Cómo hilvanar la conexión y la desconexión
Crítica ★★★★★ de El hilo invisible (Phantom Thread, Paul Thomas Anderson, 2017).
A todo director le gusta adquirir un estilo propio, una forma de rodar que defina su mirada, que en una película anónima permita al espectador asociarla a su nombre. Pero pese a tratarse de una aspiración general solo se consigue en este extremo por unos pocos afortunados. Paul Thomas Anderson sería uno de ellos, aunque a su vez sería una excepción dentro de la excepción, ya que a lo largo de su temprana carrera su estilo ha ido evolucionando, su mirada ha ido reinventándose. En su primera incursión tras las cámaras, Hard Eight (1996), se adivinaba una preferencia por los dramas corales con una puesta en escena bastante dinámica en sus composiciones y ambientación, lo cual quedó confirmado en Boogie Nights (1997) y Magnolia (1999). Pero desde esta última se percibía ya una voluntad de mayor abstracción y trascendencia. Tras el paréntesis juguetón de Embriagado de amor (Punch-Drunk Love, 2002), llegaría su obra magna Pozos de ambición (There Will Be Blood, 2007), ahondando en esa voluntad de síntesis narrativa aunque también realzando sus connotaciones enfáticas. Con The Master (2012) y Puro vicio (Inherent Vice, 2014) la forma se iría depurando a la vez que cobrando una apariencia de improvisación, como una ilusión estética al servicio de un drama más pautado, más remarcado en cada una de sus escenas. Se mantiene en cualquier caso la atención a cada elemento expresivo, que de forma acumulativa, armonizada por una insistente banda sonora, conforma un relato de varias ramificaciones y a la vez una sola dirección, que solo se puede vislumbrar mediante su interpretación final y global.
Estas consideraciones permiten integrar El hilo invisible en una obra que de lo contrario se antojaría dispar y caprichosa. Anderson vuelve a cambiar de género, ahora entrando de lleno en el melodrama de época, y parece apostar con ello por un acabado visual y sonoro propio, reminiscente de otros homenajes a similares espacio y tiempo como Carol (Todd Haynes, 2015). Pero observado en cada detalle y en su conjunto, estamos ante un filme característico del director californiano, tanto en su esencia como en su progresión. En esencia es de nuevo la historia de un misterio sin resolver, protagonizado por personajes traumados, ambiciosos y solitarios, que se refugian o incluso ensimisman en unos escenarios limitados, donde se sienten más seguros aunque ello contraste con sus sueños de grandeza o superación, que se ven por ende truncados. En esta descripción genérica encajan las últimas cintas mencionadas, hasta ésta donde en concreto nos trasladamos al mundo de la moda londinense de la segunda posguerra, si bien reduciendo su alcance en todos sus referentes. No hay más que tres personajes dignos de mención: el reputado diseñador Reynolds Woodcock (Daniel Day-Lewis), su hermana Cyril (Lesley Manville) y la recién llegada Alma (Vicky Krieps). Los tres conviven junto a las demás trabajadoras de la casa donde se confeccionan los vestidos, reciben a sus clientes y atienden sus pedidos, cuando no se realiza esta labor por delegación en otra casa de campo. Pero en ambas localizaciones no hay planos generales que sitúen los hogares en una geografía más amplia. De hecho no hay ni una sola panorámica del Londres de la época, que solo intuimos en los pocos momentos en que la cámara se desplaza a un par de calles, confinada el resto del tiempo entre las cuatro paredes del interior.
«No hay ni una sola panorámica del Londres de la época, que solo intuimos en los pocos momentos en que la cámara se desplaza a un par de calles, confinada el resto del tiempo entre las cuatro paredes del interior. Esto convierte El hilo invisible en una pieza de cámara sui generis».
Esto convierte El hilo invisible en una pieza de cámara sui generis, donde los tres personajes mencionados viven como aislados del resto del mundo. El de Alma es de procedencia extranjera, sin señas concretas más allá de su acento y comportamiento, lo cual busca reforzar la ajenidad de su llegada. Pero enseguida se adapta a su nuevo ambiente, asumiendo y a la vez rebelándose contra sus reglas de tal forma que las mismas puedan perpetuarse. Esta sumisión e inmersión casi claustrofóbica se materializa desde un punto de vista técnico con encuadres delimitados por las jambas de una puerta, las barandillas de una escalera o incluso las patas de una mesa. Esto último lo comprobamos en un plano clave hacia la segunda mitad del metraje, donde precisamente se percibe cierta liberación armónica al tiempo que la cámara avanza hasta superar sus límites laterales iniciales, continuando la toma con los dos protagonistas centrando el foco, junto a un vestido de novia que plasma el simbolismo de la trama. Y es que esta se puede reconducir en su núcleo a la maldición que cae sobre quienes confeccionan tales vestidos, pues por culpa de ello nunca podrán casarse a su vez y por tanto se prolongará su soledad. Con esta explicación se asocian los dos ingredientes básicos de la cinta (moda de alta costura y carácter de personas alienadas), y de paso se corrobora la descripción estilística anterior. Esta pone de manifiesto las composiciones minimalistas en su marco y maximalistas en su contenido que definen ahora el cine de Anderson, en este caso con una correspondencia todavía mayor al encargarse él también de la fotografía (aunque no figure en los créditos por su naturaleza intrínsecamente colaborativa).
