Cuando los dinosaurios dominen la Tierra
Crítica ★★★ de Jurassic World: El reino caído (Jurassic World: Fallen Kingdom, Juan Antonio Bayona, 2018).
Estados Unidos. 2018. Título original: Jurassic World: El reino caído. Director: Juan Antonio Bayona. Guion: Colin Trevorrow, Derek Connolly (Personajes: Michael Crichton). Productores: Belén Atienza, Patrick Crowley, Frank Marshall. Productoras: Universal Pictures / Amblin Entertainment / The Kennedy/Marshall Company / Perfect World Pictures / Legendary Pictures. Distribuida por Universal Pictures. Fotografía: Óscar Faura. Música: Michael Giacchino. Montaje: Bernat Vilaplana. Diseño de producción: Andy Nicholson. Reparto: Chris Pratt, Bryce Dallas Howard, Isabella Sermon, Justice Smith, Daniella Pineda, Rafe Spall, Ted Levine, James Cromwell, Toby Jones, BD Wong, Geraldine Chaplin, Jeff Goldblum.
A pesar de que en 1990 Michael Crichton ya era un novelista acostumbrado a que sus best-sellers fuesen trasladados a la gran pantalla con gran éxito, poco podía imaginar que Parque Jurásico, la obra que acababa de publicar, supondría el origen de una de las sagas cinematográficas más taquilleras de todos los tiempos. Steven Spielberg, a partir de esta fábula de ciencia ficción que alertaba de los peligros de la ingeniería genética cuando el hombre juega a ser Dios, confeccionó el blockbuster perfecto, una estupenda cinta de aventuras para toda la familia, repleta de maravillosas set pieces y unos efectos visuales absolutamente revolucionarios en su momento. El invento de esa isla Nublar convertida en parque temático habitado por criaturas extintas hace 65 millones de años por obra y gracia de la manipulación de ADN de un dinosaurio encontrado en un mosquito fosilizado, cautivó a un público que acudió en masa a los cines, convirtiendo a Jurassic Park (1993) en la película más taquillera de la Historia del Cine –hasta la llegada del Titanic de James Cameron cuatro años más tarde– y en un auténtico filón que Hollywood no estaba dispuesto a dejar de explotar. Ni que decir tiene que el sentido de la maravilla del filme inaugural jamás volvería a ser alcanzado, ni en El mundo perdido: Jurassic Park (1997), por la que Spielberg recibió críticas más bien mediocres (aun cuando se trata de una secuela cumplidora y con algunos momentos brillantes en los que se nota la buena mano del director detrás), ni mucho menos en aquella Jurassic Park 3 (2001) en la que el maestro entregó el testigo a un artesano como Joe Johnston, artífice de entretenimientos tan ligeros como Cariño, he encogido a los niños (1989) o Jumanji (1995). Esta tercera entrega, tan funcional como desprovista de cualquier atisbo de creatividad, cerró, momentáneamente, una trilogía en la que parecía que ya estaba todo contado. ¿Todo? Para nada. 18 años más tarde, la franquicia comenzó a vivir una segunda juventud gracias al éxito arrollador de Jurassic World (Colin Trevorrow, 2015), un tardío reinicio que, protagonizado por unos Chris Pratt y Bryce Dallas Howard que derrochaban química como sustitutos de Sam Neill y Laura Dern en la cabeza de cartel, apelaba al factor nostalgia y a numerosos guiños a los capítulos anteriores para ganarse el cariño (y el dinero) de sus incondicionales.
Pero la sombra de Spielberg es alargada y, pese a que Trevorrow hizo una buena labor al timón de un macroproyecto de 150 millones de dólares –sobre todo, teniendo en cuenta que su única experiencia previa en el campo del largometraje había sido una cinta tan indie como Seguridad no garantizada (2012)–, Jurassic World dejaba cierta sensación de no ser más que una hábil actualización de la fórmula ya conocida. La misma historia contada de forma más grande, más ruidosa y, por qué no decirlo, menos auténtica. Divertida e irreprochable como montaña rusa de acción, sí, pero muy lejos de rozar la genialidad de la primera Jurassic Park. Más de 1600 millones de dólares de recaudación en todo el mundo fueron un botín demasiado goloso como para detenerse ahí y ahora nos llega la inevitable continuación, Jurassic World: El reino caído (2018), con la que el realizador español Juan Antonio Bayona ha dado el salto a las superproducciones norteamericanas después de los éxitos consecutivos de El orfanato (2007), Lo imposible (2012) y Un monstruo viene a verme (2016). Era de esperar que los grandes estudios terminasen poniendo sus ojos sobre él, dado su comprobado talento para un cine de género que sabe tocar los resortes de la emotividad de un modo que recuerda al Spielberg de sus primeros tiempos. Él era, sin lugar a dudas, el hombre adecuado para insuflar nuevos aires a una reiniciada saga que corre el riesgo de agotarse en breve por falta de ideas. La idea central de la película, en esta ocasión, es bastante buena y plantea un interesante debate ético y moral. Los dinosaurios han quedado abandonados a su suerte en una isla Nublar que tiene las horas contadas a causa de la inminente erupción de su volcán, mientras que la sociedad se divide entre quienes defienden el derecho de estos animales (equiparándolos a cualquier otro) a ser protegidos y, por consiguiente, evacuados de la isla, y quienes piensan que la naturaleza está actuando con justicia y debe acabar extinguiendo a unos seres que nunca debieron volver a pisar el planeta. Y es que, preguntado por su opinión sobre el tema, el matemático Ian Malcolm (Jeff Goldblum recuperado para la causa en un cameo breve pero contundente por el mensaje que transmite), escarmentado por sus experiencias pasadas con estas criaturas, no lo duda ni un instante: “Estaban aquí antes que nosotros y, si no tenemos cuidado, estarán aquí después”.
