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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica: El árbol de la sangre

    Los árboles no dejan ver el bosque

    Crítica ✷✷ de El árbol de la sangre (Julio Medem, 2018).

    España, 2018. Dirección: Julio Medem. Guion: Julio Medem. Productora: Arcadia Motion Pictures. Fotografía: Kiko de la Rica. Montaje: Elena Ruiz. Música: Lucas Vidal. Dirección artística: Montse Sanz. Vestuario: Carlos Díez. Reparto: Úrsula Corberó, Álvaro Cervantes, Najwa Nimri, Joaquín Furriel, Patricia López Arnaiz, Daniel Grao, María Molins, Josep María Pou, Ángela Molina, Emilio Gutiérrez Caba, Luisa Gavasa. Duración: 130 minutos.

    Julio Medem es uno de los grandes autores de nuestro cine. Desde su primer largometraje Vacas en 1992 ha ido labrándose una carrera de mucha personalidad, desarrollando temas de amores imposibles, intrigas surrealistas, ficciones metalingüísticas, herencias del pasado… todo ello sin entrar en un género definido. Podría hablarse más bien de un género propio de este cineasta, pues enseguida se puede identificar una película suya, tanto por esos elementos narrativos como por su plasmación visual, con una estética siempre luminosa y de fuerte carga metafórica. Ahora bien, con ya diez películas a sus espaldas, sin contar sus cortos o segmentos, sus más recientes trabajos cobran un cierto aire de deja vu, sin que se perciba una clara voluntad de renovación, sino más bien una insistencia en esos aspectos que el público general suele asociar con su cine. En realidad con ello pierde parte de su esencia, ya que sus primeros filmes ante todo se caracterizaban por el misterio de lo inesperado, la espontaneidad de las reacciones, y al mismo tiempo la curiosa naturalidad de sus acontecimientos. Recuérdense en este sentido las tramas de La ardilla roja (1993), Tierra (1996) o Los amantes del círculo polar (1998), todas ellas partiendo de premisas extravagantes pero desarrolladas con una cercanía única, asegurada por la emoción que puede transmitir la reversión de lo cotidiano.

    Esto es lo que falta en El árbol de la sangre, recién estrenada en nuestras salas sin pasar antes por ningún certamen, aunque esto no sería aquí necesariamente un mal augurio porque es una estrategia habitual del director. Una joven pareja, Rebeca (Úrsula Corberó) y Marc (Álvaro Cervantes), se trasladan a un caserío del País Vasco para escribir la historia de sus respectivas familias, entrelazadas como las raíces de un árbol o los dedos que puedan rodear su tronco, así en una escena temprana en la que Rebeca y Marc realizan esta operación con el árbol del jardín del caserío (que por cierto domina el plano inicial y el final de la cinta, simétricos). El problema es que, tal como está presentada la escena, no parece que lo hagan con naturalidad, como algo que se les ocurre de repente, sino como algo premeditado. Pero esto no concuerda con las motivaciones de los personajes, sino con el simbolismo con el que desde un principio se quiere introducir el drama. Es una cuestión más de planteamiento que de contenido. Valga este detalle para adelantar que esta película suele llevar a cabo el proceso inverso al que debería, partiendo de la metáfora o la idea para en función de ella situar o imponer algo a los personajes, en lugar de derivar esa abstracción de sus acciones o conflictos, tal como puedan discurrir según el avance de la trama. Esto se confirma con la supuesta razón que ha llevado a Rebeca y Marc al caserío: parece cuanto menos rebuscado que se trasladen hasta allí y elaboren un plan metódico, escribiéndolo por ordenador, apoyándose en libros y archivos, fijando ciertos horarios, para simplemente rememorar su pasado y confesarse algunas verdades ocultas, que es algo que o bien deberían haber hecho ya o deberían hacer de manera totalmente distinta, ya sea improvisada o compelida.

