Callar y asentir
Crítica ★★★★ de Hannah (Andrea Pallaoro, Italia, 2017).
Italia, 2017. 95 minutos. Título original: Hannah. Director: Andrea Pallaoro. Guion: Andrea Pallaoro, Orlando Tirado. Fotografía: Chayse Irvin. Música: Michelino Bisceglia. Producción: Andrea Stucovitz. Productora: Partner Media Investment/Left Field Ventures/Good Fortune Films/To Be Continued/Lorand Entertainment/Rai Cinema/RAI Radiotelevisione Italiana/Lazio Film Commission/Solo Five Productions/TF1. Diseño de producción: Marianna Sciveres. Edición: Paola Freddi. Intérpretes: Charlotte Rampling, André Wilms, Stéphanie Van Vyve, Simon Bisschop, Jean-Michel Balthazar, Fatou Traoré, Luca Avallone.
Hannah es un retrato intimista del dolor y la soledad de una mujer; es un sutil ejercicio de estilo basado en la elipsis y la oposición; es un análisis crítico del rol del sexo femenino en la sociedad patriarcal; es una metáfora con visos kafkianos del sinsentido de la existencia… y es mucho más. A simple vista, empero, y en la estela de su desigual debut en el ámbito del largometraje –v. gr. Medeas (2013)–, la última película del director italiano Andrea Pallaoro es meramente el minimalista dibujo del día a día de la protagonista de la historia, Hannah (una soberbia Charlotte Rampling), tras el ingreso de su marido en prisión por un delito que nunca se acaba de precisar pero que, por un conjunto de información sesgada que va diseminándose a lo largo del metraje, está vinculado al abuso de menores. Con semejante premisa, un filme más convencional habría ahondado en el distanciamiento de ambos cónyuges o en el rechazo social que, ante este tipo de delitos, padece una persona con independencia de su inocencia o de su culpabilidad. Si bien es cierto que ambos elementos están presentes en la narración, a Pallaoro sobre todo le interesa incidir en el conflicto interior de Hannah, cuyo periplo es una lacerante trayectoria de descenso a los infiernos por el hecho, simple pero crucial, de seguir adscrita al papel que lleva representando toda su vida.
Y si empleo esta imagen de la actuación no es en vano, ya que la única fuente de evasión y disfrute que parece tener Hannah son las clases de interpretación amateur a las que asiste con regularidad. Unas clases que, no en vano, insisten en dos elementos en apariencia antitéticos pero en el fondo complementarios: la expresión corporal –que Hannah lleva con desagrado, acostumbrada como está a una vida de sumisión, normas sociales y silencio– y los ensayos de la obra de teatro que van a montar a final de curso, no por casualidad Casa de muñecas de Henrik Ibsen. En realidad, Hannah bebe de esta pieza del autor noruego, pero subvirtiendo los términos de la misma, de forma que la protagonista es una suerte de Nora que no se atreve a emanciparse –posiblemente, por ser mucho mayor que la heroína del drama– y que se engaña sistemáticamente a sí misma en busca de ese «milagro» que nunca llegará. Por otra parte, y dada la puesta en escena asfixiante y reiterativa, donde la trama se halla reducida a mínimos, donde los gestos cotidianos se van repitiendo una y otra vez y donde el rostro y el cuerpo de la protagonista ocupan, con su apabullante fisicidad, el foco central de la cinta, es inevitable no pensar asimismo en el clásico de Chantal Akerman Jeanne Dielman, 23, quai du commerce, 1080 Bruxelles (1975). Como en este, Pallaoro incide en la vacuidad que encierra la rutina diaria de la protagonista, bajo la cual se ocultan su rabia y su frustración. En última instancia, es posible rastrear en Hannah a otras heroínas trágicas de la ficción, como la Gertrud (1964) de Carl Theodor Dreyer –en su consciente alejamiento de la realidad– o la Mija de Chang-dong Lee en Poesía (2010), abocada igualmente a la soledad y la incomprensión en la edad en la que más apoyo habría de menester y asida solo a la única ilusión de unas clases para adultos.
