Crónica Número III del 66SSIFF
Día 3 en el Donostia Zinemaldia.
Cuesta elegir evento protagonista de la tercera jornada del Zinemaldia. O simplemente seleccionar los highlights de un día bastante mediocre en lo fílmico. Con propuestas en sección oficial, Yuli, Rojo y Beautiful Boy, disfuncionales, y cintas interesantes en Nuevos Directores pero de apenas peso, simples anécdotas que al menos no socavan el ánimo. Cronológicamente hablando, y como previa a su llegada al María Cristina en la tarde, Ryan Gosling dio cuerpo, rostro y ademanes a Neil Armstrong en First Man, una de las grandes producciones del año que llegaba a San Sebastián con la irregular acogida en Venecia como carta de presentación. Algo que, por otro lado, no la ha tumbado de cara a la carrera por los Oscars. Lo cierto es que la cuarta película de Damien Chazelle contiene un gran número de imágenes canónicas y no menos aciertos, en especial el excelente tratamiento y trazo del personaje principal, un hombre encerrado en un luto que solo puede calmar el posible alunizaje en la primera parada plausible en el quimérico viaje a los confines del universo que planea en la mente humana desde el medievo. Tras un comienzo espectacular, con una descripción inédita y alejada de la sofisticación, donde se nos muestra a los astronautas como funambulistas sobre el abismo sin agarre alguno, First Man prosigue con una narración donde se une la grandilocuencia con lo íntimo y, justamente, en esto último es donde el filme hace aguas: la cercanía de la cámara y su cuestionable planificación de planos logra imponer una barrera entre los dos personajes principales y el espectador. Cuesta conectar con ellos pese al esfuerzo notable de sus actores, destacando el citado actor canadiense. Su bello plano final resulta ser la única brecha de una frialdad que se apodera del metraje con bastante premura. Y de un actor más que solvente a una estrella en ciernes a sus 22 años. Timothy Chalamet demuestra todo su potencial en el drama con hechuras de TV-Movie Beautiful Boy, que narra el drama de un padre ante la adicción a las metanfetaminas de su hijo mayor. Carell y Chalamet soportan con mérito el peso de una película que aglutina un sinfín de eslóganes sobre superación personal. La mano del director belga se nota, principalmente en una playlist bastante ecléctica que busca trasmitir lo que no logran las imágenes. Cine prediseñado que apenas tiene vida. Por no lograr, ni siquiera emociona, primera condición de este manual sobre manipulación audiovisual.
Prólogo: Emilio M. Luna.
Críticas de Yuli y Rojo: Miguel Muñoz Garnica.
Crítica de Beautiful boy y Jesus: José Luis Forte.
Crítica de Un día más con vida: Juan Roures.
Críticas de Yuli y Rojo: Miguel Muñoz Garnica.
Crítica de Beautiful boy y Jesus: José Luis Forte.
Crítica de Un día más con vida: Juan Roures.
YULI
Icíar Bollaín, España | COMPETICIÓN.
En sus primeras imágenes, Yuli recorre calles de La Habana vistas desde un vehículo mientras sobre la imagen suenan las notas de un ballet. Los dos elementos centrales —lo social y lo musical— quedan ya definidos en una escena que, en una primera impresión, se siente como oportunidad perdida. El baile entre planos, montaje y música que uno tiende a buscar en ella se intuye desacompasado. La cuestión es que la cinta de Bollaín, en líneas generales un biopic del bailarín Carlos Acosta, juega durante la mayor parte de su metraje al peligroso querer abarcarlo todo: a la amplitud temporal —a partir del protagonista que recuerda en el presente se van insertando flashbacks desde su niñez hasta su ascenso definitivo al éxito— se suma la vertiente comprometida marca de la casa de Paul Laverty y las secuencias de danza. La amplitud temporal implica, inevitablemente, condenar al filme a la sucesión de escenas de retazo, sin ritmo interno y sin respiración propia. El hándicap, en los parámetros del biopic de manual, es el de siempre. Bollaín parece querer buscar una salida en las escenas dedicadas a mostrar el arte de Acosta —que se interpreta a sí mismo en su versión adulta—, filmando sus coreografías a lo largo de su carrera ficcionada. Pero, en este caso, en su contra juega la memoria cinematográfica. Estamos ante un medio que ha demostrado demasiadas veces el partido único que puede sacar a las escenas musicales cuando hay detrás un pensamiento integrado de encuadre, montaje y música. La de Yuli se queda en la demostración de lo que ocurre cuando esto no sucede: el divorcio entre dos movimientos —el de la cámara y el de los cuerpos— que sabotea el maridaje. No existe, por ejemplo, un aprovechamiento ni del plano sostenido que puede dejar que la energía fluya de dentro a afuera, ni de los planos detalle tan apropiados para la mirada fascinada sobre la elegancia del gesto, haciendo honor al puntilloso entrenamiento de unos bailarines que se dejan el alma en cada pequeño tic. Bollaín filma con el piloto automático, corta sin demasiado criterio y mueve la cámara sin atender a la otra parte en danza con ella. Los gestos estéticos que se perciben, más que de integración, se adivinan de afán de lucimiento. Un golpe de maletero que se corta junto a las notas de la canción por allá, algún que otro plano de iluminaciones simétricas por acá. Yuli se preocupa lo justo para dejar algún que otro plano resultón de cara a la galería, como el del pequeño Carlos recibiendo sobre el rostro la luz de una rejilla en un auditorio en ruinas, sobre el que vuelve una escena posterior.
