El descubrimiento de la luna
Crítica ✷✷✷✷ de First Man, de Damien Chazelle.
Estados Unidos. 2018. Título original: First Man. Director: Damnien Chazelle. Guion: Nicole Perlman, Josh Singer (Libro: James R. Hansen). Duración: 133 minutos. Edición: Tom Cross. Fotografía: Linus Sandgren. Música: Justin Hurwitz. Diseño de producción: Nathan Crowley. Diseño de vestuario: Mary Zophres. Productora: Universal Pictures / DreamWorks SKG / Temple Hill Entertainment / Perfect World Pictures. Intérpretes: Ryan Gosling, Jason Clarke, Claire Foy, Kyle Chandler, Corey Stoll, Patrick Fugit, Lukas Haas, Pablo Schreiber, Brian d'Arcy James, Ciarán Hinds, Aurelien Gaya, Ethan Embry, Shea Whigham, Christopher Abbott, Cory Michael Smith, Brady Smith, Perla Middleton, J.D. Evermore. Presentación oficial: Venice Film Festival, 2018.
Edmundo O’Gorman escribió La invención de América, con el propósito de levantar un polémico diálogo en torno al concepto figurativo que la sociedad le había dado al proceso de la conquista de América, donde se concibe –todavía hoy– la idea del descubrimiento no como un hecho, sino como una interpretación. Para el historiador, la masa de tierra que hoy tiene por nombre América, sí fue una invención, pero no en los términos geográficos que se dieron a entender popularmente. La principal imprecisión terminológica procede, pues, de una interpretación literal de las palabras de Nietzsche: “sólo lo que se nombra cobra ser”. América sí fue inventada, la inercia atávica de denominar descubrimiento a la llegada de Colón a las indias es del todo desacertada, al atentar contra la praxis historiográfica y adjudicar a América un papel de sujeto susceptible de ser descubierto cuando, ni Colón fue el primer extranjero en pisar el nuevo mundo, ni ese territorio estaba despoblado a su llegada. Siguiendo con la imprecisión terminológica, también habríamos de tener en cuenta que la tendencia –remitámonos aquí a las recientes declaraciones de Pablo Casado– es valorar ese suceso como el resultado de una invención del pensamiento occidental y no ya como el de un descubrimiento meramente físico, realizado, además, por casualidad —no olvidemos que el objetivo de Colón siempre fue alcanzar la India, y negó la existencia de un cuarto continente hasta el día de su muerte—. Atendiendo a todos estos factores, la llegada del ser humano a la luna sí que parece mucho más cercana al concepto de descubrimiento, pues supuso un primer contacto del hombre con un entorno inhóspito, virgen y buscado de forma deliberada. Estados Unidos ostentaría, por lo tanto, el título de descubridor por antonomasia del milenio pasado. Sin embargo, la magnitud y utilidad de este último descubrimiento es bastante cuestionable, al menos, si atendemos a la herencia cultural o científica que nos ha dejado desde ese primer alunizaje. El descubrimiento de la luna fue, como casi todo lo que sale del gobierno yanqui, una demostración de poder que, además, le otorgó unos cuantos puntos de ventaja en la llamada “carrera espacial”, que no fue otra cosa que un capítulo más de esa partida de ajedrez contra los soviéticos denominada Guerra Fría.
«Se puede notar una ausencia total de glorificación del héroe, Neil Armstrong resulta una figura triste, taciturna, algo que funciona de maravilla dentro del registro interpretativo de Ryan Gosling, pero que supone al mismo tiempo un mitigador de la epicidad del relato».
Este será el punto de partida de First Man, la necesidad de los estadounidenses de demostrar quién orina más lejos, la constante exhibición de poder y arrogancia. Realmente no importa el propósito, ni la finalidad de tener un contacto con lo extraterrestre, lo único significativo para ellos, independientemente de las vidas que se hayan puesto en peligro, o las que se puedan salvar con el propio descubrimiento, será el color de la bandera que ondee –inquietantemente– en la foto final. La aproximación que realiza Damien Chazelle a esta hazaña será, cuando menos, paradójica. En primer lugar, se puede notar una ausencia total de glorificación del héroe, Neil Armstrong resulta una figura triste, taciturna, algo que funciona de maravilla dentro del registro interpretativo de Ryan Gosling, pero que supone al mismo tiempo un mitigador de la epicidad del relato. En el ámbito retórico-alegórico, esta decisión parece funcionar bastante bien, pues la historia se va construyendo poco a poco a partir de un protagonista muy cercano y asequible para el entendimiento del espectador, sin embargo, en el apartado narrativo, la estrategia se tuerce al tiempo que el ritmo y la intensidad terminan por ceder, pese a momentos específicos de gran intensidad y claustrofobia, a la monotonía y la constante reiteración de primeros planos. Unos primeros planos que, si bien en un principio son eficaces en la tarea de plasmar la abstracción del protagonista, su dolor y su capacidad de afrontar situaciones de máxima intensidad manteniendo una sangre fría decisiva para el éxito de la misión, con el paso del metraje, esta constante referencia a la templanza y la introversión de Armstrong podría parecer innecesaria, sobre todo, teniendo en cuenta que el realizador se centra por completo en tres instantes concretos de la vida del astronauta: el momento preparativo de la misión –su vida privada y la relación con su familia–, y los momentos correspondientes al despegue y aterrizaje –actividad profesional–.
