El acto y el gesto
Crítica ★★★★★ de Isla de perros (Isle of Dogs; Wes Anderson, Estados Unidos, 2018).
«En nuestro arte teatral, el actor finge ejercer una acción, pero sus actos nunca son más que gestos: sobre el escenario, nada más que teatro, y teatro vergonzoso. El Bunraku [1] (es su definición) separa el acto del gesto: muestra el gesto, deja ver el acto, expone a la vez el arte y el trabajo, reserva a cada uno de ellos su escritura. […]
Tómese el teatro occidental de los últimos siglos: su función es esencialmente la de manifestar lo que es considerado secreto (los “sentimientos”, las “situaciones”, los “conflictos”), escondiendo por completo el artificio mismo de la manifestación (la maquinaria, la pintura, el afeite, los focos de luz). […] Lo que el Bunraku altera más profundamente es el acto motor que va del personaje al actor y que siempre es concebido, entre nosotros, como la vía expresiva de una interioridad. Es preciso remarcar que los agentes del espectáculo, en el Bunraku, son a la vez visibles e impasibles; los hombres de negro se afanan en torno a un muñeco, pero sin ninguna afectación de habilidad o de discreción […]. En cuanto al actor principal, su cabeza está descubierta; lisa, desnuda, sin afeite, lo que le confiere un aspecto civil (no teatral), su cara se ofrece a la lectura de los espectadores; pero lo de un modo preciso y cuidadoso es dado a leer es que no hay nada ahí que leer; se encuentra de nuevo aquí esa exención de sentido que apenas podemos comprender, ya que, entre nosotros, atacar el sentido es esconderlo o invertirlo, pero jamás ausentarlo» (Roland Barthes, El imperio de los signos)
Tómese el teatro occidental de los últimos siglos: su función es esencialmente la de manifestar lo que es considerado secreto (los “sentimientos”, las “situaciones”, los “conflictos”), escondiendo por completo el artificio mismo de la manifestación (la maquinaria, la pintura, el afeite, los focos de luz). […] Lo que el Bunraku altera más profundamente es el acto motor que va del personaje al actor y que siempre es concebido, entre nosotros, como la vía expresiva de una interioridad. Es preciso remarcar que los agentes del espectáculo, en el Bunraku, son a la vez visibles e impasibles; los hombres de negro se afanan en torno a un muñeco, pero sin ninguna afectación de habilidad o de discreción […]. En cuanto al actor principal, su cabeza está descubierta; lisa, desnuda, sin afeite, lo que le confiere un aspecto civil (no teatral), su cara se ofrece a la lectura de los espectadores; pero lo de un modo preciso y cuidadoso es dado a leer es que no hay nada ahí que leer; se encuentra de nuevo aquí esa exención de sentido que apenas podemos comprender, ya que, entre nosotros, atacar el sentido es esconderlo o invertirlo, pero jamás ausentarlo» (Roland Barthes, El imperio de los signos)
Barthes, en su colección de ensayos sobre los signos de Japón, se refiere al fenómeno del «vacío de palabra» como acto culminante de la experiencia estética nipona: una disposición de signos concreta (objetos, imágenes, palabras…) causa en el observador una «sacudida del sentido, desgarrado, extenuado hasta su vacío insustituible, sin que el objeto nunca deje de ser significante, deseable». Para el semiólogo francés, por tanto, la esencia de la estética japonesa está en que los significantes quedan vacíos de significado. Esto es, que los objetos o las palabras que designan a eso objetos (no olvidemos que, en el japonés, la escritura de la palabra es en sí misma un acto estético) consiguen no remitirse a nada más que a sí mismos. En el Bunraku, como dice Barthes, esta renuncia al sentido se cuaja al disponer como parte de la obra artística (el lienzo del escenario) la separación patente entre el gesto de la marioneta y el acto del actor. La idea, numerosas veces repetida al referirse a la particularidad de las artes japonesas, de que la forma es el sentido. No olvidemos, eso sí, que el discurso de Barthes renuncia expresamente al Japón «real» para componerse solo de los signos que el autor selecciona. Habla, pues, de un Japón cuidadosamente destilado de sus influencias transnacionales, de un Japón facturado a la medida de un occidental que en ningún momento esconde su mirada foránea. Si uno está familiarizado con las maneras de Wes Anderson, el paralelismo es evidente. No es ninguna novedad afirmar que el director tejano crea los universos particulares de cada uno de sus filmes mediante una cuidadísima acumulación de significantes culturales acotados: La India en Viaje a Darjeeling, la Europa bohemia de entreguerras en El Gran Hotel Budapest, el país del Sol Naciente en el filme que nos ocupa. Que la forma es el sentido, desde luego, es una máxima perfectamente aplicable a su manera de entender el cine.
