El castillo encantado
La bella y la bestia (Jean Cocteau, 1946).
Francia, 1946. Título original: La belle et la bête. Director: Jean Cocteau. Guion: Jean Cocteau, basado en el cuento de Jeanne-Marie Leprince de Beaumont. Productora: DisCina. Productor: André Paulvé. Estreno: septiembre de 1946. Consejero técnico: René Clément. Fotografía: Henri Alekan. Música: Georges Auric. Montaje: Claude Ibéria. Diseño de producción: Christian Bérard y Lucien Carré. Intérpretes: Jean Marais, Josette Day, Mila Parély, Nane Germon, Michel Auclair, Raoul Marco, Marcel André, Claude Autant-Lara, Jean Cocteau.
Jean Cocteau escribe en una pizarra el nombre del actor estrella de su nueva película. Este, Jean Marais, que lo observaba desde el lado opuesto de la habitación, lo borra. Cocteau escribe de nuevo, ahora el nombre de la actriz, Josette Day, y entonces es esta quien pasa el borrador sobre la arañada superficie. Los créditos se suceden bien superponiéndose a la imagen, bien de la mano del celebérrimo poeta y dramaturgo, novelista y cineasta Cocteau. Parece anticiparnos que toda ficción es evanescente como el trazo de tiza sobre un encerado. Tras los títulos de crédito, un intertítulo mostrando, con la reconocible caligrafía del director, una llamada al espíritu de la infancia, a ese niño que todos llevamos dentro, del espectador. La historia que se va a desarrollar ante nuestra mirada es una fuga de la realidad, un viaje a lo más esencial y elevado del corazón humano. Un alto ideal que tendrá su mejor exponente en una bestia monstruosa, un cuento para niños de claro mensaje redentor que Cocteau adaptará para la pantalla inspirado en el clásico relato de Jeanne-Marie Leprince de Beaumont. La Segunda Guerra Mundial acaba de terminar y no parece haber lugar para la poesía tras tanto horror. Pero bajo el rostro de la fealdad más absoluta aún puede pervivir el amor por lo bello. Solo debemos dejar libre nuestra imaginación y que nuestros ojos ahora de niño sueñen con un mundo mejor.
Catorce años habían pasado desde que en 1932 Jean Cocteau rodara La sangre de un poeta (Le sang d’un poète), un clásico del cine de aspiración surrealista que compitió de manera tardía con las dos piezas mágicas que Luis Buñuel, con la ayuda de Salvador Dalí, rodara con antelación: Un perro andaluz (Un chien andalou, 1929) y La edad de oro (L’age d’or, 1930). El cine francés se combinaba con la vanguardia literaria y cosechaba escándalos y controversias. Fueron, sin embargo, ensayos puntuales, y Cocteau volvió a su mundo de bambalinas y versos alejándose del oropel cinematográfico. Para su vuelta, eligió un cuento infantil según la versión escrita por Madame Leprince de Beaumont al que someterá a algunos cambios sin alterar su esencia: La bella y la bestia (La belle et la bête, 1946). En el apartado técnico pudo contar con la ayuda de René Clément, el director de, entre otras, A pleno sol (Plein soleil, 1960), que ese mismo año de 1946 ganaría en el Festival de Cannes, donde también se estrenó La bella y la bestia, los premios al Mejor Director y el Internacional del Jurado con su película La batalla del raíl (Bataille du rail, 1946). La protagonizará un actor que ya había trabajado con él en el teatro y que en esos momentos era su pareja sentimental: Jean Marais. Este era promocionado como el hombre más guapo del mundo. Su mentón cuadrado y su rostro varonil apoyaban su enorme presencia, si bien su relación con el poeta, no podía ser de otra manera en la época, iba acompañada por el escándalo. En el inicio de la película, Cocteau, aprovechando la imagen de galán supremo de Marais, oculta premeditadamente su rostro hasta el momento en que se halla junto a Josette Day, la bella de esta historia, para mostrarlos juntos en todo su esplendor compartiendo plano por primera vez. Las estrellas del cine imponían su imagen idealizada y el director se aprovecha de ello para construir su relato partiendo desde la belleza absoluta para introducirnos, poco a poco, en el reino de la ensoñación, la magia y el horror.
«La historia que se va a desarrollar ante nuestra mirada es una fuga de la realidad, un viaje a lo más esencial y elevado del corazón humano. Un alto ideal que tendrá su mejor exponente en una bestia monstruosa, un cuento para niños de claro mensaje redentor que Cocteau adaptará para la pantalla inspirado en el clásico relato de Jeanne-Marie Leprince de Beaumont».