Con todo, si la cuestión se quedara así optaríamos por cierta mesura en nuestra valoración de una cinta que no aprovecha demasiado para llevarse a su terreno la finura de su materia prima —ese sinfín de bailarines que regalan sus movimientos a la cámara—, pero que tampoco molesta demasiado. El remate ocurre cuando, hacia el final, Yuli resuelve nuestras dudas sobre su posicionamiento expresivo. El libreto de Laverty, tan aficionado a dejar su impronta socialista en todas las líneas de guion que pueda —que se haga con organicidad o no es lo de menos—, ya va tirando alguna que otra finta de demagogia sentimental, algún «tienes que seguir tu estrella», más de un recordatorio de verborrea autoexplicativa que se esmera en machacar el origen humilde de Acosta —abuelos esclavos, padre camionero: se abre una tímida senda de juego entre ficción y verdad en este background, pero apenas se queda en nota al pie puntual—. La puntilla llega cuando, hacia el desenlace y sin entrar en detalles, una alteración en el orden temporal del montaje y una secuencia alterna entre musical y resolución de la subtrama de un personaje que roza lo moralmente despreciable pone al descubierto la simple manipulación sentimental en la que Yuli desemboca, el momento a lo Bayona de poner la música alta, disponer el travelling que se abre retrocediendo hacia el cielo e invitar a la platea a que saque el paquete de clínex. Que al final tantas posibilidades expresivas sin explotar conduzcan a la lágrima fácil nos obliga a la desmesura en nuestra valoración definitiva. 20/100.
España-Cuba-Reino Unido-Alemania, 2018. Directora: Icíar Bollaín. Guion: Paul Laverty. Productoras: Morena Films, Potboiler Productions, Producciones de la 5ta Avenida, Galápagos Media, Hijos de Ogún A.I.E. Música: Alberto Iglesias. Fotografía: Álex Catalán. Montaje: Nacho Ruíz Capillas. Reparto: Carlos Acosta, Santiago Alfonso, Keyvin Martínez, Edison Manuel Olbera, Laura de la Uz. Duración: 109 minutos.
BEAUTIFUL BOY
Felix van Groeningen, EE.UU. | COMPETICIÓN.
Beautiful Boy es un ejercicio de memoria de la felicidad que fue y de la pesadilla en que se ha convertido la vida de un padre desesperado que intenta recuperar a su hijo abducido por el demonio de las drogas. De paso también trata de hacernos entender por qué este ha sido arrastrado al infierno, un joven incapaz de asumir lo que de horrible tiene la vida y que gusta de practicar un asco existencialista que como justificación viste su caída de hálito pseudo literario. Basada en un best-seller que narra un caso real escrito por sus protagonistas, la película dirigida por Felix Van Groeningen dedica sus casi dos horas de metraje a poner imágenes a un texto que ya nos conocemos de memoria sin el más leve esfuerzo por cambiar una línea del típico melodrama de drogas. Quizá varíe el baile temporal al que nos somete durante su primera mitad, una danza artrítica a ritmo de música rock que no se detiene ni un segundo en procurar dotar de aunque tan solo sea un poco de sentido narrativo a la historia. No hay un por qué, tampoco es necesario porque las fallas de dicción son cubiertas por lo que es casi de dominio universal. Agujas atravesando la carne, recuperación aparente, recaídas, centros de rehabilitación, robos y padres que no logran conciliar el sueño por el dolor de su hijo, una representación de un drama social que por naturaleza debería conmovernos pero que aquí solo nos arrastra por el tedio y el lugar común. Cómo transformar el drama social en una pantomima de diseño comercial.
