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    Cine Alemán Siglo XXI

    Cineclub: Más poderoso que la vida (1956)

    El temor y el temblor

    Ensayo sobre Más poderoso que la vida (Bigger than life, Nicholas Ray, 1956).

    01. Sin dolor

    Nos gustaría comenzar por el siguiente plano:

    En una cama de hospital, a la hora de los miedos, Ed (un extraordinario James Mason) se retuerce de dolor. El espectador apenas puede detectar el aullido: la imagen es pura sombra a la que un pequeño destello de luz arranca levemente los detalles: un pómulo, una barbilla, una almohada que no puede contener tanto dolor.

    Sin embargo, hay un segundo plano en la imagen que se superpone en tiempo real: la medición exacta del dolor, convertido en pura gráfica, en elemento objetivo y tratable por la ciencia. La angustia del cuerpo humano tiene esos dos dobleces: el de lo real del cuerpo (que suda, que no puede dormir ni ser domesticado) y el de su representación científica, verificable y medible. Tanto es así que un simple diagrama de barras puede dar un valor exacto a un momento concreto de pánico y de desgarro. Sin embargo, cuando la cortisona parece funcionar sobre ese cuerpo herido, lo que la película muestra es, sorprendentemente, una escritura manual, liviana, casi sonriente.


    “No pain”, sin duda uno de los grandes espejismos de nuestra sociedad y uno de los sueños recurrentes que se prometen en los mentideros de la publicidad: hay algo (una substancia, una píldora, una medicina, un coche, un destino turístico) capaz de frenar mágicamente ese dolor terrible que nos atenaza en el encuentro con las sombras.

    Que un plano de esta potencia fuera construido en 1956 antes del auge salvaje de los ansiolíticos y del positivismo aplicado en plancha al conocimiento científico no deja de poner los pelos de punta. “No pain”, dicta ese enunciador total que garantiza, con una simpática y muy confiable flecha descendente, el triunfo absoluto de la medicina sobre el hombre, la celebración máxima del control sobre el cuerpo y sus demonios íntimos.

    Ahora bien, si retrocedemos algo en la película, veremos que el origen de la extraña enfermedad de Ed es bien distinta. El primer plano que nos espera después de los créditos es, muy precisamente, la primera mostración concreta de uno de los ataques que se ceban contra el protagonista.



    Podría ser un plano subjetivo. Una diagonal compuesta por el reloj, las llaves y el timbre divide el plano en dos mitades simétricas, situadas, a su vez, por dos elementos relacionados con el lenguaje (los lápices y unos folios garabateados). Tiempo y escritura como dos vectores simbólicos. De pronto, desde una de las esquinas del encuadre, una mano que intenta agarrar el reloj se retuerce súbitamente de dolor, deviniendo garra.



    Mano/garra que sigue la línea de dirección del folio y que nos confirma, ahora sí, que estamos dentro de la mirada del personaje. Un personaje que intenta, literalmente, agarrar un cierto tiempo que se le rebela, que se le escapa y que sirve a la vez como límite y como prueba evidente de su inminente desaparición.

    Ciertamente, estamos en un territorio muy similar al arranque de la película de Pialat que tuvimos la ocasión de comentar hace unas semanas. Sin embargo, aquí la cinta funciona en otra dirección. Si aquel niño triste –el de La infancia desnuda (L´enfance nue, Maurice Pialat, 1969)- comenzaba su viaje destruyendo un reloj porque no tenía un tiempo concreto en el que vivir, el de Ray tiene ya su tiempo destruido, arrasado, quemado a sus espaldas. El tiempo del éxito perdido en el que, de manera milagrosa, realizó la jugada perfecta que le granjeó la admiración de sus compañeros de clase. Jugada de la que guarda, como buen preso de su pasado, un inevitable fetiche: el balón de rugby situado primorosamente sobre la repisa del salón.

    Repisa en la que, por cierto, la pelota sirve como conexión diagonal entre padre e hijo, elemento central del tiempo añorado y que ahora funciona también como legado. Pelota tras la que se escribe un mapamundi (“WORLD” reza orgullosa la leyenda del mapa) y, por supuesto, acompañada de un inevitable reloj situada a la derecha del encuadre (esto es, en el espacio que ocupa el padre). Curioso juego significante, sin duda, entre esos dos relojes que marcan, en esencia, una única hora: la hora de la muerte inminente. Y, de hecho, si volvemos al plano inicial, vemos como el tiempo se escribe también en el dolor: cada una de las líneas que se van situando a la derecha en el gráfico marca una nueva segmentación temporal: ¿una hora de dolor, un día de dolor, una semana de dolor? ¿Cada cuánto se mide el dolor y cómo se mide? ¿En qué reloj se sostiene tanto sufrimiento?

