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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica: Utøya, 22 de julio

    Desde el fuego

    Crítica ✷✷✷ de Utoya, 22 de julio (Erik Poppe, Noruega, 2018).

    Noruega, 2018. Título original: Utøya 22. juli. Director: Erik Poppe. Guión: Anna Bache-Wiig, Siv Rajendram. Intérpretes: Andrea Berntzen, Aleksander Holmen, Brede Fristad, Ada Eide, Sorosh Sadat, Elli Rhiannon Müller Osbourne, Solveig Koløen Birkeland, Magnus Moen. Compañías productoras: Paradox Film 7, Programme MEDIA de la Communauté Européenne, Nordisk Film, Norsk Filminstitutt. Presentación oficial: Festival de Berlín 2018. Productor: Stein B Kvae. Fotografía: Martin Otterbeck. Montaje: Einar Egeland. Duración: 93 minutos.

    Uno de los debates que ha levantado más interés, polémicas, disensos e ideas en la historia del cine, fue sin duda el que se desprendió de la experiencia infernal del Holocausto. Teóricos, cineastas, filósofos y críticos elaboraron desde sus posiciones planteamientos sobre los compromisos que implicaba para el cine enfrentarse a un acontecimiento de esa magnitud. Se recuerda, sobre todo, los polos que protagonizaron Jean-Luc Godard, por un lado, y Claude Lanzmann por el otro. El primero sostenía que, a pesar de la poca respuesta dada por el cine frente al Holocausto, quedaba una deuda que debía saldarse mostrando imágenes del hecho. El realizador de la monumental Shoah (1985), por el contrario, hacía notar que la catástrofe y el horror de los campos de exterminio no podían ni debían exhibirse, correspondían a un orden de lo irrepresentable. ¿Mostrar o no mostrar? Es una pregunta que invita a derramar mucha tinta y agotar el aliento, pues su respuesta es mucho más intrincada —e incluso múltiple— como para reducirla a este binomio. Por supuesto el debate fue mucho más denso y coral: desde el documental de Alain Resnais, Noche y niebla (Nuit et brouillard, 1955), pasando por las palabras de Jacques Rivette con su rotunda crítica, «De la abyección», sobre el filme Kapo (Kapò, 1960) del director italiano Gillo Pontecorvo; el eco posterior del francés Serge Daney en su escrito «El travelling de Kapo», hasta los más recientes aportes del filósofo galo Georges Didi-Huberman, así como la imborrable aparición de El hijo de Saúl (Saul fia, László Nemes, 2015), una de las grandes películas que ha revivido las brasas de una fogata que hace bastante tiempo había alcanzado su punto lumínico más resplandeciente. ¿Cómo filmar lo inimaginable?, ¿cómo ver lo desmesurado?, o en términos del propio Didi-Huberman, ¿cómo arrancar una imagen a ese infierno? No existe una resolución que no involucre poner atención a los puentes que relacionan al cine con la realidad, o mejor dicho, que dan cuenta en qué formas la realidad es atravesada, manipulada o tocada por las películas. Didi-Huberman asentó que lo imposible —o inimaginable— nunca debe ser un obstáculo para el arte, es en cambio, un «llamamiento a la imaginación». En ese sentido el horror de las guerras, los genocidios y las masacres llevan al cine siempre hacia sus límites, incitándolo a replantear el juego de claroscuros donde el tiempo, el espacio y el contexto proporcionan referencias para entramar con precisión el gesto creativo y político de cualquier obra artística. Y aunque el Holocausto ha sido uno de los acontecimientos más vislumbrados, tanto por la atrocidad que anidó como por el lugar que ocupa al centro de la agenda histórica al evidenciar las contradicciones de la cultura moderna, las catástrofes cruentas no se agotan ahí, es más, van refinando sus estrategias y modificando sus actores, intereses, objetivos y contextos.

