidianas se aligeran con elementos fantásticos, sin que estos se desvíen del tono general sobrio y costumbrista. Véase por ejemplo otra escena tardía donde Lazzaro consigue que la música de una iglesia que quieren escuchar sus compañeros les acompañe por la calle cuando las monjas los echan del establecimiento: es un hecho sobrenatural que se introduce en el discurrir narrativo sin interrupción o explicación alguna, ni cambios estéticos de ningún tipo, y por ello se normaliza. Al final Rohrwacher está abordando múltiples cuestiones, tanto reales como imaginarias, y relacionadas no solo con el paso histórico de una civilización a otra sino con problemas propios de la sociedad actual, pero todos ellos se armonizan porque al fin y al cabo encajan en el género específico al que puede reconducirse este relato. En el fondo estos problemas de desigualdad o inmigración no son novedosos… como tampoco lo es ese estilo donde se puede rastrear casi toda la idiosincrasia de la cinematografía italiana (e incluso a través del leitmotiv del lobo, cabría remontarse al mítico origen de la civilización romana). La originalidad radica en cambio en su conjunción, que por concluir con la reflexión inicial de esta reseña, también se observa en la combinación de dos nociones del estado de naturaleza y consiguiente paso a la sociedad civil: el ya citado de Rousseau y el anterior de Hobbes. En realidad en este filme los dos estados sucesivos podrían considerarse mezclados, pues ni la aldea es propiamente un estado anterior ni la ciudad es el posterior, sino que sus elementos se superponen. En cualquier caso, si Lazzaro representa la innata bondad del hombre según la concepción rousseauniana, los hombres a su alrededor encarnan el egoísmo característico del hombre según la concepción hobbesiana. Si Hobbes entendía, según expresión original de Plauto, que el hombre es un lobo para el hombre, con Lazzaro resulta que el lobo va más allá del hombre y lo trasciende. | ★★★★★ |
Ignacio Navarro Mejía
© Revista EAM / Madrid