Hay que valorar el gran trabajo de Steve Carell como el atribulado padre, aunque la película imposibilita que brille en su esfuerzo. Su discurrir monótono y previsible impide que consigamos sentir empatía por unos personajes que nos la piden a gritos. Uno quisiera compartir las lágrimas, sentir la angustia de las noches en blanco esperando a ese hijo que no vuelve a casa, comprender por qué ese joven cae sin remedio al contemplar el horror vacui que lo absorbe. Sin embargo, todo es demasiado blando en Beautiful Boy, lo convencional como marca de estilo de una historia que quienes la han sufrido no se merecen. Hay un respeto, un acto de empatía hacia las víctimas que es incompatible con los sentimientos prefabricados. La compasión es visceral porque nace del corazón, y cuando no es así deviene artificial. Groeningen quiere hacernos creer que siente piedad por sus protagonistas, pero esto resulta difícil de creer cuando no muestra la más mínima compasión por sus espectadores. 20|100
EEUU, 2018. Título original: Beautiful Boy. Director: Felix Van Groeningen. Guion: Felix Van Groeningen y Luke Davies. Productora: Amazon Studios. Música: Bob Bowen. Fotografía: Ruben Impens. Montaje: Nico Leunen. Intérpretes: Timothée Chalamet, Steve Carell, Maura Tierney, Amy Ryan.
ROJO
Benjamin Naishtat, Argentina | COMPETICIÓN.
En su primera secuencia dialógica, Rojo viene a referenciar una de las convenciones estrella del western: el forastero que entra en la cantina. Un joven recién llegado a la ciudad y el abogado son los dos hombres que se tantean, que se sostienen las miradas, que se lanzan dardos verbales y aguardan aparentando impasibilidad la reacción del otro. La cámara de Naishtat lo prolonga con planos fijos estrictos, a la vez que con elecciones de encuadre que van deslizando algún formalismo lúdico, algún plano de construcción no convencional que se deleita en el mero escrutar a los rostros afrentados. El duelo verbal dibuja la atmósfera crispada que el filme hace estilo y fondo. Estamos en los setenta argentinos, unos meses antes del golpe de estado de Videla. La secuencia del «duelo» se prolonga en un plano exterior que, por momentos, retrotrae a Relatos salvajes en su forma de crear las situaciones de estallido violento a partir de personajes que, enfrentados al instante crucial entre recoger el guante o acatar la prudente retirada, optan por lo primero con consecuencias desastrosas. Esta última situación se repetirá en una escena posterior protagonizada por un grupito de jóvenes a bordo de un coche que, en su manera de hacer desaparecer a un personaje por una simple machada verbal, intertextualizan a los conocidos raptos y desapariciones de la dictadura por venir: la figura del personaje se desvanece tras el vaho del parabrisas trasero mientras el vehículo se pierde al fondo, y nunca más se supo.
Aunque en su relato central sigue las andanzas del abogado de la escena reseñada —un impávido Darío Grandinetti—, Rojo acumula escenas de tramas en apariencia secundarias que se quedan en inicios no seguidos. La idea, más que el drama coral, parece la de un uso efectivo de la vaguedad. Ese muchacho que desaparece en el coche, o una mansión que comparece al inicio y a la que los personajes vuelven más adelante sugieren o adelantan episodios de violencia que quedan suspendidos en la indeterminación. Como decíamos, Naishtat juega con las formas, y con recursos como los zooms de acercamiento extremos o un disparatado comercial de caramelos (grabado a la manera televisiva de la época) en el que aparece súbitamente una pistola añade a la crispación un deje de comedia absurda, un resquicio de risa atrapada en algún punto entre la imagen y nuestro cerebro. De ahí también el título y la insistencia en el rojo a nivel de vestuario, decorados o iluminación. El rojo, por supuesto, es el color de la sangre y como tal se manifiesta en varios momentos. Pero en muchos otros, el empleo del color explota la ecuación irresoluble que va de sus apariciones —en apariencia— entrópicas ante la cámara al establecimiento de sus posibles significados. Lo fácil es decir que Rojo es una cuestión de atmósfera a la que un sentimiento conceptualiza: la crispación. Pero la lectura política, de una sociedad cortada en dos previa a la dictadura en rojo sangre, no la explica del todo. Quizá lo haga más la combinación entre distancia —ante lo encerrado de unas dinámicas de confrontación en las que no participamos— y apertura —la ausencia de lazos empáticos buscados y los planos largos nos invitan a abstraer— que nos demanda un posicionamiento mental ante lo representado, aunque, como tantas otras cosas, quede colgado en la indeterminación. 70|100
Argentina, 2018. Director: Benjamín Naishtat. Guion: Benjamín Naishtat. Productoras: Pucará Cine, Ecce Films, Sutor Kolonko, Viking Film, Desvia, Bord Cadre Films, Le Tiro, Jempsa. Música: Vincent van Warmerdam. Fotografía: Pedro Sotero. Montaje: Andrés Quaranta. Reparto: Dario Grandinetti, Andrea Frigerio, Alfredo Castro, Diego Cremonesi. Duración: 109 minutos.
