Oh, vaya, una película de David Gordon Green
Crítica ✷ de La noche de Halloween (David Gordon Green, 2018).
Estados Unidos. 2018. Título original: Halloween. Dirección: David Gordon Green. Guion: David Gordon Green, Danny McBride y Jeff Fradley. Productor: Malek Akkad, Bill Block, Jason Blum. Música: Cody Carpenter, John Carpenter, Daniel A. Davies. Dirección de fotografía: Michael Simmonds. Montaje: Timothy Alverson. Casting: Sarah Domeir y Terri Taylor. Dirección de arte: Sean White. Intérpretes: Jaime Lee Curtis, Judy Greer, Andi Matichak, Haluk Bilginer, Rhian Reeves.
Vivíamos recién entrado el nuevo milenio y las revistas especializadas se empeñaban en organizar quinielas, listas, apuestas sobre los hombres y las mujeres que configurarían eso que se prometía como “el audiovisual del siglo XXI”. Había mucho cine que ver y era lícito hacer polvo el Emule intercambiando los primeros títulos de Shane Meadows, de Kelly Reichardt, y por supuesto, de David Gordon Green. Intuyo que si subo al desván encontraré todavía alguno de aquellos suplementos cinéfilos, emparedado entre el violín que nunca aprendí a tocar y un curso de alemán por entregas. Del nuevo Halloween se ha dicho ya que venía avalada como “una película de David Gordon Green”, esto es, como una extraña finta discursiva para explicar por qué un slasher debería ser considerado por los selectos paladares de la crítica algo así como una proto oeuvre d´art. La maniobra publicitaria es exquisita: por un lado se aprovecha el tirón de Carpenter como un autor ampliamente reconocido –de moda, digámoslo claro- y, por otro, se le conecta con una vieja joven promesa que, a decir verdad, nunca llegó a levantar el vuelo. La película parece justificarse a sí misma desde los créditos, una versión retro-modernizada de los dos primeros títulos de la saga jugando con la idea de la “reconstrucción” de la célebre calabaza de marras. La cosa no deja de ser especialmente brillante a nivel discursivo –de hecho, es de una obviedad preocupante-, pero ya apunta maneras de hacia dónde intenta dirigirse todo el metraje.
El problema no es tanto si esta nueva versión es “una película de David Gordon Green”. El problema es qué puede significar semejante afirmación, y en el fondo, si eso salva de alguna manera todo el metraje que se acumula durante más de cien largos minutos. ¿Qué puede esperar el espectador? ¿Personajes indie anonadados con pequeños abismos interiores? ¿Alambicados trucos de puesta en escena? ¿Secuencias a cámara lenta recreándose por el óxido y los atardeceres de los Estados Unidos a-lo-Película-de-Sundance? O por el contrario, ¿bellas adolescentes evisceradas, inesperados sustos espeluznantes, bailes de fin de curso? Ni una cosa ni otra. Ni chicha ni limoná, que dice la sabiduría popular. Un proyecto diseñado inapetentemente. Igual se marca una dirección de arte obvia y subrayada –dos ejemplos: las velas naranja que saturan el color del encuadre en el restaurante donde acuden los protagonistas a cenar la víspera de la tragedia o la aburridísima colección de maniquíes que pueblan los campos y la casa de Laurie Strode (Jaime Lee Curtis). O igual intenta demostrar de manera indigesta su autenticidad. Su diferencia con las bienaventuradas y bastante más entretenidas secuelas bastardas que nos han acompañado durante cuarenta años y que, todo sea dicho, quedan salvadas por su humildad y su encanto.
«En el campo formal, no hay más que ver la increíble torpeza con la que están rodados y montados los asesinatos. De hecho, casi agradecemos que alguno de ellos se deje fuera de campo para no tener que contemplar cómo Gordon Green se limita a encuadrar sin gracia en busca del detallito mórbido de turno antes de pasar a otra cosa».
