Los figurantes del agua
Crítica ✷✷✷✷ de Una corriente salvaje (Nuria Ibáñez, México, 2018).
México, 2018. Título original: Una corriente salvaje. Directora: Nuria Ibáñez. Guión: Nuria Ibáñez. Compañías productoras: Miss Paraguay Producciones. Presentación oficial: Festival Internacional de Cine de Morelia 2018. Productora: Tatiana Graullera. Fotografía: Diego Romero Suárez-Llanos. Montaje: Sergi Dies, Omar Guzmán, Paloma López Carrillo. Duración: 72 minutos.
«Aquí no hay nada que mirar. Piedras y más piedras, agua y más agua», son las extenuadas palabras que intercambian Chilo y Omar, dos pescadores que viven aislados entre el desierto y el mar, en un lugar sin nombre, dibujado de forma abstracta en el documental Una corriente salvaje, de Nuria Ibáñez. Aunque no tenemos certeza de la ubicación precisa, la aridez y los paisajes dan indicios de estar al noroeste de México, en el Estado de Baja California. En ese rincón al margen (¿de qué centro?), la tercera película de la realizadora mexicana se corresponde en forma y figura al ritmo de la vida cansina, frágil y sin sobresaltos de los dos personajes —amigos—, que han dejado el ajetreo de la urbe y se han entregado a la calma de ese extenso horizonte. Uno de ellos acarrea una gran tristeza por haber perdido a un hijo tiempo atrás, y el otro está cansado de las multitudes y la hipocresía de la gente. Juntos se consuelan y ríen, se quejan de otras personas, cantan, y a través de los silencios y las charlas nocturnas, queda la evidencia de que entre ellos hay una relación particular, sensual, amorosa pero distanciada, como si sobreviviera una dureza imbatible.
Este lugar impreciso apenas habitado por el ser humano, registrado por la cámara y el micrófono de Nuria Ibáñez, nos recuerda al quehacer del cineasta alemán Werner Herzog, siempre a la caza de lugares hostiles, no tocados por la humanidad ni capturados por ninguna imagen. Hay una necesidad en este tipo de búsqueda por dar imagen a todo, sin que esto implique un acecho extractivista ni colonialista. En cambio, los principios que motivan a los documentalistas que siguen esa línea es la pretensión de, a través de filmar el mundo, extenderlo. Así, inscribir un paisaje o un rostro en la cámara, es desdoblarlo y dotarlo de laberintos, del mismo modo que los espejos han ensanchado lo finito y cuantificable de lo físico hacia misterios y recovecos que dan a la materia cualidades más allá de lo inerte, donde es posible aseverar que las cosas no son sólo lo que parecen; tienen un valor de uso o, mejor dicho, un valor imaginativo y transformador. Aunque este cúmulo de intenciones es apasionante, Una corriente salvaje tiene una diferencia de grado con el cine de Herzog: aspira a mucho menos; es ecuánime, solemne y ligero, como si no pretendiera perturbar la realidad con su presencia. Su baja intensidad es muestra de un cine discreto, y a su vez, mucho más inteligente para captar los detalles de las relaciones humanas que, aunque apenas suceden entre dos personas, ejemplifican las experiencias diferenciadas y los matices que evidencian el crisol de formas que tienen las personas de vivir sus realidades. Aquello jamás filmado, si se devela con sutileza, es capaz de aumentar los límites de lo que consideramos visible y audible, y dar un paso fuera de nosotros sin abandonarnos.
UNA CORRIENTE SALVAJE, PREMIO AL MEJOR DOCUMENTAL DEL FESTIVAL DE MORELIA. |
«El océano, el gran desierto, las montañas dibujadas al fondo —reposando en la tierra—, y estos personajes de una naturaleza más figurante que protagonista, hacen que Una corriente salvaje parezca un filme donde, como decían los pescadores, «no hay nada que mirar». Tal vez esa sea su secreta radicalidad: presentarse como un objeto evanescente».
Una pregunta que queda flotando en el cosmos de estos dos hombres es si su aislamiento implica necesariamente soledad. ¿Cuántas personas se necesitan para sentirse acompañado?, ¿cuántos conforman una comunidad?, ¿qué tipo de comunicaciones permiten una pertenencia al resto del orbe? Llenos de meditaciones y preocupaciones, Chilo y Omar encuentran una complicidad: conversar, intercambiar, relatar, mirarse y escuchar son modos de aprender y construir una sociabilidad, de ser alguien en el mundo por el simple hecho de existir un Otro con el que compartir lo percibido. “Escuché voces en el viento”, susurra uno de los pescadores en un momento nocturno. Entre la delicada flama de las velas, las palabras caen en la oscuridad como piedras en el estanque. Hay un aura fantasmal que recuerda a Pedro Páramo del escritor mexicano Juan Rulfo: esa soledad poblada de una superposición de tiempos. Ahí emergen las bellas paradojas. Lo solitario y deshabitado da pie a que la imaginación tome cuerpo y lo indecible tenga un peso en la realidad. Es muy claro que, viendo la filmación de sus rostros frente a nosotros, estamos sin embargo en un tiempo que no es el presente: toman prestadas comunicaciones de otros lugares y momentos —canciones populares, recuerdos, chistes y dichos—, como si cada enunciación fuera el cruce de muchas enunciaciones más. Algo que no está se evoca y es traído de nuevo a la atmósfera, quizá más como el resplandor de una ausencia que como un ente concreto. A medio camino entre estas dos cualidades, en el eclipse de lo tangible, se asienta una huella de vida.
Si sostenemos que es un documental contemplativo donde ocurre poco, perdemos de vista las acciones moleculares. Los roces entre los personajes, el registro de paisajes inhóspitos, y esos tiempos múltiples concentrados en uno solo, son gestos minúsculos que sólo la mirada del espectador pone en movimiento. Cuando trabajan y se enfrentan a la rutina, van trazando una forma de vida que existe tanto en el exterior como en su interior. Los tiempos del paisaje son los tiempos de la pesca, el reposo y la contemplación; la geografía impone de algún modo el ritmo de vida. Hay tantas acciones que no están visibles, a veces ni siquiera presentes en la dimensión sonora; cuestiones tan ínfimas que apenas turban el viento, que la incapacidad de aprehenderlo, de verlo materializado en los aspavientos y frases de Chilo y Omar, hacen de la película un objeto enrarecido, liso, simple e inofensivo. En esa propuesta existe un sigiloso foco sobre la realidad desatendida, los tiempos «muertos» y sombreados, que en verdad son tiempos sobrevivientes. El océano, el gran desierto, las montañas dibujadas al fondo —reposando en la tierra—, y estos personajes de una naturaleza más figurante que protagonista, hacen que Una corriente salvaje parezca un filme donde, como decían los pescadores, «no hay nada que mirar». Tal vez esa sea su secreta radicalidad: presentarse como un objeto evanescente. | ✷✷✷✷✷ |
Rafael Guilhem
© Revista EAM / Festival de Morelia