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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Happy End

    Happy as Funny were the Games

    Crítica ★★★★★ de Happy End, de Michael Haneke.

    Francia. 2018. Título original: Happy End. Director: Michael Haneke. Guion: Michael Haneke. Duración: 110 minutos. Edición: Monika Willi. Fotografía: Christian Berger. Música: Varios artistas. Productora: Coproducción Francia-Alemania-Austria; Les Films du Losange / X Filme Creative Pool / Wega-Film / arte France Cinéma / France 3 Cinéma / Westdeutscher Rundfunk (WDR) / Bayerischer Rundfunk (BR) / Arte France / Canal+ / Ciné+ / Centre National de la Cinématographie / France Télévisions / ORF Film/Fernseh-Abkommen / Filmförderungsanstalt / Eurimages. Diseño de vestuario: Catherine Leterrier. Diseño de producción: Olivier Radot. Intérpretes: Isabelle Huppert, Jean-Louis Trintignant, Mathieu Kassovitz, Fantine Harduin, Toby Jones, Franz Rogowski, Laura Verlinden, Aurélia Petit, Hille Perl, Hassam Ghancy, Nabiha Akkari, Joud Geistlich, Philippe du Janerand, Dominique Besnehard, Bruno Tuchszer, Alexandre Carriere, Nathalie Richard, David Yelland, Maryline Even, Frédéric Lampir, Jack Claudany, Waël Sersoub, Marie-Pierre Feringue, Maëlle Bellec, David El Hakim, Timothé 'Tim' Buquen. Presentación oficial: Cannes Film Festival, 2018.

    La irrupción en la escena cultureta occidental de finales del siglo XX de esa presunta “novela plástica”, al alimón entre Roy Lichtenstein y Julián Ríos, que amenazaba con romper cualquier esquema posmoderno antes creado, puso de manifiesto el hambre de vanguardismo que definiría a toda una generación venidera de espíritus libres e inconformistas (llámese Generación Y, Peter Pan, o Milenialismo –no confundir con milenarismo–), que encontraba en la reglamentación definida y en lo explícito un terrible enemigo contra la creatividad. Si bien la muerte de Lichtenstein frustraría momentáneamente la ambiciosa saciedad de avant-garde del personal, al tiempo que pondría esa innominada obra en un pedestal de culto, como una de las piezas más deseadas e inaccesibles –en cuanto a su inmaterialidad– de la historia, la anti-tendencia de destruir las fronteras de la lógica y lo formalmente conocido, ya era una realidad. Michael Haneke es uno de los miembros más destacados de esta corriente, pues supo adaptar su dramaturgia a unas derivas expresivas bastante paradójicas y, sin ninguna duda, indeterminadas. Haneke interpreta el sentido fílmico ya no como elemento intrínseco y dependiente del mismo, sino como un artista cuya obra sobreviviría a pesar de la crítica y la academia, puesto que, independientemente de lo que dicte una opinión con fuerte simpatía por la divulgación y la premeditación, sus obras están dotadas de esa ausencia de lógica interpretativa que llevaron a los grandes movimientos artísticos contemporáneos a alcanzar las cotas de revalorización que disfrutan en la actualidad. Con Happy End, el director austríaco deja claro su posicionamiento frente al ejercicio cinematográfico, en tanto que mantiene una relación mucho más irónica con sus referentes que, llegados a este punto, podrían reducirse a una única fuente de inspiración: él mismo. Haneke se autorreferencia, creando así una narrativa taxativa y personal que se proyecta ad infinitum, sin que con ello establezca de forma necesaria conexiones explícitas entre sus películas. Todo podría enlazarse entre sí, desde el protagonista de Amour con el viejo senil protagonista de este filme, hasta la niña que parece haber envenenado a su madre y el personaje principal de El vídeo de Benny, aunque también todo eso podría no tener conexión alguna, al menos, no hay explicitud narrativa en ese aspecto.

