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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Western

    De la triste figura

    Crítica ★★★★ de Western, de Valeska Grisebach.

    Alemania. 2017. Título original: Western. Director: Valeska Grisebach. Interpretes: Meinhard Neumann, Reinhardt Wetrek, Vaneta Fragnova, Syuleyman Alilov Letifov, Viara Borisova, Kevin Bashev, Aliosman Deliev, Momchil Sinanov. Guion: Valeska Grisebach. Productores: Maren Ade, Jonas Dornbach, Valeska Grisebach, Michel Merkt, Janine Jackowski. Productoras: Coproducción Alemania-Bulgaria-Austria; Komplizen Film, KNM, Arte, ZDF, Chouchkov Brothers, Coop 99 Filmproduktion. Fotografía: Bernhard Keller. Montaje: Bettina Böhler. Diseño de producción: Beatrice Schultz. Diseño de vestuario: Veronika Albert. Dirección Arte: Michael Randel.

    Hasta en los recodos más inverosímiles el western se define a sí mismo como parábola circular del nacimiento de un mito. El primer western había mostrado interés por el mito de América en unos orígenes espaciales o geográficos siempre yuxtapuestos a la conquista del paisaje por parte de lo masculino. Sigue sorprendiendo que todavía ahora recurramos a los arquetipos mayores del género, no solo en la construcción de paisajes o tropos estéticos, sino en la alegoría masculina y en la fascinación por lo telúrico, para abordar exactamente igual que hace décadas una indagación universal alrededor de las fronteras, tanto físicas, como emocionales. Hemos escuchado decir a Godard que le bastaba una mujer y una pistola para hacer cine. Esas palabras podrían cambiar sensiblemente en el western si a la pistola le añadiésemos un caballo y un horizonte. La mujer funcionaba en el western más como fábula materna, las raíces de una tierra fértil, próspera, evocada constantemente por los hombres en su partida hacia remotos lugares. El western en cierto modo solo hablaba de hombres, giraba en torno a su pensamiento y a su carácter errabundo. Ese recuerdo del hogar dialoga con lo contemporáneo, siendo espejismo de un mundo abocado a las fronteras ideológicas, al choque cultural y a las barreras invisibles que hacen de nuestro tiempo trinchera de un hogar difuso que ya no existe, o si lo hace es fruto único del deseo, de la fantasía. Resulta interesante que sea la mirada de Valeska Grisebach la que reinterprete esos conceptos masculinos y los armonice con la actual idea que tenemos del paisaje. Western (2017), ganadora del premio especial del jurado en la pasada edición del Festival de Cine Europeo de Sevilla, y que llega estos días a nuestras carteleras, subraya lo que ya expone su título de forma clarividente; un estudio vigoroso sobre los conflictos del hombre hacia su entorno. Todas las Europas posibles tienen cabida en el relato; la nueva, aquella que atraviesa una crisis emigratoria, y la vieja, donde aún asolan vestigios de colonización. Los códigos del western están sujetos a alusiones contemporáneas, puesto que nunca se han dejado de elaborar las mismas preguntas. Sobre ese horizonte hay que saber gestionar los silencios y secretos del hombre, y hacer cuentas con lo que nuestra vista u oído no puede alcanzar a comprender frente a los estereotipos del género. La realizadora alemana combate la dolorosa reconstrucción de la masculinidad fraguando un relato que acecha a la imagen triste y derrotada del hombre, a la misma vez que le tiende manos a una imagen de hombre también profundamente desconfiada con su historia.