    Una de las expresiones de violencia que emergió con fuerza dentro del mundo globalizado, hipercomunicado, desigual y frenético en los últimos 30 años, han sido las matanzas perpetradas por civiles al interior de su propia sociedad, a las que el cine no ha permanecido indiferente. Algunos de los ejemplos más contundentes son los tiroteos en diciembre de 1989 en la Escuela Politécnica de Montreal, donde Marc Lépine mató a catorce mujeres, y que sería llevado a la pantalla grande por Denis Villeneuve en Polytechnique (2009); la masacre del 20 de abril de 1999 en la Escuela Secundaria de Columbine, representada por Gus Van Sant en Elephant (2003); y los atentados y posterior tiroteo en la isla de Utøya, donde el ultraderechista Anders Breivik abrió fuego contra los jóvenes de un campamento político del Partido Laborista, pues según dijo, estaban «islamizando» Europa, abriendo paso al multiculturalismo y a los movimientos feministas. Esta masacre, que tuvo un saldo de 77 personas muertas y más de un centenar heridas, dio lugar este año a la cinta Utoya, 22 de julio, del realizador noruego Erik Poppe. Las mismas preguntas que se hicieron los pensadores y cineastas alrededor del Holocausto, tuvieron que ser puestas sobre la mesa por Villeneuve, Van Sant y Poppe, respondiendo sin embargo a condiciones particulares. En Elephant, por ejemplo, tal vez una de las películas más potentes del naciente siglo XXI, se proyectó sobre los andares de los personajes la estética de los videojuegos, ejerciendo una correspondencia entre los consumos culturales de los jóvenes y sus eventuales manifestaciones de violencia frente a un mundo del que se sentían excluidos pero también profundamente afectados por un estado de «irrealidad». Polytechnique es mucho más tajante al concentrar en el joven asesino Lépine todos los vicios de una sociedad misógina: por un lado lo humaniza, y por el otro muestra otras esferas de la vida canadiense donde habitan profundas desigualdades entre hombres y mujeres. Todo queda estampado en la imagen cenital donde el perpetrador yace tirado en el suelo después de suicidarse, mientras el charco de sangre que sale de su cabeza se mezcla con el de una de las víctimas, como si más allá de los sujetos, hubiera un campo de relaciones previas que determinan en gran medida este tipo de actos criminales.

    «El gesto más interesante de Poppe es dejar en todo momento al perpetrador fuera de campo, como si no acabara por cobrar una figura definible, al mismo tiempo que es portador de una verdad mucho más grande que la del individuo: la metáfora de una sociedad conservadora que ocupa la violencia con el afán de mantener las identidades fijas y las estructuras duraderas e invariantes».


    Utoya, 22 de julio, el filme de Poppe, toma un camino impetuoso: inicia con una serie de imágenes provenientes de una cámara de vigilancia que registran el episodio terrorista en que Anders Breivik hizo explotar una bomba en el distrito gubernamental de Oslo, para distraer la atención y dirigirse a su siguiente destino donde cumpliría con su verdadero objetivo. Estas imágenes empapan la película de otra tesitura, son un gesto que legitima lo que continuará como un fiel acercamiento a la realidad. Desgraciadamente esa realidad a la que aspira es noticiosa: imágenes ya hechas pero montadas con otros propósitos (en Hiroshima mon amour [1959] de Alain Resnais una mujer dice: «he visto los noticieros»; «no has visto nada», le contestan). Este preludio se complementa por un letrero que reza: «basado en hechos reales», siendo un apego a la realidad que tranquiliza y al mismo tiempo clausura. A diferencia del Holocausto, esta masacre se inserta en un contexto donde los medios de comunicación informan permanentemente y los datos embriagan nuestros oídos. Es curioso, bajo esta aura, que el posterior tiroteo se llevó a cabo en una isla —símbolo del aislamiento—, y fue la demora de la policía así como la geografía confinada, lo que impidió a una gran cantidad de jóvenes salir con vida. Ante la premura —apenas han pasado 7 años desde aquel fatídico día— Poppe se decanta por retratar los 73 minutos restantes en un plano-secuencia, que fue el tiempo que duró realmente el tiroteo en Utøya, como si se interesara más por ponernos en el terreno experiencial, reviviendo la incertidumbre de estar ahí sin pista alguna. Lo que hay es un horror al que las víctimas no logran darle definición; especulan y aumentan su miedo: corren, hacen llamadas —cual réquiem— por teléfono y viven una adrenalina desbordante. La cámara en mano acompaña a una chica que se convierte en nuestros ojos. Finalmente, el gesto más interesante de Poppe es dejar en todo momento al perpetrador fuera de campo, como si no acabara por cobrar una figura definible, al mismo tiempo que es portador de una verdad mucho más grande que la del individuo: la metáfora de una sociedad conservadora que ocupa la violencia con el afán de mantener las identidades fijas y las estructuras duraderas e invariantes. En general, podríamos postular que la defensa de la unidad es un claro principio de violencia. ¿Cómo filmar lo inimaginable? Estas películas dan senderos diferenciados: memoriales, archivos, cicatrices, objetos de crítica… el fundamento que las conjunta es un deseo por interrogar la realidad sobre la que se construyen, algunas de forma visceral, otras en son de duelo, y algunas más con un sentido extensivo, sabiendo que la realidad cuando se queda sin reflejos ni modulaciones sensibles, es de una pobreza tan árida que rápidamente puede encender una intensa llama que reduzca todo a cenizas. Siempre quedan, sin embargo, las brasas de la imaginación. | ✷✷✷✷✷ |


    Rafael Guilhem
    © Revista EAM / Berlín


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