Los caprichosos caminos del amor
Crítica ★★★★ de El repostero de Berlín (The Cakemaker, Ofir Raul Graizer, Alemania, 2017).
Alemania. 2017. Título original: The Cakemaker. Director: Ofir Raul Graizer. Guion: Ofir Raul Graizer. Productores: Mathias Schwerbrock, Itai Tamir. Productoras: Coproducción Alemania-Israel; Film Base Berlin / Laila Films. Fotografía: Omri Aloni. Música: Dominique Charpentier. Montaje: Michal Opperheim. Dirección artística: Yael Bibelnik. Reparto: Tim Kalkhof, Sarah Adler, Roy Miller, Zohar Shtrauss, Sandra Sade, Tamir Ben Yehuda, Tagel Eliyahu.
Después de tres cortometrajes laureados en diferentes festivales especializados, A player in January (2007), Dor (2009), La Discotheque (2015), el escritor y director Ofir Raul Graizer se dispone a dar un salto mortal sin red con su primer trabajo en formato largo, El repostero de Berlín (2017), un melodrama en toda regla que había estado gestándose en su cabeza durante ocho largos años, el tiempo que ha tardado en encontrar la financiación necesaria para llevarse a cabo. Dotado de una fuerte carga autobiográfica (Graizer es abiertamente gay y, como el protagonista de su historia, un enamorado de la cocina, hasta el punto de haber publicado algún libro sobre ella), el filme se inscribe dentro de los siempre atractivos, al menos para la vista, ambientes culinarios que ya transitaran con éxito otras cintas como Como agua para chocolate (Alfonso Arau, 1992), Comer, beber, amar (Ang Lee, 1994), Deliciosa Martha (Sandra Nettelbeck, 2001) o Un toque de canela (Tassos Boulmetis, 2003), todo un subgénero en sí mismas, con suculentos y exóticos platos desfilando por la pantalla al mismo tiempo que se fraguaban sus historias de amor. En esta ocasión, la cocina funciona como una efectiva herramienta de unión y entendimiento entre diferentes culturas (aquí con las complicadas relaciones, como consecuencia de un pasado histórico difícil de olvidar, entre alemanes y judíos, como telón de fondo), más que como elemento meramente decorativo o superfluo dentro de una sencilla trama de amor a tres bandas que desafía cualquier tipo de convencionalismo. Y es que, si bien tiene El repostero de Berlín, sobre el papel, ingredientes un tanto controvertidos que, en otras manos podrían haber derivado en una obra sensacionalista y polémica, lo cierto es que su director ha sabido combinarlos con tacto y extrema delicadeza, dando lugar a una película amable y cargada de buenas intenciones que esquiva, dentro de lo posible, regodearse en los terrenos más espinosos (que los tiene) de su historia.
Empezando por la personalidad, un tanto compleja, del repostero protagonista, cuyo comportamiento y motivaciones que le llevan a actuar de la manera (aparentemente desinteresada y bondadosa) en que lo hace, bordea los terrenos de alguna seria patología emocional. Thomas es un joven homosexual alemán, introvertido y de pocas palabras, que regenta una pequeña cafetería y pastelería de Berlín, que se ha ganado una merecida buena fama por sus deliciosos postres. Desde que falleciera su abuela, la mujer que le crio y le inculcó su amor por los fogones, lleva una vida solitaria y gris, hasta el instante en que aparece en su local Oren, un arquitecto israelí que, por cuestiones de trabajo, viaja con cierta asiduidad desde Jerusalén a la ciudad alemana. El flechazo es instantáneo y ambos hombres comienzan una relación sentimental adúltera, ya que Oren está casado con una mujer y es padre de un hijo. Cuando el judío desaparece de la vida de Thomas, de la noche a la mañana, el cocinero no duda en emprender un viaje hasta el país de su amante, para descubrir que este ha fallecido en dramáticas circunstancias. Comienza así un acercamiento (en principio laboral y luego sentimental) entre el muchacho y Anat, la viuda de Oren, que, totalmente ajena al secreto de Thomas, le contrata como ayudante en su cafetería, a pesar de la oposición de buena parte de la familia de la mujer a que meta en su cocina, regida por las estrictas reglas judías kosher, a un alemán. De esta manera, El repostero de Berlín se aparta rápidamente de los caminos del drama de temática LGBT para tomar otros más sorprendentes. De hecho, el idilio entre Thomas y Oren ocupa muy pocos minutos de metraje y tan solo sirve como detonante para que el alemán emprenda ese viaje a Jerusalén que cambia su vida. De hecho, la pérdida del hombre a quien ambos han amado (la una, en su matrimonio; desde la clandestinidad de unas escapadas esporádicas a Berlín, el otro) es lo que acaba uniendo a dos personas desdichadas y rotas por el dolor, que se necesitan mutuamente para salir adelante.
La maravillosa partitura de piano de la banda sonora de Dominique Charpentier y unos actores absolutamente entregados a la causa son suficientes para poner el nudo en la garganta del espectador en los pasajes más románticos de una propuesta diferente, argumentalmente arriesgada y, al final, triunfadora en sus aspiraciones.
Graizer ha optado por una narración pausada, generosa en planos fijos que se recrean en las miradas tristes de sus personajes, con muchos silencios que dicen más que todas las palabras del mundo y un cuidado por los pequeños detalles que hace los secretos que amenazan con salir a la luz en cualquier instante, las tensiones raciales provenientes del fanatismo religioso y los conflictos internos, ya sean de carácter moral o sexual, de sus criaturas, se puedan palpar en cada fotograma, sin necesidad de recurrir a demasiados diálogos. En este sentido, son dignas de mención las escenas que muestran los encuentros íntimos, tanto los de Thomas con Oren, mostrados por medio de sensuales flashbacks, como el primer contacto “físico” del repostero con Anat en la cocina, tan cargado de tensión emocional como elegante a la hora de concentrar toda la atención en los rostros de los dos protagonistas. Más que un acto sexual, asistimos a un acto de “liberación”. Un primer paso en el camino de ambos para superar sus duelos y pasar página. Tim Kalkhof nos regala una maravillosa composición del atormentado Thomas, un ser digno de lástima, entregado a la causa de ayudar a la viuda del amor de su vida. Un sufridor en silencio, siempre segunda opción del hombre que ambos compartieron. Junto a él, Sarah Adler sabe reflejar de forma magistral la evolución de una mujer hundida pero fuerte y valiente, a la que no le tiembla el pulso a la hora de enfrentarse a las tradiciones de su entorno cuando lo cree justo. La química entre ambos es el plato fuerte de una película que aboga por la superación de tabúes, ya sean culturales o sexuales, a través de una historia profundamente humana, que no duda en mostrar la fragilidad y las debilidades de unos personajes heridos e imperfectos y, por lo tanto, con gran facilidad para ganarse nuestra complicidad, a pesar del hándicap, difícilmente olvidable, de que la relación romántica principal (la de Thomas y Anat) se construye sobre un doloroso engaño. El repostero de Berlín no ha podido ser un debut más prometedor para Graizer que, además, ha demostrado saber rehuir del moralismo o los excesos sentimentaloides para capturar un tono costumbrista que se caracteriza por su sobriedad. La maravillosa partitura de piano de la banda sonora de Dominique Charpentier y unos actores absolutamente entregados a la causa son suficientes para poner el nudo en la garganta del espectador en los pasajes más románticos de una propuesta diferente, argumentalmente arriesgada y, al final, triunfadora en sus aspiraciones. | ★★★★ |
José Martín León
© Revista EAM / Madrid