El guion de Trevorrow y Derek Connolly deja claro que los humanos son más temibles que los dinosaurios, mostrando su inherente mezquindad y ambición lucrativa a través de los personajes encarnados por Rafe Spell, en la piel del hombre de confianza del magnate Lockwood, y Ted Levine como mercenario y cazador furtivo sin escrúpulos, unos villanos de manual que palidecen ante el carisma de Chris Pratt, una vez más, perfecto como héroe simpático y fanfarrón, y una Bryce Dallas Howard igualmente espléndida y desprendida de la pasada altivez de Claire.
Jurassic World: El reino caído cuenta con un prólogo absolutamente brutal, en el que un grupo de hombres realiza una misión para conseguir ADN en isla Nublar (en tierra y bajo el mar), en medio de una tormenta, mientras son acechados, en la oscuridad, por letales criaturas, listas para defender su territorio. Bayona maneja con maestría el recurso de mostrar lo menos posible la amenaza –algo que explotó Spielberg en la primera entrega y dejó un poco de lado Trevorrow en Jurassic World– , valiéndose de sombras para generar un clima de verdadero terror, regalándonos un inicio de viaje sombrío y violento, que deja claro que el ser humano es el eslabón más débil en estos parajes. A continuación, la historia nos pone en situación sobre cuál ha sido el destino de los personajes de Bryce Dallas Howard y Chris Pratt tras su anterior aventura. Mientras que Claire ha pasado de ser la ambiciosa gerente del parque a fundar un grupo de protección de dinosaurios, Owen se encuentra retirado de toda actividad que tenga relación con su pasado como entrenador de velocirraptores. Los caminos de esta pareja se volvieron a separar, ya que el orgullo y el choque de fuertes caracteres acaba siempre venciendo sobre la más que notoria atracción que sienten el uno por el otro, pero el destino hace que vuelvan a coincidir en una nueva expedición (la última) a isla Nublar, subvencionada por el millonario Benjamin Lockwood (James Cromwell tomando el relevo del inolvidable Richard Attenborough como entrañable abuelo enamorado de la causa jurásica), que tendría como finalidad trasladar a los animales a un santuario de los Estados Unidos en el que estos vivirían en libertad y lejos de las miradas curiosas de visitantes. Dentro de esta misión hay una clara prioridad, la de salvar a Blue, el inteligente velocirraptor de Owen y pieza más valiosa (en términos científicos) de la fauna del lugar. Toda esta primera mitad resulta bastante previsible y rutinaria, volviendo a incidir en los repetitivos tiras y aflojas de Claire y Owen, tan deudores de las comedias románticas del Hollywood clásico, y aportando savia nueva al plantel de protagonistas con dos incorporaciones como las del técnico geek Franklin (Justice Smith) y la aguerrida veterinaria Zia (Daniella Pineda), que, como era de esperar, se mueven dentro de arquetipos mil veces vistos en este tipo de películas pero que acaban funcionando con eficacia, sobre todo él, que se revela como un estupendo secundario cómico.