¿Alguien quiere ver una película de terror? Pues no se me ocurre peor pesadilla que la que se describe en Hannah: la de cientos de generaciones de mujeres atrapadas en la mansedumbre, el deber, la templanza y el sacrificio que se les supone a las esposas y a las madres en el seno de una estructura familiar pacata y burguesa, dominada por las apariencias, el machismo y un desquiciado y retorcido concepto del deber, la fidelidad y el amor.
Sin embargo, y a diferencia de lo que acontece con las mujeres citadas, en Hannah no se produce ningún tipo de gesto rebelde, de desafío al sistema y, por ende, de redención o de victoria moral. Y ahí es donde radica la honda, terrible, desgarradora amargura del relato. Desearíamos que Hannah cometiera un asesinato como Jeanne, que abandonara su casa como Nora, que denunciara a un ser querido como Mija o que se aislara por integridad personal como Gertrud. Pero Hannah es un ser absolutamente pasivo que, por no hacer, ni siquiera opta por la única escapatoria –a la zaga de otro gran personaje femenino, la tolstoyana Anna Karenina– que parece quedarle a alguien tan anulado, tan sometido a la voluntad del otro como ella. Por este motivo, el realizador enfrenta siempre el estatismo de Hannah, tomada en primeros planos o mediante encuadres oblicuos, reflejada en espejos o en superficies de cristal, o con una cámara que debe esquivar esquinas, pasillos, columnas y objetos varios, a la actividad del mundo exterior, del que ella se limita a ser una mera espectadora, sin el más mínimo control, por tanto, de aquellos actos que otros desencadenan y que acaban por tener consecuencias directas en su vida. En este sentido, la escena de abertura del filme ya es reveladora: un primer plano de Hannah que, con la incomodidad pintada en el rostro, oye unos ruidos animalescos que alguien emite fuera de campo. Y aunque inmediatamente sabremos que se trata de ejercicios de expresión corporal, esta actitud de observar sin actuar –en una suerte de masoquista voyerismo, que retroalimenta su deseo de aprobación ajena– se reproducirá una y otra vez a lo largo de la cinta: en sus encuentros con desconocidos en los medios de transporte; en la incapacidad de abrir la puerta a la madre que le pide empatía; en su mutismo ante la repulsa que recibe de parte de su hijo, etc. No es de extrañar que solamente parezca sentirse cómoda con Nicholas (Simon Bisschop), un niño ciego, que al «no verla» no puede «juzgarla»; o que, cuando se trate de exponerse al público finalmente, Hannah falle de manera estrepitosa.
De hecho, conforme va colisionando la desagradable realidad con las mentiras que la mujer se cuenta a sí misma y a quien quiera escucharla (su marido, su empleadora…) para sobrevivir, el universo de Hannah va encogiéndose progresivamente, hasta que no le queda ningún refugio en el que no dar de bruces consigo misma, cascarón vacío por culpa de haber llevado una existencia basada en la búsqueda de la satisfacción y la felicidad… pero no propias. De ahí que su docilidad y sometimiento se equiparen a los del perro familiar, y que, irónicamente, solo tenga arrestos para salvar la vida del animal, no la suya, alejándolo con sabiduría del mundo en el que llevaba años inmerso y que lo está llevando a la depresión y a la autodestrucción. Por el contrario, y desde el momento en el que se hace realmente cómplice de su esposo, es ella misma quien asumirá su castigo al ir a contemplar la ballena varada en la playa, metáfora del destino al que el hábito de los años, y la cobardía, la condenan. ¿Alguien quiere ver una película de terror? Pues no se me ocurre peor pesadilla que la que se describe en Hannah: la de cientos de generaciones de mujeres atrapadas en la mansedumbre, el deber, la templanza y el sacrificio que se les supone a las esposas y a las madres en el seno de una estructura familiar pacata y burguesa, dominada por las apariencias, el machismo y un desquiciado y retorcido concepto del deber, la fidelidad y el amor. | ★★★★ |
Elisenda N. Frisach
© Revista EAM / Barcelona