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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Whitney

    El abismo en una canción melosa

    Crítica ★★★★ de Whitney, de Kevin Macdonald.

    Reino Unido, 2018. Título original: «Whitney». Director: Kevin Macdonald. Fotografía: Nelson Hume. Música: Adam Wiltzie. Montaje: Sam Rice-Edwards. Productora: Lightbox. Distribuidora en España: Vértigo Films. Presentación oficial: Festival de Cannes.

    Al final encarnó el personaje de superestrella atraída por el vacío. Whitney Houston, hija de Cissy Houston y sobrina de la también cantante Dionne Warwick, no podía al parecer dedicarse a otra cosa que no fuera triunfar en el mundo de la música. Una industria, conviene señalar, que ya en los primeros años ochenta del pasado siglo fue víctima de su tiempo, bochornosamente elástico y falsamente prometedor —como siempre—, y que alimentó en buena medida el derrape de ciertas figuras acosadas por los traumas familiares. No en vano Whitney Houston coincidió en el espacio de dos décadas, e intercambió confidencias, con el Rey del Pop, el producto envuelto mal que bien de un padre que no concedía respiro a su prole, a la que obligaba a ensayar como Anthony Hopkins a repetir, una y otra vez, las mismas caídas a sus figurantes en Westworld; consciente él —Joe Jackson— del filón que tenía en casa (la inmortalidad disfuncional de su hijo Michael) y sabedores nosotros de que el moonwalk impediría a ese adulto peterpanesco posar alguna vez totalmente los pies sobre la tierra. Admitamos, en fin, la deuda del relato musical con la tragedia más ramplona. Agentes que sonríen mientras firmas el contrato, chupópteros habituales, depresiones, adicciones, malos virajes en el peor momento y, sí, la sensación de reinar sin posibilidad de fuga. O, mejor dicho, la soledad más terrible; la que siempre ha estado ahí agazapada tras la sonrisa. Eso, nos dicen, sentía Whitney Houston.

    La película de Kevin Macdonald, que algo sabe de documentales y que en 2009 dirigió la meritoria La sombra del poder, segunda junto con El dilema y Matar al mensajero de una trilogía, imaginada por un servidor (disculpen), acerca del poder que tiene según qué información y la influencia/importancia del periodismo en tanto modulador de la opinión pública frente a las instituciones, no da tregua. El recorrido aquí es más o menos lineal y ahonda en la infancia de la cantante, cuya voz disfrutaron por vez primera en público los feligreses de la Iglesia baptista de Newark, New Jersey, a la que acudía la familia Houston a celebrar su conexión primigenia con el gospel y el soul del gueto. Allí reinaba a su manera John Russell Houston, por entonces una suerte de concejal de urbanismo que concedía licencias al tiempo que doblaba la muñeca para mecer bien los fajos. Sea como fuere, la familia prosperó y se mudó a un chalet ubicado a diez manzanas de su anterior vivienda. Los altos índices de criminalidad que presentaba entonces Newark (finales de los años 60, plena efervescencia de la lucha por los derechos civiles) pasaron a un segundo plano en la encuesta del CIS de la familia Houston. A Whitney la matricularon en un colegio privado sólo para chicas, ya que sufría bullying e, intuimos, algo de aquella experiencia se filtraría en canciones dulzonas como I Wanna Dance With Somebody, que bien leída y mejor escuchada no es sino un grito de auxilio de alguien que, de nuevo, se siente sola y busca un acompañante real. Quiso la casualidad y la influencia del clima que éste acabara siendo Bobby Brown, un locuaz saltimbanqui del peor R&B que sonó fuerte durante algún tiempo en Estados Unidos, quien mira a cámara hoy con la presencia del hombre reflexivo cansado de atizar con mandarinas y jugar al esposo celoso que no admite el éxito de su mujer. Pues a continuación llegó El guardaespaldas, y Whitney fue la primera cantante afroamericana que actuó en Sudáfrica después del apartheid. Y aquello, insiste Cissy, fue un bombazo «estratosférico».