El stop-motion parece, así, el destino natural de Anderson, dada su combinación del diseño artesanal de los muñecos y escenarios con las posibilidades que ofrece la animación de crear un mundo a medida, libre de las molestas injerencias de la realidad. Ahora bien, esta última cuestión es algo más compleja. Al cineasta se le tiende a suponer interesado por la eliminación de toda huella de lo real en sus imágenes, como una especie de diseñador de casas de muñecas. Lo que omite esta lectura es lo que conecta al formalismo extremo de Anderson con la explicitud del impulso creativo que lo origina. En Isla de perros, esta explicitud de la conexión tiene una especial carga sobre las imágenes, replicando la convivencia en el Bunraku entre acto y gesto dado que, salvando las distancias, el stop-motion puede ser el mayor equivalente cinematográfico del teatro de marionetas. Anderson, por ejemplo, opta por desnaturalizar la percepción optando por los 12 fotogramas por segundo. O, en varias escenas, emplea materiales «crudos» que deja que sean vistos como tales: para representar las peleas a varias bandas, replica las nubes típicas de cómic utilizando trozos de algodón en los que inserta a los personajes. De este modo, la «huella de lo real» se reconfigura no como la impronta que deja la realidad externa sobre la cámara, sino la que deja la intervención creativa sobre el acabado. El efecto es el mismo que, pongamos, el que uno experimenta ante los cuadros en directo de Van Gogh (otro admirador de la estética oriental, por cierto): los brochazos gruesos y deformes que, como un gotelé descuidado, crean un relieve sobre la superficie del lienzo. Esta falta de pulcritud es la huella más manifiesta del artista que conjura su presencia fantasmal sobre el cuadro. El resultado, sea en Anderson, Van Gogh o el Bunraku, apunta a lo mismo: una especie de distanciamiento brechtiano que reconduce la respuesta emocional de la búsqueda de un sentido a la celebración de la forma en sí misma.
«La máxima expresión de la estética andersoniana, la celebración de la forma pura que inunda sus planos, la perfecta convivencia entre acto creativo y gesto emocional que cuaja el milagro de alejarnos y acercarnos a su mundo más que nunca».
De este modo, en Anderson, hasta un travelling puede ser emocional. Porque el travelling se concibe como nada más que un movimiento estético. Lo que en otros cineastas puede ser percibido como una disociación entre un recurso expresivo y un acto de lucimiento técnico, en Anderson funciona porque obedece al desarrollo de un estilo llevado hasta las últimas consecuencias. La imagen no expresa nada desde su interior, sino desde su construcción exterior: recurso expresivo y expresión se convierten, pues, en lo mismo. Anderson se permite despachar sus giros de guion (el cambio repentino del perro callejero Chief o el alcalde Kobayashi) con un mecanicismo evidente dada su consciencia de que el guion no es más que una parte del lienzo, un material a rellenar. En el caso de Isla de perros, ese travelling marca de la casa andersoniana encuentra su paroxismo porque, liberado de la lógica de continuidad espacial que impone la imagen real, es capaz de crear montaje sin corte del plano: no solo montaje entre espacios no contiguos, sino incluso entre distintos modos de representación. El stop-motion que ya empleó en Fantástico Sr. Fox se amplifica aquí con la combinación de diferentes técnicas de animación capaces de convivir dentro de un mismo plano. Anderson ha citado a Akira Kurosawa como la gran influencia de la cinta. Hay homenajes, por supuesto: el malvado alcalde Kobayashi es un guiño al protagonista de El infierno del odio, encarnado por Toshiro Mifune, y los sucios canales por los que transitan los perros están tomados de la ambientación barriobajera de El perro rabioso. Pero, también, hay una comprensión del empleo del movimiento (interno y externo) como montaje que dialoga con el maestro nipón. En el caso de Anderson, eso sí, explicitando la coreografía que conecta los planos con sus travellings de ángulos cuarteados y los precisos movimientos de sus personajes (el movimiento en encuadre de los cuatro perros coprotagonistas es una delicia circense).