Empero hay asimismo una clara progresión personal, que se puede apreciar bien si nos fijamos en otra escena concreta, en cierto modo contrapuesta al plano secuencia que antes hemos descrito. Se trata del momento en que se conocen los dos protagonistas, en un restaurante, cuando ella, entonces una camarera, acude a tomar la comanda de él. Mientras se dirige hacia su mesa, sale de campo por la derecha, y luego vuelve a entrar por el mismo lado con un tamaño y ángulo distintos, anticipando un salto de eje que se mantiene a lo largo de toda la conversación, pues en ella ambos personajes están mirando a su derecha (nuestra izquierda). No hay ningún movimiento durante la misma ni caos alguno que justifique ese salto, el cual de ocurrir además suele rectificarse enseguida. Sin embargo en este caso Anderson alarga la heterodoxia técnica, convirtiendo lo que debería haber sido un habitual plano/contraplano en una especie de simbiosis plano/plano. Es algo que no se repite en ninguna otra secuencia y no es casual que se emplee en ésta, en la que como hemos dicho interactúan por primera vez Alma y el señor Woodcock, de quien ya conocemos hasta entonces su falta de relación estable con las mujeres. En su presentación, hecha por medio de la narración de ella, se ha dado importancia a su aspecto como prolongación de su persona, estableciendo por ejemplo un paralelismo visual entre su brocha de afeitar y el cepillo con el que se limpia los zapatos. Pero esta cuidada presentación externa es engañosa, ya que luego se desmorona en su talante y elegancia en cuanto alguien le perturba. Alma es quien por primera vez sabrá lidiar con ambas dimensiones, aunque éstas exijan un constante reajuste.
«Hay así un curioso metalingüismo en el título de la película, vinculado a las anteriores de este cineasta […] Pero el hilo invisible no es tanto el que une por dentro los tejidos, sino el que puede juntar a dos individuos a priori tan opuestos».
De ahí que la planificación de la citada escena del restaurante pueda venir motivada por el inédito efecto de conexión y desconexión al que asistimos, como reverso de la dualidad que hasta ahora hemos comentado entre continuidad y discontinuidad. Hay así un curioso metalingüismo en el título de la película, vinculado a las anteriores de este cineasta, y que en el original inglés tiene además como acepción la del fantasma de la madre de Reynolds, que le recuerda la susodicha maldición del vestido de novia. Pero el hilo invisible no es tanto el que une por dentro los tejidos, sino el que puede juntar a dos individuos a priori tan opuestos. En realidad tienen un entendimiento mutuo de la relación que a otros se les escapa. La propia Alma cuenta que amando a este hombre la vida deja de ser un gran misterio, por lo que pese a lo que decíamos hace unos párrafos éste sí tendría una cierta resolución. En cualquier caso la misma solo se percibe por el cúmulo de lo que se muestra y no se muestra, con elipsis requeridas por la distinción de un filme que en el fondo nos habla de deseos perturbados, que rozan el sadomasoquismo. Para hacerlo creíble resulta fundamental la química entre sus intérpretes, los tres en estado de gracia, y en particular con un Daniel Day-Lewis al frente del que ha anunciado es su último papel, el de un niño grande y a la vez prematuro viejo al que solo una mujer con el temperamento y la paciencia que le imprime Vicky Krieps puede tolerar. Sus intercambios se armonizan de nuevo por la música de Jonny Greenwood, de bellísima factura, envolvente como mandan las convenciones del género pero también con el tono discordante que identifica a este compositor. Sus melodías son por lo demás tan omnipresentes que se nos llama más la atención sobre los instantes en que se detienen que sobre los que las acogen, como por ejemplo cuando Reynolds vuelve a su casa para ser recibido en solitario por Alma, quien le ha preparado una cena, bonito detalle que sin embargo entre ellos anuncia un inevitable enfrentamiento. Es una muestra más de la reformulación que plantea aquí Anderson, concordando elementos discrepantes hasta ofrecer una película sorprendentemente homogénea y única… tanto como las anteriores suyas. | ★★★★★ |
Ignacio Navarro Mejía
© Revista EAM / Madrid
Ficha técnica
Estados Unidos, 2017. Título original: Phantom Thread. Dirección: Paul Thomas Anderson. Guion: Paul Thomas Anderson. Productoras: Annapurna Pictures / Focus Features / Ghoulardi Film Company / Perfect World Pictures. Fotografía: Paul Thomas Anderson. Montaje: Dylan Tichenor. Música: Jonny Greenwood. Diseño de producción: Mark Tildesley. Dirección artística: Chris Peters y Adam Squires. Decorados: Véronique Melery. Vestuario: Mark Bridges. Reparto: Daniel Day-Lewis, Vicky Krieps, Lesley Manville. Duración: 130 minutos.