    El realizador provee a esta película de todos los elementos más característicos de su filmografía, las claves de su cine, por usar una expresión tan grotescamente manida que podría formar parte de ese compendio de clichés que trata de derribar con afilada pericia. Y lo hace con esa combinación de genialidad y despotismo que hicieron ilustres a los totémicos nombres que hoy pueblan las enciclopedias artísticas como los grandes renovadores de sus disciplinas: siendo fiel a sus principios, tratando de representar con una fachada sencilla algo que, en su interior, oculta una compleja red de dobles significados e intenciones y, sobre todo, despertando tanto entusiasmo como decepción; una decepción que, en este caso, llega en parte movida por la contención con la que Haneke maneja todas sus escenas. El espectador no está preparado para contemplar una película en la que todo podría estallar por los aires en cualquier momento y, sin embargo, nunca sucede el deseado cataclismo, o el estallido colérico que liberaría al público de la incomodidad transigente a la que ha sido sometido. Como era de esperar, uno de los objetivos principales de esa ira cohibida con desprecio, es la burguesía. La película discurre con meditabunda displicencia por los enclaves más sórdidos de la intimidad doméstica, que la clase alta utiliza como refugio para dar rienda suelta a sus deplorables personalidades. El hogar representa un lugar de inquietud, vehemencia y constante discordia entre los familiares que conviven en él. Unas veces, esta profanación de la paz doméstica se presentará de modo anecdótico e involuntario, y otras, funcionará como muestra del degenerado entretenimiento aburguesado. Este último caso podemos apreciarlo, sobre todo, en los protagonistas más jóvenes, quienes son los que a su vez interesan en mayor medida al director. Se trata de analizar el resultado inmediato de esa mala educación que un entorno ultra capitalista promueve en el desarrollo de los niños, quienes, bajo el escudo de la sobreprotección y la falta de disciplina, se apoderarán del control de sus familias en un acto de tiranía, ocupando sendos lugares del espacio cinematográfico: el diegético y el extradiegético, permitiéndose el lujo de buscar la condescendencia de un espectador que tampoco se atreverá a llevarles la contraria, a causa de ese estado libre de consecuencias que la infancia adinerada lleva implícito. Estos pequeños déspotas, movidos por impulsos amorales, viven su propio tormento de inadaptación y desencanto con el mundo; sus padres, siempre ausentes, no se molestan en comprender lo que ocurre en sus mentes y, por lo tanto, dejan que todo ese odio se nutra del desamparo y la animadversión. Esta ausencia de disciplina conlleva una notoria falta de personalidad, evidenciada en pequeñas fierecillas indomables incapaces de pronunciarse en un juicio sincero, cada una de sus decisiones será tomada en función de una maquiavélica deliberación sobre la solución que piensen puede hacer más daño a sus progenitores, por rencor, siendo incapaces de hacer uso de su libre albedrío a pesar de que, en principio, pareciera que “hacen lo que les da la gana”. Así, cuando el hijo de Anne, Pierre, se obsesiona con un joven inmigrante, cuyo padre se ha visto involucrado en un accidente laboral en la constructora familiar, su acercamiento no es por conmiseración, sino por un estudiado resentimiento hacia su madre.

    «Con Happy End, el director austríaco deja claro su posicionamiento frente al ejercicio cinematográfico, en tanto que mantiene una relación mucho más irónica con sus referentes que, llegados a este punto, podrían reducirse a una única fuente de inspiración: él mismo». 


    Sí, es cierto que esta estrategia desestabilizadora, con la que el realizador se apoya en medios psicológicos para atacar el entorno sociopolítico de la alta sociedad, al tiempo que construye un entorno de irrespirable intranquilidad, es algo que estamos acostumbrados a ver de la mano de este autor. Nadie podría negar que Haneke se siente cómodo en su perseverante acometida contra el fariseísmo burgués; sin embargo, es justo en este empeño donde encontramos la grandeza de un texto-palimpsesto que se erige como mosaico de una transtextualidad clarividente, constante y repleta de recursos retóricos y metáforas ocultas en retruécanos de ingenio ovacionable. En su búsqueda de la modernidad poética, polémica en su exceso y romántica en su forma, el realizador asume una posición venerable, casi litúrgica hacia la cultura del cambio y la trasgresión, lo que conlleva inexorablemente cierta autodestrucción creadora. Es así como presenta una crítica, o videocrítica de su propio trabajo; Happy End consigue que todos nosotros actuemos en masa, como ganado, para consumar el absurdo que supone el ejercicio de criticar la crítica. Es parte de su propuesta irónica, hacernos sentir como vacas o, al menos, generar en el proceso digestivo y de análisis fílmico del espectador, ese temor irracional que David Foster Wallace definió como “boviscopofobia”.