Una vez metidos en situación, es hora de que el director demuestre que es capaz de dominar un espectáculo de acción de primer nivel. La escena de la salvaje erupción del volcán con nuestros tratando de escapar, en medio de una estampida de dinosaurios de todas las especies, es, posiblemente, una de las más dinámicas de toda la saga. Bayona ya había dado muestras de su buena mano para el género catastrófico en la secuencia del tsunami en Lo imposible y aquí vuelve aunar espectacularidad visual con genuina emoción –ese momento subacuático en el interior del giroscópico, casi deudor de Abyss (James Cameron, 1989)–, culminando con la que, con toda seguridad, termina siendo la imagen más triste y devastadora de la función, la de un enorme animal desapareciendo en el interior de una nube de humo y el río de destructora lava, ante la mirada impotente de los protagonistas. El Bayona más sentimental (y un poco manipulador, por qué no decirlo), en estado puro. El guion de Trevorrow y Derek Connolly deja claro que los humanos son más temibles que los dinosaurios, mostrando su inherente mezquindad y ambición lucrativa a través de los personajes encarnados por Rafe Spell, en la piel del hombre de confianza del magnate Lockwood, y Ted Levine como mercenario y cazador furtivo sin escrúpulos, unos villanos de manual que palidecen ante el carisma de Chris Pratt, una vez más, perfecto como héroe simpático y fanfarrón, y una Bryce Dallas Howard igualmente espléndida y desprendida de la pasada altivez de Claire. Después de un primer tramo más bien típico, que ofrece exactamente lo que todos esperamos de un capítulo de esta saga, de manera competente pero con nulo afán renovador, la segunda mitad de la función se destapa como mucho más temeraria y original. Si El mundo perdido: Jurassic Park trasladaba la acción, en su último acto, a la gran ciudad, esta cinta comete la osadía de hacerlo al interior de la impresionante mansión de los Lockwood, tenebrosa testigo de experimentos genéticos prohibidos y subastas clandestinas de animales que, a simple vista, ofrecía poco margen para una peripecia de estas dimensiones, poblada de las habituales persecuciones y guiños (la mítica escena de la cocina de Joseph Mazzello y Ariana Richards en el clásico de Spielberg es prácticamente copiada aquí).
Junto a innegables destellos de brillantez, cortesía de una dirección de Bayona que se mueve con igual soltura en la acción y en la vertiente emocional –el director lucha por mantenerse fiel a su estilo y a las constantes de su cine aun dentro de las severas exigencias propias de un proyecto de 170 millones de presupuesto–, conviven también algunos lugares comunes de los que a la serie le cuesta escapar y un ritmo que no siempre se mantiene en lo más alto por culpa de un guion que no termina de explotar al cien por cien sus posibilidades iniciales.
Sin embargo, Bayona se saca de la manga un clímax final atípico y rupturista con el tono general de la serie, introduciendo todos aquellos elementos dentro de unos escenarios y una ambientación más propios del terror gótico, con esas laberínticas estancias de la casa, generosa en oscuros pasillos y ocultas mazmorras, donde el realizador saca a relucir esa experiencia en el género adquirida en su ópera prima El orfanato y nos regala una escena tan escalofriante como la de la irrupción del indoraptor (ese letal híbrido creado por los villanos, antagonista, en la historia, de la adorable Blue) en el dormitorio de la niña, con esta escondiéndose bajo las sábanas, enfrentada a una proyección de sus miedos interiores que también tiene muchos puntos de contacto con el viaje de autoaceptación que emprendiera el niño protagonista de Un monstruo viene a verme, su emotivo drama sobre el amor materno-filial camuflado bajo la apariencia de barroca fantasía. De hecho, es en la naturaleza de este personaje, interpretado con aplomo por la pequeña Isabella Sermon, donde la película se desmarca del protagonismo infantil, un tanto irritante en algunos casos –ya avisaba Alfred Hitchcock sobre lo problemático de trabajar con niños, animales y Charles Laughton (aquí, menos la última, se incumplen todas las normas)–, de los episodios previos, para darle una nueva dimensión no exenta de valentía y riesgo. No es Jurassic World: El reino caído una película perfecta, ni mucho menos. Junto a innegables destellos de brillantez, cortesía de una dirección de Bayona que se mueve con igual soltura en la acción y en la vertiente emocional –el director lucha por mantenerse fiel a su estilo y a las constantes de su cine aun dentro de las severas exigencias propias de un proyecto de 170 millones de presupuesto–, conviven también algunos lugares comunes de los que a la serie le cuesta escapar y un ritmo que no siempre se mantiene en lo más alto por culpa de un guion que no termina de explotar al cien por cien sus posibilidades iniciales. Con todo, estamos ante un blockbuster perfectamente disfrutable, a ratos divertido, otras más oscuro, pero siempre emocionante, coronado con un final abierto tan inquietante como prometedor de cara a la siguiente entrega. Una puesta de largo para su realizador dentro del cine norteamericano que se ha solventado con buena nota, algo que le seguramente colocará su nombre en la élite para futuras empresas de igual (o mayor) envergadura. | ★★★ |
José Martín León
© Revista EAM / Madrid