    No hace mucho, el crítico Manu Argüelles hablaba acerca de lo sorprendente que resultaba hallar en El hombre del oeste, western del 1958 dirigido por Anthony Mann, psicologías y expresiones próximas a lo crepuscular, en una cinta que por época debería encontrarse muy lejos todavía de aquellos westerns melancólicos y pesimistas de finales de los sesenta. Al revisionar la cinta de Mann, descubriremos que esa fuerza abrasadora estaba presente en los tristes mensajes cifrados de un hombre (Gary Cooper) que va adquiriendo un sentimiento de culpa brutal a lo largo de la película debatiéndose entre el pasado y el presente. El ciudadano de Mann es un hombre recto que quiere realizarse, formar una familia, contribuir al progreso de una nación civilizada en continuo desarrollo. Hay un plano de los muchos que podríamos señalar de este bellísimo filme que nos muestra una escisión clara en el espacio del encuadre, separando dos mundos en una sola imagen. Tenemos a Cooper y a una chica refugiados en un establo para pasar la noche, al otro lado en el exterior se aleja el hombre que crio a Cooper convirtiéndole en un bandido, y que amenaza con su mera presencia desestabilizar todo aquello que tanto le ha costado construir. Ese plano circunda la terrible dimensión del pistolero, la de su vida anterior, señalada por Mann en tenebrosa profundidad de campo, su miedo a recaer en ella, y la del presente de una mujer a la que debe proteger de las garras de los que antes fueron su única familia. Es precisamente en este lugar, en este espectacular reencuadre típico del western, en el que Mann hace habitar todos y cada uno de los espacios y tiempos de la historia. La historia de un hombre que más que sumirse en la historia de la confrontación con el otro se ve abocado a la lucha con uno mismo. Al amanecer volveremos a fijarnos en la colocación del personaje de Cooper, una imagen intercambiable con la anterior, en la que Mann enfoca la mirada hacia el horizonte. Una imagen que prefigura la sombra de un jinete acercándose. La estrategia es parecida. Una doble dimensión espacial, la del nuevo mundo y la vieja que se acerca, cabalgando en torno a los fantasmas del protagonista. Tarantino colocaría en Los odiosos ocho (2015) una idéntica planificación visual al filmar desde un establo la oscuridad del interior y las figuras en claroscuros de los hombres, mientras la profundidad de campo nos deja ver otro mundo, en este caso la nieve, al fondo. Muchos cruzaron esos bordes queriendo explorar así la idea un tanto excesiva de que el paraíso y el infierno son la misma cosa en el western. El paralelismo con la película de Grisebach resulta inevitable porque cuando ella mira al hombre, mira al cielo y al infierno que danza junto a su memoria. La cineasta berlinesa repasa los estados y delimitaciones del hombre oriundo que ha tenido que palidecer conquistas, lograr victorias y sufrir derrotas, que ha pasado de ser colonizador a colonizado, de figura invasora, cruel y despiadada, hasta cruzado de causas perdidas y fundador de nuevas naciones. Western socava la identidad masculina tejiendo una urdimbre de narraciones cruzadas calibrando todas las variables y motivos históricamente atribuibles a sus universos. Podríamos decir que su obra deconstruye unos mitos que con el tiempo perdieron cualquier arraigo con la realidad, enfrentando su visión con la naturaleza, con lo biológico, con lo más simple y mundano.

    ▲WESTERN, de Valeska Grisebach.

    «Meinhard proyecta la misma búsqueda del hogar y es por ello que pese a no saber casi nada de su pasado o de su vida la cinta nos sugiere un inmenso mapa de sensibilidad y ausencia por el hogar que no vemos».


