Un mapa ya trazado
Crítica ✷✷ de El viaje de Nisha, de Iram Haq.
Noruega, 2017. Título original: Hva vil folk si. Dirección: Iram Haq. Guion: Iram Haq. Música: Lorenz Dangel, Martin Pedersen. Fotografía: Nadim Carlsen. Reparto: Maria Mozhdah, Adil Hussain, Ekavali Khanna, Rohit Saraf, Ali Arfan, Sheeba Chaddha, Jannat Zubair Rahmani, Lalit Parimoo, Nokokure Dahl,Isak Lie Harr. Productora: Mer Film / Rohfilm Factory GmbH / Zentropa International Sweden / Film I Väst / Snowglobe Films. Duración: 106 min.
El viaje de Nisha es el segundo largometraje de Iram Haq, cineasta noruega de ascendencia pakistaní que ya había retratado las vicisitudes de una mujer atrapada entre dos culturas en su ópera prima I Am Yours (2013), obra propuesta por el país nórdico para competir en los premios Óscar. En su nueva película, la realizadora decide llevar el concepto de choque cultural aún más lejos, entregándonos un drama con elementos de thriller que narra las difíciles circunstancias que debe atravesar una adolescente nacida en Oslo (interpretada por Maria Mozhdah), cuya familia presiona psicológicamente para continuar con la tradición religiosa del matrimonio concertado. El filme, que se inspira en las propias experiencias de vida de Haq (con 14 años, su padre la forzó a pasar un año en Pakistán para empaparse de la cultura heredada), pone en escena una situación tristemente corriente en el seno de una comunidad en la cual la mujer debe callar y resignarse a una vida dedicada a los quehaceres domésticos, lo que tiene como objetivo el sometimiento de la esposa al marido, dando lugar a una constante represión y falta de libertades. El detonante de la historia sucede cuando Mirza, el estricto padre de Nisha (interpretado por Adil Hussain), descubre que su hija mantiene un noviazgo con un joven noruego, lo que trastoca las normas preestablecidas y respetadas a rajatabla por la familia, por las cuales los padres deben dar el visto bueno a las relaciones amorosas de sus hijos, para finalmente concertar la unión matrimonial. En este aspecto, la cinta busca reflejar la paradójica posición de una adolescente que si bien se ha criado en un país distinto al de sus padres y se desenvuelve socialmente en un ámbito de valores occidentales, es obligada a asumir los preceptos de una cultura de la que no conoce demasiado. De esta manera, la directora da forma al tema central de un filme que expone la tensión irresuelta entre el mandato religioso y las libertades individuales, siendo la turbulenta relación entre padre e hija el hilo conductor de un argumento que transcurre tanto en Noruega como en Pakistán.
Si el punto de partida es interesante por la posibilidad de motivar un discurso crítico en torno a una representación que se retroalimenta de hechos reales, el maniqueísmo evidente en las caracterizaciones (en especial la del padre, como expresión corpórea del mal y la represión), sumado a una falta de sutilezas en cuanto a la sobreexposición del tema a denunciar, producen como resultado una película que parece tener todas las respuestas dadas de antemano, lo que no invalida su tesis pero sí deja al espectador en una situación de mero receptor pasivo de informaciones. En su afán por remarcar el maltrato al que es sometida esta indefensa adolescente, la película deja de lado lo que subyace al hecho cinematográfico, esto es, el espacio del público (y de su consciencia) para absorber y reflexionar acerca de lo que acontece en pantalla, llevándolo a construir un punto de vista personal. Este acercamiento se manifiesta en varias de las decisiones narrativas y estéticas de una cinta que busca el impacto emocional a través de un constante subrayado del carácter represivo y autoritario tanto de la figura paterna y del entorno familiar de la protagonista, como del ámbito sociocultural islámico, ejemplificado en todas y cada una de las escenas que transcurren en suelo pakistaní. En ese sentido, el filme se sumerge en un territorio oscuro, lleno de golpes bajos y carente de matices en el cual la única salida posible para el personaje es la elección moral entre dos modos opuestos de ver el mundo: por un lado, el que surge de la retrógrada y anticuada tradición religiosa, que se sustenta en la coerción y la violencia familiar y social, y por el otro, el que se expresa en el racional y en apariencia carente de conflicto estilo de vida occidental. Empero, el cine, como medio de expresión que constantemente resignifica la realidad, funciona en tanto espejo que, antes que duplicar una experiencia, evidencia sus claroscuros y sus puntos ocultos. Por eso, al alejarse de cualquier intento de debate sobre lo narrado, la película no hace más que escenificar una visión ya internalizada por parte de la directora, en donde cualquier germen de discusión o de parcialidad es rápidamente enmascarado por escenas de maltrato y manipulación psicológica que son llevadas al extremo, resultando en un visionado difícil por el carácter explícito e innecesario que adquiere la violencia verbal y física.
«Si el punto de partida es interesante por la posibilidad de motivar un discurso crítico en torno a una representación que se retroalimenta de hechos reales, el maniqueísmo evidente en las caracterizaciones (en especial la del padre, como expresión corpórea del mal y la represión), sumado a una falta de sutilezas en cuanto a la sobreexposición del tema a denunciar, producen como resultado una película que parece tener todas las respuestas dadas de antemano, lo que no invalida su tesis pero sí deja al espectador en una situación de mero receptor pasivo de informaciones».
La reiteración de una postura de denuncia se evidencia especialmente en el terreno del drama doméstico y la vida privada, lo que produce una escisión irreconciliable en el corazón de la estructura familiar, madre de todos los males. Todo el entorno de la protagonista (incluyendo al padre, la madre y el hermano, además de sus tíos) razona y actúa de la misma manera, sin un ápice de cuestionamiento y ateniéndose a las buenas costumbres, traduciéndose en un filme que desperdicia la oportunidad de explorar las diferencias de opinión que puedan generar algún tipo de conflicto entre los integrantes del clan. No se trata de justificar comportamientos aberrantes, pero sí de hurgar en la psicología de los personajes e indagar en la compleja dinámica de un círculo íntimo que nunca llegamos a conocer a fondo (la madre solo adquiere importancia cuando culpa a su hija porque sus vecinos dejaron de invitarla a reuniones sociales). Otro rasgo estético que resulta poco convincente es la intención de la directora de amalgamar elementos típicos del thriller con los del drama, lo que se traduce en una combinación heterogénea que se percibe algo forzada, especialmente en lo que respecta a las presiones del padre a su hija y a la construcción audiovisual que convierte las calles de Pakistán en un espacio digno de las cintas de terror más escalofriantes, siempre en pos de potenciar la sensación de encierro y peligro que invade a la protagonista. La figura represiva del padre se refuerza además, a través de una banda sonora y unas acciones por las que su personaje adquiere, prácticamente sin presentación previa, un carácter violento que lo posiciona rápidamente en el bando de los enemigos, reforzando un mensaje que cobra más relevancia que el desarrollo de los acontecimientos. Esto trae como consecuencia que como espectadores nos veamos arrastrados y manipulados por un tipo de relato que nos indica no sólo hacia dónde mirar sino la forma de hacerlo. Por este motivo, aun siendo conscientes de que lo que sucede en el plano de la representación se basa en experiencias reales que deben ser denunciadas, cuesta sumergirse de lleno en ese mundo y entender las razones que llevan a los personajes a actuar del modo en que lo hacen. | ✷✷✷✷✷ |
Hernán Touzón
© Revista EAM / Barcelona