Lo trágico, lo siniestro
Crítica ★★★★ de Under the Silver Lake (David Robert Mitchell, EE.UU., 2018).
Estados Unidos, 2018. Título original: Under the Silver Lake. Director: David Robert Mitchell. Guion: David Robert Mitchell. Duración: 140 minutos. Edición: Julio Perez IV. Fotografía: Mike Gioulakis. Música: Rich Vreeland. Productora: Michael De Luca Productions / Stay Gold Features / Vendian Entertainment. Distribuida por A24. Intérpretes: Andrew Garfield, Riley Keough, Callie Hernandez, Topher Grace, Jimmi Simpson, Riki Lindhome, Summer Bishil, Zosia Mamet, Patrick Fischler, Laura-Leigh, Grace Van Patten, Allie MacDonald, Rex Linn, Sydney Sweeney, Adam Bartley, Don McManus, John Eddins, Jules Willcox, Nea Dune, Stephanie Moore, Pepi Sonuga, Izzie Coffey, Sky Elobar, Sibongile Mlambo, Jessica Makinson. Presentación oficial: Cannes Film Festival, 2018.
El cine de terror, o ese descendiente presuntuoso denominado thriller psicológico, está de enhorabuena. Por fin puede desprenderse de pueriles etiquetas para tomar las taquillas y alcanzar a un público que supere los 17 años de edad. David Robert Mitchell ha conseguido, no sin esfuerzo, abrir las fronteras de un género denostado hasta la fecha. Su cine demuestra una inusitada madurez, más rupturista en cuanto a su mensaje y alejado de la rápida y fácil asimilación de sus predecesores terroríficos. Lo interesante de este director es su osadía a la hora de dejar la intriga abierta, de permitir al pesimismo y la desesperación narrativa trasgredir los límites del relato y perdurar en la conciencia del espectador como un recordatorio de la realidad que nos rodea y se aleja de esas fantasías que el arte no ha dejado de vendernos desde la creación de la cultura pop. En Under the Silver Lake seremos conscientes, al igual que en su película predecesora, It Follows de que no habrá una resolución satisfactoria o, tan siquiera, un lado positivo que nos permita contemplar la tragedia con esperanza pues, en general, los personajes que representan sus ficciones quedan retratados como absolutos fracasados, componentes una sociedad sin remedio y en total decadencia que se define bajo la alegórica visión monstruosa de lo aterrador. La película descubre una premisa interesante ya que, siguiendo la típica lógica de (post)adolescentes, consigue que ésta sea en todo momento consecuente con sus argumentos iniciales; no existen adultos que se interpongan en las cuestionables acciones de los jóvenes, y serán ellos mismos quienes tomen la decisión final sobre su futuro y llevarán a cabo los actos oportunos que les conduzcan al mismo; por supuesto, en un entorno nocturno como escenario predilecto de estas criaturas sociales que vuelven a sufrir las consecuencias de incurrir en relaciones sexuales asumidas demasiado a la ligera. El realizador nos sumerge en el mundo de las leyendas urbanas modernizadas, gracias a un giro narrativo con respecto a lo que teníamos asumido para este tipo de relatos tradicionales. El contexto y el procedimiento propio de los Slashers quedan reforzados mediante teorías filosóficas sobre la demonización de la mujer bajo la mirada infantil de los adolescentes, todavía demasiado influenciados por los cánones patriarcales establecidos en su educación. Para ello se recurre a un entorno muy urbanizado, alejado de los grandes y desolados paisajes propios del género de terror de los 80, en el que la gran amenaza seguirá apareciendo desde los elementos simuladores de la pureza natural en un contexto prefabricado, como las piscinas, una imagen de aparente apacibilidad que se tornará en el inminente peligro para los protagonistas.