JESUS
Hiroshi Okuyama, Japón | NUEVOS DIRECTORES.
En la magistral Marcelino pan y vino (1955), su director, Ladislao Vajda, nos narra la historia de un niño que es recogido por unos frailes que lo cuidan. En principio esto no tiene nada de especial salvo la gracia y la delicadeza de Vajda al irnos mostrando el contraste entre la alegría y gracia natural del pequeño en comparación con la vida retirada y silenciosa de los habitantes del monasterio. Pero pronto asistiremos a uno de los momentos más impresionantes de la película y el eje central de su planteamiento: el mismo Jesucristo, representado por su imagen en la cruz, entablará conversación con Marcelino en el que quizá sea el milagro más popular de la cinematografía española. En la cinta japonesa Jesus (Boku wa lesu-sama ga kirai, 2018) nos encontraremos un portento similar, si bien con marcadas diferencias de tono y presentación debido a la idiosincrasia nipona. En Jesus, Yura es un nuevo Marcelino al que llevan a vivir a casa de su abuela para comenzar el nuevo curso en un colegio católico. Yura lo desconoce casi todo de esta religión, y apartado de su entorno y sus amigos se siente triste y se muestra más callado de lo que su carácter en apariencia introvertido pudiera prever. No reza, no cree, y su extrañamiento crece día a día al ser incapaz de integrarse con sus compañeros de clase. Hasta que un día a él también se le aparece Jesucristo. Pero ese sincretismo oriental que adapta para sí cualquier pensamiento o creencia ajena dotándolo de vida propia nos presentará una imagen de este bien distinta a la que en el occidente católico estamos acostumbrados. Volvemos ahora con Marcelino para recordar cómo Vajda impregna de misterio su primera conversación con Jesús: casi pareciera una película de terror. Este misticismo cristiano aterrador tan hispánico choca con la visión iconoclasta de los encuentros de Yura con el redentor. Este es tan pequeño como una figurita de porcelana, no habla una palabra y cada vez que hace acto de presencia es para hacer alguna gracia o mostrarse de manera divertida, casi ridícula: es la diferencia abismal entre el Cristo católico tradicional de Marcelino con el que Yura es capaz de invocar ante sí, el de un niño que pocas semanas antes ignoraba quién era ese tal Jesús.
Es Jesus una película sencilla, diáfana en sus intenciones y rodada con tan pocos medios como buen gusto. Su director, Hiroshi Okuyama, es además guionista, montador y responsable de la fotografía. El devenir cotidiano de Yura nos es narrado con delicadeza, transmitiendo su sentimiento de soledad con gran profundidad sin necesidad de excesivos alardes. La llegada de Jesucristo a su vida alterará esta balsa de monotonía al descubrir que bastará con solicitar un deseo para que se cumpla sin dilación. Lo primero, por descontado, es pedir un amigo. Ya tendrá con quien jugar al fútbol en los eternos campos nevados que circundan el colegio. Poco a poco Yura irá pidiendo más cosas, y todas se cumplirán, hasta descubrir que no todo lo que uno pide es lo más acertado. El filme tomará un sesgo dramático y Yura se verá abandonado en su fe, una fe que le ha otorgado el poder de cumplir un deseo terrible. Es tal vez en estos momentos cuando el nuevo tono de la narración choca con ese extravagante Jesucristo de juguete que bailotea, corre y se pelea con un luchador de sumo de papel. Uno imagina que Yura y Marcelino hubieran sido dos buenos compañeros de juego. Quizá entonces nadie hubiera venido a cambiar para siempre sus sueños de niño. 60|100
Japón, 2018. Título original: Boku wa lesu-sama ga kirai. Director: Hiroshi Okuyama. Guion: Hiroshi Okuyama. Productora: Closing Remarks. Fotografía: Hiroshi Okuyama. Montaje: Hiroshi Okuyama. Intérpretes: Yura Sato, Riki Okuma.
UN DÍA MÁS CON VIDA
Damian Nenow, Raúl de la Fuente, España-Polonia | Perlas.
