Arte posesivo, misterio desazonador
Crítica ✷✷ de Blackwood, de Rodrigo Cortés.
Estados Unidos, España, 2018. Director: Rodrigo Cortés. Guión: Mike Goldbach, Chris Sparling (Novela: Lois Duncan). Productoras: Fickle Fish Films / Nostromo Pictures / Temple Hill Entertainment. Fotografía: Jarin Blaschke. Música: Víctor Reyes. Reparto: Uma Thurman, AnnaSophia Robb, Isabelle Fuhrman, Noah Silver, Rosie Day, Kirsty Mitchell, Taylor Russell, Victoria Moroles, Jim Sturgeon, Rebecca Front, David Elliot.
Quizá por aquello de la asociación verano-vacaciones la cartelera, dicen, no atraviesa su mejor momento durante la estación más calurosa. Las distribuidoras se reservan para estas fechas algunos blockbusters, esto es, las cada vez menos estimulantes superproducciones llamadas a concitar, palomitas y bostezos mediante, al mayor número de espectadores. De ahí surge, al menos en buen grado, una leve sospecha personal que me acompañó desde el mismo instante en que Rodrigo Cortés y la distribuidora en España de Blackwood, eOne Films, anunciaron su fecha de estreno. Tan sólo una semana después del nuevo episodio de la saga Misión imposible y la misma que Los increíbles 2. Ahí lo lleva usted, don Rodrigo. Sospecha del todo infundada a priori la del encaje de fechas, que, sin embargo, tras haber visto la película adquiere un peso no poco revelador, y que pasaré a enunciar en estas líneas. Situémonos. Hasta hoy, Rodrigo Cortés había dirigido tres largometrajes, uno de los cuales (Buried) le confirió el marchamo de superdotado o, peor aún, la categoría de «joven talento» bajo la influencia de autores como Alfred Hitchcock y bailarines tras la cámara del calibre de Spielberg o Guillermo del Toro (sin su poesía naíf). Su condición de todoterrreno (guionista, director, montador e incluso compositor) presagiaba en cierto sentido la progresión constante de una filmografía que, si bien con largos hiatos, poco a poco cobraría relevancia no ya dentro del resbaladizo mercado español sino en el circuito internacional, amparado ahora en el gusto de los programadores de festivales, donde uno puede hallar con facilidad títulos indescriptibles tanto en forma como en contenido. Buenas y malas noticias, según se vista uno con el disfraz de cenizo o de entusiasta amante de la siesta. En este terreno cenagoso se mueven hoy los cineastas que, al igual que Cortés, buscan el término medio precisamente en un equilibrio inalcanzable, osado sólo en apariencia si nos paramos a desentrañar Blackwood, cuya propuesta extemporánea y tópica —me temo, ojalá me equivoque— lo pasará mal en taquilla. No hay rastro de ella en televisión, ni en las marquesinas de los autobuses, ni tan siquiera su expectativa se percibe en el tufillo del tuit vocero. Han soltado a la presa en territorio enemigo. Es una estrategia de zapador suicida, la de un cineasta concienzudo que por vez primera no participa oficialmente en la escritura del guión que más tarde rodará: una insípida adaptación de la novela de Lois Duncan.