«Dicen que quien sobrevive a un hijo nunca vuelve a reír de verdad, y ahí quedará para siempre el recuerdo de una sonrisa congelada, un mohín maquinal forzado para la prensa y los libros de historia, que le otorgarán una inmortalidad indeseada, pues, la muerte pareciera ser el único desafío inalcanzable para este héroe afligido».
Sin lugar a dudas, Chazelle es un realizador que sabe cómo hacer que esos tres episodios, que se repiten en función del número de misiones presentadas en el filme, un total de cuatro, cobren la energía necesaria y la perfecta sincronización audiovisual para que el espectáculo esté garantizado; no obstante, de tener que poner un pero, sería quizá la sensación de haber desperdiciado una grandísima oportunidad de escrutinio introspectivo siguiendo con la tradición dramatúrgica de todo un referente como es Jim Jarmusch y su aprovechamiento de los espacios intermedios. Conocer lo que sucede en la mente del hombre enfrentado al vacío, a la nada absoluta, al silencio estremecedor de la ausencia de oxígeno en ese período de tránsito en el que su mente y su cuerpo han de adaptarse inexorablemente a una larga etapa de espera. En cualquier caso, la consciente crítica y desromantización del relato convierten a esta película en uno de los grandes acontecimientos del año, por su serenidad, por su trabajadísima puesta en escena y, sobre todo, por su autoconsciencia del absurdo político que supuso un derroche de dinero y recursos de semejante envergadura cuando el país se organizaba para una de sus mayores crisis: La Guerra de Vietnam. La clase obrera se desesperaba al abrigo de una manta sin poder pagar las facturas de la electricidad, sin apenas dinero para conseguir el sustento básico diario, sin atención sanitaria a la que poder acceder y, para colmo, se preparaba para morir en el campo de batalla por una bandera que ignoraba sus necesidades y las de sus familiares, y se reía en su cara sin pudor con el único objetivo de demostrar a los rusos que tenían el cohete más largo y potente. De este modo, una de las escenas más relevantes e iconoclastas de la película se produce cuando, en medio de las protestas por esta descabellada falta de compromiso social, aparece el cantante Leon Bridges interpretando una de las letras más incendiarias de la historia americana: “Whitey on the Moon”, de Gil Scott-Heron: “A rat done bit my sister Nell With whitey on the moon. Her face and arms began to swell, And whitey's on the moon. I can't pay no doctor bills, But whitey's on the moon. Ten years from now I'll be payin' still, While whitey's on the moon”.
En esos momentos será cuando la cinta alcance sus máximas cotas artísticas, tomando aquí por definición de lo artístico no la referente a la representación de lo bello y lo alegórico, sino aquello que transgrede lo comúnmente establecido, siendo en este caso el dolor el medio de transmisión de ese mensaje de gloria y éxito. Es precisamente por esto por lo que la obra está más cerca del canto elegíaco que de la epopeya. Las celebraciones quedan reducidas a banquetes funerarios, la muerte es un referente constante que orbita alrededor del héroe, un hombre cada vez más desgatado por el triste lamento que resuena en su mente, como un eco recordatorio de aquellos que perdieron la vida a su lado. El filme toma unos derroteros emocionales que Gosling logra personificar sin despeinarse, dejándose llevar por el canto triste de las estrellas, sobreviviendo a amigos, conocidos y hasta a su propia hija, un hecho que determinará su actitud frente al espacio exterior. Dicen que quien sobrevive a un hijo nunca vuelve a reír de verdad, y ahí quedará para siempre el recuerdo de una sonrisa congelada, un mohín maquinal forzado para la prensa y los libros de historia, que le otorgarán una inmortalidad indeseada, pues, la muerte pareciera ser el único desafío inalcanzable para este héroe afligido. | ✷✷✷✷✷ |
Alberto Sáez Villarino
© Revista EAM / Dublín