    El metraje está repleto de leitmotivs, ya presentes en el cine anterior de Medem, como la taquigrafía, la luna llena, el sexo en la playa, la amante rusa, incluso las vacas, […] pero aquí no están tan bien ligados a la trama principal.


    Medem es consciente de que las circunstancias exigen una explicación adicional, más concreta, pero nos la ofrece tarde y mal, cuando ya muy avanzado el metraje se nos informa de que fue la pareja de la madre de Marc, escritora, la que les pidió ir al caserío, pues ahí encontró ella su fuente de inspiración literaria. Esto es relevante, porque se subordina la historia de los dos protagonistas a su plasmación novelística, y a partir de ahí se diseña una compleja estructura de flashbacks donde aparecen los demás individuos del árbol genealógico. Por ejemplo los abuelos de Marc tienen los rasgos destacados de Josep María Pou y Ángela Molina, mientras que la madre de Rebeca está interpretada por Najwa Nimri. Sin embargo aparecen como peones del destino transmitido por sus descendientes, antes que como personajes de carne y hueso. Esto sobre todo es cierto para los mentados abuelos, a los que se quiere dar un cierto aire trágico, patente en sus orígenes y su desenlace, pero nos es bastante indiferente su suerte, pues no se ha ofrecido ninguna escena entre ellos que nos aporte suficiente información sobre sus vicisitudes o nos haga partícipes de sus sentimientos. Hay un bonito plano contrapicado en una boda con los dos abuelos de Marc y la madre de Rebeca donde se apunta una conexión mayor, cuando las dos mujeres unen sus manos (de nuevo) aquí para que la mayor simule tocar el piano sobre los dedos de la otra, como si fueran teclas. Pero ese elemento musical no goza del desarrollo que luego pueda otorgar la debida carga sentimental a su reaparición.

    El metraje está de hecho repleto de leitmotivs, ya presentes en el cine anterior de Medem, como la taquigrafía, la luna llena, el sexo en la playa, la amante rusa, incluso las vacas, con una de ellas subida a la copa del famoso árbol, pero aquí no están tan bien ligados a la trama principal. Por ejemplo cuando se anuncia la luna llena, bajo la cual los dos protagonistas quieren compartir algo relevante, al igual que hicieron sus antepasados, no se cumple esa anunciada trascendencia, sino que enseguida el relato sigue otros derroteros. En otras palabras, hay anticipaciones insatisfechas y conclusiones aceleradas, porque rara vez se deja a cada secuencia el tiempo debido para su retroalimentación. Pongamos otro ejemplo ilustrativo: hacia un momento temprano de la historia, cuando conocemos a la entonces joven madre de Marc, esta es rescatada de la mafia georgiana por un tal Olmo (Joaquín Furriel) y los dos huyen en coche, pero de repente él se desvía hacia la playa, y ante la duda de ella, se limita a decir que le apetece nadar. Esta decisión ilógica funcionaría si se tratara de un personaje absurdo o trastornado, y aunque este pudiera ser el caso por su origen de orfandad y exilio y los asuntos turbios a los que ahora se dedica, su evolución nos transmite en cambio una frustrante serenidad. La sosa interpretación de Furriel tampoco ayuda. Cervantes en el papel coprotagonista parece también algo descolocado, mientras que Corberó o Nimri sí funcionan mejor: salen pues ganando las mujeres, que al final son las que aportan la pasión mejor entendida a este contexto. El mismo se nos presenta en definitiva de forma errática, con un montaje ambicioso pero no siempre afinado (incluso al principio en esa llegada al caserío, cuando los protagonistas van redescubriendo sus habitaciones hay planos subjetivos de acercamiento cortados a destiempo), no exento de virtudes estéticas pero que en su conjunto nos hacen añorar el primer cine del director, donde la historia contaba mucho más que la suma de sus partes. | ✷✷✷✷✷ |


    Ignacio Navarro Mejía
    © Revista EAM / Madrid


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