«La mejor forma de conocer el mundo es hacer amistad con él», dijo en su día Ryszard Kapuściński, periodista polaco dedicado a dar voz a un mundo muy particular: el tercero, aquel donde, según él, hay que tener, bien dinero, bien tiempo. Quienes ejercen el poder tienen de sobra del primero, con lo que los oprimidos deben sacar partido del aún más valioso segundo elemento, uno de los pocos que ni el más poderoso puede comprar. Y eso es así incluso en África, donde, mientras unos pocos coleccionan riquezas, muchos dedican horas y horas al día a labores tan simples como ir a por agua o llevar a los hijos a la escuela. De una de las obras del icónico reportero de guerra, Un día más con vida, parte el largometraje homónimo que nos ocupa, ópera prima del polaco Damian Nenow y el español Raúl de la Fuente. En el libro, el periodista narra la descolonización portuguesa de Angola en 1975 y sus consecuencias: una guerra civil que, hasta hace muy poco, devastó la región; también se analizan los puntos fuertes y débiles del Movimiento Popular de Liberación de Angola, que gobierna el país desde entonces tras luchar, primero, contra Portugal en la Guerra de la Independencia (1961-1974) y, luego, contra el UNITA y el FNLA en el proceso de descolonización (1974-1975) recién mencionado. En la película, coproducida por España, Alemania, Polonia y Bélgica, los jóvenes realizadores (que dedicaron una fatigante década a su creación) recurren a la técnica de motion tracking para sumir en una mezcla de efectismo cómic e hiperrealismo sensorial el viaje de Kapuściński, el cual combinan con declaraciones de supervivientes a los que costó encontrar (no del propio ensayista, claro, pues este falleció en 2007 a los 74 años) e imágenes reales que la convierten en un nuevo ejemplo del raro subgénero del documental animado, donde se enmarcan joyas como la israelí Vals con Bashir (Ari Folman, 2008), sobre la Guerra del Líbano, y la estadounidense Tower (Keith Maitland, 2016), dedicada al primer tiroteo masivo acontecido en un centro educacional norteamericano.
Aunque aparentemente chocante, la suma de animación y documental es idónea para este tipo de proyecto, pues, ante la imposibilidad de la segunda categoría cinematográfica de alcanzar la estricta certeza, nada mejor que recurrir a la primera para rellenar los inevitables huecos. Esto permite además a la obra ofrecer instantáneas de auténtico impacto sin desprestigiar la realidad, la cual, como suele decirse, supera siempre a la ficción. Lástima, eso sí, que ello fuerce al filme a colmar la narración de un sensacionalista tono épico que va desde la plana definición de Kapuściński como héroe al que admirar hasta la erotización del pueblo africano (algo evidente al comparar las imágenes de archivo del único personaje femenino con el mucho más sensual diseño animado del mismo). Que las intenciones son buenas es indudable, y quizá esa sea la mejor forma de que el público se interese por tan tristes conflictos, con lo que en el fondo no podemos culpar a la película por ello. De hecho, ya es favorita al cotizado Premio del Público del certamen. A fin de cuentas, la tragedia atravesada día tras día por el continente africano es un tema tan conocido y, a la vez, tan ignorado, que hay que recurrir al impacto visual para generar verdadera empatía en un espectador que sin duda recordará mejor la traumática escena de la matanza de la carretera (grabada en nuestra mente y nuestra retina como si la hubiéramos vivido gracias a una conmovedora narración en primera persona que vuelve innecesario presenciarla) que todos los datos estadísticos imaginables. Entretanto, la obra juega con la fuerza de la memoria, haciendo hincapié en la necesidad de recordar sin dejar por ello de prohibir un perdón todavía difícil de conceder. Un día más con vida, todo un ensayo poético al más puro estilo Kapuściński, nos conmueve y destroza porque sabemos que su realidad, aunque técnicamente distante tanto en el espacio como en el tiempo, está harto presente en ese dolor agudo y lastimero del que la humanidad nunca se recuperará del todo. 80/100
Polonia, Alemania, España, Bélgica, 2018. Título original: Another Day of Life. Dirección: Damian Nenow y Raúl de la Fuente. Guion: Niall Johnson, Amaia Remírez, David Weber, Raúl de la Fuente. Novela original: Ryszard Kapuściński. Fotografía: Gorka Gómez Andreu, Raúl de la Fuente. Montaje: Raúl de la Fuente. Música: Mikel Salas. Producción: Platige Image, Kanaki Films. Reparto: Miroslaw Haniszewski, Vergil J. Smith, Tomasz Zietek, Olga Boladz. Duración: 80 minutos.
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