    Meinhard es el personaje central del relato, su entrada en escena surge desde la frondosidad de un bosque. Desconocemos el trayecto que lo conduce hacía nosotros pero se incorpora en el plano como una sugerente presencia de otro tiempo. El perfil de Meinhard dibuja la figura de un caballero andante, dando pasos firmes a un lugar inexplorado. Inmediatamente después vemos su entrada en la habitación donde se encuentran sus compañeros, trabajadores alemanes que están en Bulgaria para construir una presa hidráulica. La cámara presta especial atención a su sensible soledad, la cual filma a un cuerpo que vagabundea sin sentir apego personal al grupo. En la última secuencia, a modo de espejo, la directora cambia el foco y persigue a Meinhard con una cámara que filma su espalda y lo empuja haciéndole abandonar el bosque. Dos escenas que exhiben las prestaciones del forastero, en continuas idas y venidas. Estas cuestiones ayudan al esencialismo de un hombre amigable, extrañamente amigable, que intenta mantener diálogos con los otros, acercándose a los demás pese a las barreras idiomáticas. Añora un hogar, por eso rehúye de sus compañeros alemanes, poco sociables, y va tomando partido al calor de sus vecinos búlgaros. Meinhard alberga cualidades transfronterizas. Antes mencionábamos al cine de Anthony Mann, y no por obvio sería menos coherente ceñirnos a la herencia fordiana cuando evocas un hogar que cuanto más anhelas más lejos se halla de uno mismo. Se nos viene a la mente una escena de Corazones indomables (1939), primer filme rodado en color por el maestro Ford, donde la cámara reposa con cierta ausencia mostrando una gran fiesta al fondo. Al instante vemos como Gilbert (Fonda) abandona de pronto la fiesta y desaparece del plano. Inmediatamente, con sumo sigilo, vemos a Lana (Colbert) correr detrás de él. El plano que sigue enfoca a Gilbert en el cuarto donde duerme su hijo, lo contempla con orgullo y amor, una señal inequívoca de hombre familiar. Ford desvía la mirada hacia Lana, que observa a su marido sin que este se dé cuenta, la mujer implora a Dios que nada cambie en su vida, que esta imagen de hogar sea para siempre. Deducimos el orden de un imaginario colectivo, de un hogar flotante, que cambia y muta en desorden imposibilitando el sentimiento de pertenecer a un lugar único. Ellos crean un hogar que al poco es destruido, volviendo a renacer de sus cenizas. Meinhard proyecta la misma búsqueda del hogar y es por ello que pese a no saber casi nada de su pasado o de su vida la cinta nos sugiere un inmenso mapa de sensibilidad y ausencia por el hogar que no vemos.

    ▲WESTERN, de Valeska Grisebach.

    «Es palpable, loable, magistral, la capacidad que tiene Grisebach de apropiarse y metabolizar cualquier mitología bien sea del western o de la literatura popular, y ofrecernos un ejercicio sublime, e interesantísimo, acerca de la reconstrucción de la identidad masculina».


    Existe miedo y temor en el rostro enjuto y seco del protagonista. Grisebach entiende el silencio del hombre, quizá no de la forma que lo hacía Melville, pero sin duda abruma su conocimiento, más que melancólico, de lo masculino. En ese sentido, es digna de subrayado una escena porque es tal su belleza que por sí misma podría resumir el sentido total del filme. Meinhard comparte mesa con Adrián, la persona de los trabajadores búlgaros con la que parece encontrarse más cómodo. Los dos hombres fuman y beben sentados uno enfrente del otro, la gestualidad mímica suplanta la palabra. Cuentan historias tristes. Y los dos cohabitan en un mismo espacio de emocionantísima serenidad. Meinhard habla de la pérdida de su hermano, el gesto de un dedo apuntando hacia el cielo. Las lágrimas afloran en su mirada. Adrián sabe que su historia es triste. No es necesario conocer los detalles. Pocas películas hemos visto que sean capaces de abrazar de esa forma tan contundente la tristeza de un hombre. La escena rodada a través del plano contra plano sin saltos de eje confirma la exultante inteligencia de la realizadora en virtud de desnudar por completo la virilidad de los legendarios pistoleros del género western, solo que, cambiando las preciosas puestas de sol y los planos abiertos de horizontes lejanos por un gesto al cielo, una mirada, una lágrima, un simple apretón de manos. Se diría que Western subvierte el discurso comúnmente unido a la cultura estadounidense por el escenario de la nueva Europa, muy bien hilado e interconectado con las políticas y problemas acaecidos en los últimos años. Es palpable, loable, magistral, la capacidad que tiene Grisebach de apropiarse y metabolizar cualquier mitología bien sea del western o de la literatura popular, y ofrecernos un ejercicio sublime, e interesantísimo, acerca de la reconstrucción de la identidad masculina. Una elogiable película que no debería pasar desapercibida en nuestra exigua cartelera actual. | ★★★★ |


    David Tejero Nogales
    © Revista EAM / Festival de Sevilla


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