No. David Gordon Green es un autor y esta es su película, lo que le hace cometer auténticas estupideces formales. Valgan, de nuevo, un par de ejemplos. En primer lugar, ¿para qué sirven esos dos incomprensibles planos-secuencia insertados a mitad de la película cuando Myers se mezcla entre la gente? Enunciativamente, para nada. La cámara no genera tensión alguna, sino que se enreda en jueguecitos de sombra y de profundidad que remarcan la escritura sin generar absolutamente ningún significado legible. De hecho, en un momento en el que, por desgracia, no hay película “con pátina de calidad” que no quiera demostrar su virtuosismo incorporando un plano-secuencia de muchos minutos y con muchos efectos, el intento de Gordon Green roza directamente la vergüenza ajena. En segundo lugar, ¿por qué esos juegos epilépticos de montaje corto sobre primeros planos de rostros/maniquíes que puntúan la escena inicial y uno de los descafeinados sustos del tercer acto? ¿No es acaso suficiente subrayado con la música, la angulación de cámara, el casting o la iluminación que además el montaje tiene que agolpar planos y planos y planos para “generar angustia”? El problema es que si bien en el prólogo todavía el truco parece tener algo de interés –es, podríamos decir, un gesto prometedor, una secuencia que parece decirnos: “Eh, aquí las imágenes están pensadas, esto es una película de David Gordon Green”-, al final ya queda claro que no hay nada que salvar, no hay trama que aporte estremecimiento, no hay personaje que seduzca, no hay ni una decisión de planificación que aterre o interese.
Y es que, pese a que se trata de “una película de David Gordon Green”, todo el filme está terriblemente mal construido. Desde lo narrativo y desde lo formal. En el primer caso, por mucho que uno se empeñe, las curvas de transformación de los personajes son absolutamente incomprensibles, oscilan entre el bien —oh, vaya, qué guapo y simpático es el novio de la protagonista— hacia el mal —oh, vaya, es un maltratador en potencia— en un simple parpadeo y sin ningún tipo de accidente incitador. Lo mismo se puede decir de los nexos causales entre escenas: a partir del minuto cuarenta es tan obvio que las cosas ocurren porque sí —oh, vaya, es Myers andando por la calle, vamos a atropellarle con el coche— que cualquier acontecimiento pierde la más mínima relevancia. En el campo formal, no hay más que ver la increíble torpeza con la que están rodados y montados los asesinatos. De hecho, casi agradecemos que alguno de ellos se deje fuera de campo para no tener que contemplar cómo Gordon Green se limita a encuadrar sin gracia en busca del detallito mórbido de turno antes de pasar a otra cosa. No hablemos ya de los irrisorios flashbacks de la infancia de la hija de Lauire, cuya única función en el relato parece ser anticipar un cierre sin pies ni cabeza que, como resulta impepinable, se alarga más de la cuenta. Oh, vaya. Se puede ser benévolo con la cinta en tanto, como apuntaba al principio, está perfectamente delimitada como un trayecto nostálgico con ínfulas de artisteo que igual te encaja en una minisala gentrificada que en una salita de proyección en versión original. El problema –Gordon Green debería haberlo entendido ya a estas alturas, aunque quizá todo sea cosa de su cuenta bancaria— es que la levedad no se consigue simplemente escogiendo materiales leves. La levedad es un don, un gesto, una ligereza enunciativa —vean al mejor Wes Craven, o al propio Rob Zombie, por ejemplo— que no queda reñida con la profundidad. Muy al contrario, cuando no se respeta el tiempo y el funcionamiento del género y se le intenta encorsetar en un traje de chaqueta elegantón, riguroso y muy autoconsciente, lo que ocurre es que se cae en lo engolado y lo ridículo. Oh vaya. Como en esta película de David Gordon Green. | ✷✷✷✷✷ |
Aarón Rodríguez Serrano
© Revista EAM / Madrid