    Uno de los valores de Whitney radica en la sencillez con que Macdonald desenmascara
    la indolencia del bribón, bien representada por los dos hermanos de la cantante, pero también por algún que otro que pasaba como quien dice por allí, ya fuera del staff de las giras o de la propia discográfica. El presidente de la compañía con que trabajó Whitney a comienzos de la década pasada, cuyo nombre patina ahora en mi memoria, llega a decirle al entrevistador que nadie le habló nunca de las adicciones de la cantante. ¡No le constaba, demonios! «Quizá porque yo era el presidente... por eso me lo ocultaron».

    Conviene recordarlo: el artista es por naturaleza un individuo errático, complejo, incómodo. A veces, incluso, lamentable. No caeremos en el cliché del malditismo, pero cuán a menudo ciertas etiquetas definen las situaciones y nos roban las palabras.


    En otro momento del filme un amigo dice que, a veces, muchas, quizá demasiadas visto el resultado, Whitney se encerraba en la habitación del hotel y podía estar allí una o dos semanas. Vaya usted a saber cuánto tiempo en verdad. No prueben a imaginarse la escena. Catorce días. En realidad nadie intentó nunca tirar abajo la puerta por miedo a perder su trabajo. Tan humano y miserable como eso: a ver cuánto daba de sí. Y cuando por fin salía de su habitación, «sorprendentemente viva» —piensa uno mientras escucha semejante historia—, él siempre le preparaba una sopa. Le honra a ese señor no tanto el gesto de preparar el caldo como seguir vivo. Entretanto habían dilapidado una fortuna. Porque catorce días son muchos días si se convierte en costumbre. Y la fortuna, cualquiera que sea su tamaño, tiende a menguar con inexplicable rapidez. Macdonald sostiene el plano y vemos lágrimas cayendo por las mejillas de Cissy. Hay verdad y culpa y resignación. O al menos a mí me lo parece.

    Se habla del enfrentamiento entre John Russell y Robyn Crawford, una amiga de la infancia y asistenta personal con la que al parecer Whitney mantuvo una larga relación amorosa. El padre, que había hecho y deshecho a su antojo, poniendo en nómina a sus hijos y moviendo el dinero (gastándoselo, quería decir) a capricho, no sale bien parado de esta película, en donde vemos imágenes engarzadas con bastante astucia, un ojo en el camerino a veces templado y otras frenético, según hubiera transcurrido el show. Pero también a Bobbi Kristina Brown, la hija de Whitney y B.B. preguntándose a muy temprana edad, como en su día hizo su madre con la abuela, si la vida es sueño o, por decirlo sin poesía: si la vida es una road movie programada por unos señores feos que te mangonean todo el rato. Entre la neblina de la grabación analógica se advierte de cuando en cuando una sombra de película de terror, quizá una de esas figuras que se adhieren a la cruceta del techo esperando que el director ordene un contrapicado, agravando así la fragilidad del protagonista, que sonríe en primer término mientras vemos al otro enganchado con velcro cual Spiderman acreedor. Es, de alguna manera, la mirada condenatoria del que llega conociendo el final. Algo parecido sentías viendo Amy y leyendo las respectivas tragedias de los miembros del Club de los 27. Cada historia existe en su nido de particularidades; se exponen las virtudes, no pocas en el caso que nos ocupa, en tanto que el morbo no ofrezca nuevas aristas para descomponer el mito. Pues ese chismorreo también lo ha forjado en no poca medida. El deleite, para el espectador, surge precisamente de la contemplación de la caída, lenta pero irremediable. Y qué importa ya si esta mujer traumada, que tenía suficientes aptitudes para convertirse en una fabulosa cantante soul, optó por adentrarse en la vía de servicio más próxima. Hubo un último intento de vuelta al trabajo, libre de sustancias peligrosas, gracias al cine. Apenas trascendió en ningún orden. Su voz, resquebrajada y desabrida, no volvería a alcanzar las cotas de I Will Always Love You. Conviene recordarlo: el artista es por naturaleza un individuo errático, complejo, incómodo. A veces, incluso, lamentable. No caeremos en el cliché del malditismo, pero cuán a menudo ciertas etiquetas definen las situaciones y nos roban las palabras. | ★★★★ |


    Juan José Ontiveros
    © Revista EAM / Madrid



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