    Esto es, bien mirado, un plan magistral; incluir al público en el mismo proceso irónico, esperando que comiencen a llover los reproches que servirán de base argumentativa de la desacralización del arte, como tiempo atrás hicieran los artistas conceptuales, resaltando algunos de los aspectos negativos de la escultura y cuestionando el valor desproporcionado de un objeto. Apreciamos cómo los personajes se desesperan en la búsqueda de una normalidad que no les corresponde; es el precio a pagar por tenerlo todo, son figuras hechas con un patrón diferente al resto, a las que se compara, con un recurso muy astuto, con gente corriente que tiene que luchar a diario para sobrevivir en este mundo de desprecio y desigualdad; ahí se explicaría la contextualización, por parte del director, de la trama en el barrio de Calais, un suburbio francés que sirve de campamento base para refugiados y donde la familia Laurent es percibida de manera más caricaturesca si cabe, casi como una de las alargadas y famélicas esculturas de Giacometti. Así se consigue cumplir con esa máxima vanguardista de quitarle a los dictados de la vida cotidiana el poco crédito que merecían. Al resaltar las mayores incongruencias y desigualdades de la sociedad, logramos entender el poco mérito de una simple película, que no deja de ironizar sobre la grandilocuencia y el endiosamiento de ciertos elementos populares para destacar la insignificancia de los mismos, cuando son expuestos a una irrealidad escenográfica a escala de una globalidad que los opaca.

    «La película traza una línea dialógica que va desde la crueldad hasta la indiferencia y el desprecio, y sólo así consigue que su debate sobre el derecho a la vida, a la muerte, o a la libre elección, se llene de matices y posibilidades sin que consigamos acertar a distinguir lo que está bien de lo que está mal».


    Además, es destacable el hecho de que la mayoría de personajes tiendan a la exageración expresiva como recurso generalizado de comunicación. La película traza una línea dialógica que va desde la crueldad hasta la indiferencia y el desprecio, y sólo así consigue que su debate sobre el derecho a la vida, a la muerte, o a la libre elección, se llene de matices y posibilidades sin que consigamos acertar a distinguir lo que está bien de lo que está mal. Eve, Pierre y George Laurent, los tres personajes que más se alejan de la aceptación de su persona y su posición social, uno por ingenuidad, otro por rebeldía y el último por senectud, consiguen aportar un punto de vista tan efectivo como controvertido gracias a la simple exposición de sus ideas, palabras sin filtro ni escondidas en medias verdades, que conformarán un lenguaje propio sobre los derechos, los privilegios y las negligencias civiles. La sencilla confrontación de esos dos estratos sociales tan opuestos nos lleva al planteamiento de un moderno tradicionalismo basado en un renovado sistema de castas fundamentalista que reproduce un orden naciente y autoritario, una reformulación del neo-confucianismo asiático o los comunismos soviéticos, escenarios de distópica heterogeneidad pero tan reales que nos llevan a pensar en las clases desfavorecidas como mercancía que entra y pasa de moda según los caprichos del primer mundo. Se está otorgando una visión artística a un problema social para privarlo de su componente depresivo y convertirlo en un icono de culto, algo que ya fue descrito por Walter Benjamin –en relación al nuevo objetivismo de la fotografía– al enunciar que esta forma de acordarnos del desfavorecido cuando queremos limpiar nuestra conciencia, “hace de la pobreza un objeto de consumo”. Y hasta ahí llega el señor Haneke en poco menos de dos horas, hasta hacernos reflexionar en lo incorrecto de nuestro comportamiento incluso cuando creemos estar haciendo algo acertado, porque este sistema de lo políticamente correcto y las apariencias digitales ha hecho de la desgracia una pieza de deleite contemplativa. | ★★★★★ |


    Alberto Sáez Villarino
    © Revista EAM / Cannes-Dublín


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