El realizador consigue hacer de lo absurdo y lo grotesco una de sus señas de identidad, sobre la que pivotará con frecuencia antes de adentrarse en momentos de mayor intensidad y misterio, derribando así cualquier tipo de rigor atávico que pudiera relacionarlo con el cine clásico de terror. Recordamos ahora, con la visión semierótica de un búho antropomórfico femenino, aquel espíritu torpe y lento de It Follows, incapaz de atravesar paredes o puertas a causa de una corporeidad prestada que lo dejaba constantemente en evidencia. De hecho, la comicidad no deja de mezclarse con la tensión cuando el ente homicida tiene que romper ventanas para poder colarse en la casa de su víctima; lo delirante de todo esto resulta mucho más cómico que siniestro, aunque el desenlace y el triunfo de la maldad no deje dudas sobre el dramatismo de su mensaje. De nuevo será la mujer joven, y la exhibición de su inmaculado cuerpo desnudo, la principal causa de las desgracias del protagonista, quien emprenderá una peligrosa misión detectivesca para localizar a una chica –o la causa de su desaparición– que acaba de conocer. Su motivación primordial no será la gran amistad que tiene con ella, ni una preocupación desmedida debido a su inherente filantropía, sino simplemente la interrupción de un encuentro sexual que espera poder retomar. La víctima, al igual que todas las mujeres del filme, se muestra en todo caso como un objeto de deseo casi prohibido. Esto podría relacionarse con algunas de las conclusiones feministas más recurrentes de los últimos años, como la teoría sobre la conceptualización del cuerpo femenino iniciador de lo trágico y de lo siniestro.
Robert Mitchell maneja de forma astuta la tensión mediante un ajustado empleo del humor negro y del misterio propios del cine de terror, combinados, de manera acertada, con la búsqueda de la siguiente incógnita que caracteriza al cine negro en este híbrido noir de aires paródicos en el que las leyendas negras, las conspiraciones gubernamentales, las constantes pistas extraídas de cómics, discos de música o cajas de cereales y los repentinos e inauditos piratas lascivos sirven como intensificadores secundarios de la angustia en un entorno urbanizado y volátil.
El sexo y el deseo hacia la figura joven femenina es lo que emprende la transición de la estabilidad hacia el caos y el horror. Sin embargo, el filme, dotado de una afortunada estética anacrónica, terminará por alcanzar en su desenlace derivas de mayor calado denotativo, al presentar a uno de los grandes villanos del nuevo mundo tecnológico encarnado en un anciano –el contraste entre lo joven puro e ingenuo y lo viejo depravado–, cuya figura se levanta de forma infame como el creador de los grandes iconos de la cultura pop de las últimas décadas. Símbolos que guiaron a generaciones enteras a adoptar un sistema de vida y una forma de pensar característica, culminando así con un maquiavélico plan sobre el control de masas por medio de éxitos populares contenedores de peligrosos mensajes subliminales. Robert Mitchell maneja de forma astuta la tensión mediante un ajustado empleo del humor negro y del misterio propios del cine de terror, combinados, de manera acertada, con la búsqueda de la siguiente incógnita que caracteriza al cine negro en este híbrido noir de aires paródicos en el que las leyendas negras, las conspiraciones gubernamentales, las constantes pistas extraídas de cómics, discos de música o cajas de cereales y los repentinos e inauditos piratas lascivos sirven como intensificadores secundarios de la angustia en un entorno urbanizado y volátil. En este ambiente de incertidumbre hallamos a una población atemorizada por una amenaza invisible que ataca y destripa a los perros, conocida como el “dog killer”. Nuevo retrato alegórico de una generación egocentrista y sin respeto por nada ni nadie, tendente a profanar lugares honorables y a inundar de música y alcohol aquellos espacios destinados al descanso y la evocación del pasado, como las delirantes fiestas celebradas en los cementerios. Un realizador que, pese a evidenciar una clara soltura tras la cámara, todavía ha de seguir mejorando, sobre todo en cuestiones relacionadas con el guion, para llegar a cumplir con la calidad que se espera de él. | ★★★★ |
Alberto Sáez Villarino
© Revista EAM / 71 Festival de Cannes