Bella es maltratada por sus dos hermanas a modo de Cenicienta, pero ni sus pobres ropajes ni el trabajo servil pueden ocultar su hermosura al joven Avenant (Jean Marais), el cual no duda en pedirle que se case con él. Bella lo rechaza pues considera que se debe al cuidado de su padre, ya mayor y acosado por las deudas. Este recibe la noticia de que ha vuelto uno de sus barcos y quizá pueda recuperar su fortuna, por lo que parte raudo hacia la ciudad. A su vuelta, el padre de Bella (Marcel André) se perderá en el bosque y hallará refugio en un extraño castillo. Es aquí donde Cocteau potencia el carácter surreal, de sueño enfebrecido, de su relato. Un caminante que vaga entre la fronda incapaz de hallar el camino, la bruma que lo envuelve todo y las ramas que se apartan a su paso para mostrarle el escondido baluarte en el que podrá guarecerse de la noche. Cocteau se valdrá de la atmósfera neblinosa y del rostro aterrorizado del hombre perdido para marcar ese paso de lo real a lo fantástico, que se tornará definitivo justo cuando franquee las puertas del castillo encantado de la bestia. En su interior se suceden las imágenes más impactantes de la película, guiada de manera prodigiosa por los dedos de la imaginación desatada: candelabros cuyas velas se encienden por sí solas, insuflada su vida por el arte de la magia, sostenidos en las paredes por brazos que se mueven guiando los movimientos del padre de Bella hasta llevarlo ante una mesa repleta de manjares y una chimenea en la cual crepita un salvaje fuego. Donde lo humano ha sido cruel y despiadado, la magia acoge al hombre extraviado y solo con su calor. Quien sufre de la eterna soledad es quien mejor puede comprenderla y apiadarse de quien también la padece. Las estatuas giran sus ojos al paso del visitante y un brazo que emerge de la mesa le sirve un vaso de vino. Viajero, eres bienvenido al reino de lo extraño.
«De La bella y la bestia permanecerá el valor de una propuesta que se eleva atemporal y única, una joya imperfecta en su exquisitez que dejará para siempre en nuestra mente imágenes inolvidables».
Ay, un gesto inocente y bondadoso puede provocar el mayor de los males, y que el padre corte una rosa para llevársela a su hija Bella provocará la ira de la bestia, que exigirá su muerte, o mejor, que le entregue a una de sus tres hijas. Un precio desorbitado para quien daña la profunda sensibilidad del monstruo. La llegada de Bella al castillo irá acompañada también de ese ambiente onírico del que Cocteau intenta impregnar su relato. Su entrada a cámara lenta por el pasillo que antes había recorrido su padre potencia la extrañeza, ya que no la sorpresa, dejando a esta los detalles soberbios de puertas y espejos que hablan, o uno de los momentos más hermosos de la película: Bella deslizándose, como en un sueño, por un pasillo flanqueada por una pared en la que destacan puertas cerradas y la otra, a la derecha del cuadro, abierta a la luz nocturna de amplios ventanales que hacen flotar ante ella sedosas cortinas. Una escenografía que nos retrotrae a otra de similar composición y fuerza hipnótica en El legado tenebroso (The Cat and the Canary, Paul Leni, 1927). A este respecto, el director no dejó nunca de alabar la aportación del diseñador Christian Bérard, magnífico en toda la imaginería de la película. Cocteau se desenvuelve con una poética que se mueve entre lo salvaje, lo feérico, lo exultante y también, a nuestro pesar, lo relamido y lo cursi. La búsqueda de la belleza en cada plano lo lleva en algunas escenas a un excesivo estatismo teatral, potenciado por lo artificial de algunos diálogos (la bestia en la habitación de Bella cuando por primera vez esta le pide que salga, por ejemplo). O secuencias que pierden fuerza esclavas de dar salida al desarrollo de la trama, así la vuelta a casa de Bella tras su estadía en el castillo, que nos hacen desear que Cocteau se hubiera olvidado por completo de la narración tradicional para seguir dando forma a su fantasía sin cortapisas argumentales. Es aquí donde el mensaje que sustancia la historia se revela de manera más evidente y mundana: el egoísmo y la falta de empatía de los seres humanos contrastan con la delicadeza y el buen corazón de la bestia. Aunque no podemos dejar de lado que esta pretendida bondad se sustenta en mantener prisionera a Bella, el más que nunca objeto de su pasión. La bestia vierte muchas lágrimas de dolor ante el rechazo de la joven, pero esta es obligada a pasar sus días, aburrida a muerte, en una jaula de oro. Este peaje narrativo es el precio del riesgo, y de La bella y la bestia permanecerá el valor de una propuesta que se eleva atemporal y única, una joya imperfecta en su exquisitez que dejará para siempre en nuestra mente imágenes inolvidables.
José Luis Forte
© Revista EAM / Cáceres