Blackwood juega a muchas cosas —entre ellas, mal que le pese a su director, al terror con donaire— y acaba siendo ¿qué? ¿Cinta de intriga? ¿De posesiones, quizá? ¿De suspense? ¿O una sobre adolescentes problemáticos cuyos traumas pasan por un malestar psicológico común al resto de mortales con los problemas derivados de la vida: inspirar y aguantar respirando hasta el final de, llamémoslo, una época desagradable sin más demonios que ese del espejo por la mañana? Pues bien, tenemos a una chica que perdió a su padre y a la que expulsan del instituto debido a su pésima actitud. Al parecer, incendió un edificio. Los orientadores recomiendan a su madre internarla en la institución que regenta una, ejem, enigmática pedagoga a la que interpreta Uma Thurman. Los adjetivos aquí los escribe la misma puesta en escena, que dicen los entendidos está destinada al público young adult. El prestigio de Madame Duret cubre largas distancias, casi literalmente si tomamos en consideración que aquel hospicio enjaulado por las montañas emana una energía ultraterrena que bien podría sobrevolar varias latitudes. Hasta ahí llega la chica (AnnaSophia Robb) con su madre y su padrastro, superado en un primer momento por la visión de la regia arquitectura de cuento decimonónico. Llegan antes que nadie, y al entrar la luz no funciona porque no, y ya está. A mí me acusarán de verosimilista, como Hitchcock a los que no compraban mercancía defectuosa que no llevara su sello, porque a vender humo narrativo sólo se aprende con la justa medida de inteligencia, impudicia y estilo visual. Pero esto no es Vértigo —ni lo pretende, aclaro. Esta vez el disparate ni siquiera alcanza tal categoría. Todo aquí es correcto, letárgico, cada plano está al servicio de la narración y nadie podrá decir que técnicamente es una película mediocre. Sucede que se erige sobre unos cimientos gastados que anulan la capacidad del director para emocionar en los momentos más trascendentales. Un primer visionado denota la asumida profesionalidad del que acepta un encargo con la mejor de las sonrisas, a sabiendas de que jamás tendrá siquiera la penúltima palabra acerca del corte último.
«La historia adquiere por momentos forma de sermón intelectualoide, un sermón vacuo que difícilmente será escuchado por nadie, un sermón elitista para una generación que desconoce el rigor de cierta camarilla prescriptora que, nada-por-aquí-nada-por-allá, vende el ornamento como un apetitoso rebozado cultural».
El tono indefinido, que no indefinible, general y un retintín más bien aforístico que demuestran tener los personajes intoxica el proceso de asunción del verdadero drama: el que se forja en las tripas de esa mansión en donde sólo se imparten cuatro materias: música, pintura, literatura y matemáticas. De esto hay mucho, no siempre bien integrado en unas precipitadas acciones cuyo desarrollo, lejos de contribuir a que el ritmo genere por sí mismo un estado de vigilia necesario para sentirse allí adentro (me resisto a «desvelar el misterio»), lentamente van engarzando secuencias de escaso interés. Los personajes no tienen grises, viven en la inopia de sí mismos y no parecen querer salir de ahí. A menudo ese marco en el cine se dibuja a través de los objetos con que interactúan los propios personajes; también gracias a la relación con su entorno, a la manera en que se filtran en las conversaciones de los demás. Justo lo que apreciábamos en, por ejemplo, La cumbre escarlata o El espinazo del diablo, quizá un filme en las antípodas de Blackwood, sí, pero que desde su perspectiva aparentemente infantil alcanzaba simas muy profundas. Todo ello sin olvidar el ya mencionado equilibrio entre la autoría y la apetencia comercial de aquellos realizadores que buscan un golpe de efecto memorable aun a riesgo de malograr el conjunto, tal como ocurría en el anterior filme de Cortés, Luces Rojas. Y es que el artificio no tiene por qué traducirse en pueril retruécano. No deberíamos concederle ningún aplauso al que se conforma con saber tocar ciertas teclas. El de «objeción» es, pues, un concepto en desuso que reivindico para establecer los términos en que debe analizarse Blackwood. Y no teman los que decidan ir a verla, pues su director no los tratará con condescendencia en absoluto. Aunque la historia adquiere por momentos forma de sermón intelectualoide, un sermón vacuo que difícilmente será escuchado por nadie, un sermón elitista para una generación que desconoce el rigor de cierta camarilla prescriptora que, nada-por-aquí-nada-por-allá, vende el ornamento como un apetitoso rebozado cultural. | ✷✷✷✷✷ |
Juan José Ontiveros
© Revista EAM / Madrid