Fotograma de Isla de perros. Isla de la basura.
Fotograma de Isla de perros. Ciudad de Megasaki.
Utagawa Hiroshige, Hakone: vista del lago.
Fotograma de Isla de perros. Ciudad de Megasaki.
Utagawa Hiroshige, Hakone: vista del lago.
Aunque tenga algo de enumeración tópica, vale la pena también mencionar los parentescos de Anderson con Yasujiro Ozu. En este caso, la influencia (pretendida o no) va más allá de Isla de perros, dado que en el fondo Anderson siempre ha sido una especie de versión extremada de la meticulosidad formal de Ozu, de su forma de escoger una serie de signos y crear con ellos un mundo propio estrictamente reglado (lo que difiere es el origen de los signos, que remiten más claramente a una sociedad al otro lado de la cámara en el caso de Ozu). En Isla de perros, las tajadas de ironía distante (en forma de hilarantes parodias de haikus o las ya acostumbradas declamaciones impávidas y veloces de los actores) hermanan muy bien con la construcción visual de las conversaciones, que replican los planos-contraplanos de miradas frontales a cámara típicos de Ozu. De nuevo, volvemos a Brecht. Esta ruptura continua de la cuarta pared mediante personajes que se dirigen al espectador cuando hablan entre ellos genera una extrañeza porque se combina con su disposición en un mundo cuya artificialidad se nos grita a los cuatro vientos. Por terminar con la enumeración exotizante, Anderson también suma a la «desnaturalización» de sus imágenes construcciones visuales que recuerdan a las maneras del ukiyo-e (grabado japonés). En especial los planos amplios de la isla de la basura o la ciudad de Megasaki, que recuerdan a la línea clara con las marcadas delimitaciones formales de los materiales, o directamente replican sus colores sin matices o los amplios pedazos de blanco. Es difícil, por todo ello, no considerar a Isla de perros la máxima expresión de la estética andersoniana, la celebración de la forma pura que inunda sus planos, la perfecta convivencia entre acto creativo y gesto emocional que cuaja el milagro de alejarnos y acercarnos a su mundo más que nunca. Al menos, hasta su próxima obra. | ★★★★★ |
Miguel Muñoz Garnica
© Revista EAM / Pamplona
Notas
[1] Teatro de marionetas japonés en el que tres actores vestidos por completo de negro, y solo uno de ellos con el rostro descubierto, mueven la marioneta sobre el escenario usando sus brazos directamente sobre ella en lugar de hilos. La marioneta tiene movilidad en extremidades, ojos y boca. Otros actores al fondo del escenario, a modo de coro, ponen la voz.
[1] Teatro de marionetas japonés en el que tres actores vestidos por completo de negro, y solo uno de ellos con el rostro descubierto, mueven la marioneta sobre el escenario usando sus brazos directamente sobre ella en lugar de hilos. La marioneta tiene movilidad en extremidades, ojos y boca. Otros actores al fondo del escenario, a modo de coro, ponen la voz.
Ficha técnica
Estados Unidos, 2018. Isle of Dogs. Director: Wes Anderson. Guión: Wes Anderson. Compañías productoras: American Empirical Pictures, Indian Paintbrush, Twentieth Century Fox Animation, Studio Babelsberg. Presentación oficial: Festival de Berlín 2018. Productores: Wes Anderson, Jeremy Dawson, Steven Rales, Scott Rudin. Música: Alexandre Desplat. Fotografía: Tristan Oliver. Montaje: Edward Bursch, Ralph Foster, Andrew Weisblum. Diseño de producción: Paul Harrod, Adam Stockhausen. Dirección artística: Curt Enderle. Duración: 101 minutos.