    02. Un umbral

    Probablemente, casi todos los espectadores recordarán uno de los más momentos más extraordinarios del cine de Ray y, por cierto, una de sus grandes osadías en el ejercicio de la planificación. Recordemos el momento: Ed acaba de salir del hospital y se dispone a reincorporarse a su trabajo como docente. Su mujer –una hermosísima Barbara Rush- le despide desde dentro del coche y el director dispone la conversación con un preciso plano/contraplano.




    Los dos están reencuadrados, si bien Ed se encuentra doblemente enmarcado por las ventanillas. De hecho, si miramos con calma el encuadre parecería incluso que está situado al fondo de un túnel, o bien en una situación de lejanía, de inminente pérdida. En contraste, los planos de la Rush son dulcemente cercanos, sacándole todo el partido mediante el Technicolor a los coches azules del fondo y a ese pañuelo rosa anudado de raso que se sitúa bajo su sonrisa. No cabe duda: ella es el amor y el hogar. Ella es todo eso que Ed perderá inevitablemente en el último tercio de metraje.

    Ray tenía el plano/contraplano como herencia de cine clásico y –como diría Núria Bou-, como prueba misma de la posibilidad del amor entre dos cuerpos. Sin embargo, algo no termina de cuajar en el discurso y cuando Ed emite su máxima triunfante (“Me siento como si midiera 10 metros de alto”), la cámara rompe el juego de miradas con un brutalísimo contrapicado.



    Ciertamente, Mason es retratado como un gigante, con ese cielo azul terrible a sus espaldas –un azul que parece rimar con el de las carrocerías cromadas de los autos de la calle-, hasta el punto de que la cámara debe descender mediante un eje sobre sí misma para reencuadrarle en su entrada al edificio.



    El espacio del conocimiento, el del saber y el de la formación de futuro (el colegio) queda de pronto ligeramente desplazado, como si fuera una extraña gruta casi religiosa –es además, una edificación que remite indefectiblemente a una iglesia- en la que espera ese dios salvaje y brutal al que Ed comenzará a rendir culto. 


    La idea del túnel se repite de nuevo: En esta ocasión, además, la mirada queda avisada de ese camino sin retorno hacia la locura iniciado por Ed por esas dos grandes verjas metálicas situadas a izquierda y derecha de plano. El espacio del conocimiento, el del saber y el de la formación de futuro (el colegio) queda de pronto ligeramente desplazado, como si fuera una extraña gruta casi religiosa –es además, una edificación que remite indefectiblemente a una iglesia- en la que espera ese dios salvaje y brutal al que Ed comenzará a rendir culto. Un dios que exige sacrificios humanos y que se alimenta pacientemente de esa colección de píldoras que Ed se baja, trago tras trago, entre clase y clase. Podría parecer que la idea del colegio/templo es anecdótica de no ser porque, como recordará el espectador, la primera gran intervención de ese Ed-marioneta, Ed-sacerdote loco, tendrá lugar dentro de su clase al defender la necesidad de crear una “raza” de estudiantes fuertes, sólidos, implacables y listos para obedecer.

    En el plano contrapicado, sin duda, Ed parece “más grande que la vida” (mide más de diez metros, como acaba de decir), pero únicamente para desplomarse en una terrible pesadilla. Es un espacio límite, el espacio en el que todo lo que se consigue puede quebrarse de pronto y perderse para siempre. ¿Tendría que extrañarnos, por tanto, que el propio Ray escribiera su nombre precisamente ahí, en ese umbral de pura locura?



    Imaginamos que, como para tantos otros creyentes y no creyentes, los pasajes bíblicos del sacrificio de Isaac siempre nos han parecido un enigma apasionante. El capítulo 22 del Génesis, con toda su potencia, es reescrito parcialmente por Ray abriendo una senda que seguirían en nuestros tiempos con desigual fortuna Haneke o Lanthimos. La comparación es, en cualquier caso, superficial. En Ray las imágenes todavía están en plena lucha con el concepto mismo de “familia” –por eso resultan tan terroríficas-, mientras que en Haneke o Lanthimos lo único que queda es un puro goce de arrasar todo lo que encuentren a su paso. Se ha citado hasta la saciedad el horrendo plano en el que Ed, ya preso de la locura, se arrastra como una figura monstruosa sobre su hijo.



    Todo es pura humillación económica: formarse para ser más rico, enriquecerse para ser menos débil (y poder pagarse un médico), luchar hasta la autodestrucción para poder pagarse unas pastillas. Al contrario que Lanthimos, quizá el verdadero heredero de la escritura de Ray sea el Walter White de Breaking Bad


    La composición es extraordinaria en tanto todas las líneas (el marco de la puerta, las estanterías) parecen torsionarse, expandirse, aberrarse empequeñeciendo al espectador. De nuevo, es un espacio de saber (el despacho en el que el padre toma las lecciones a su hijo) que deviene templo pesadillesco de ese dios demencial. El padre se ha animalizado, se ha convertido en algo a medio camino entre la araña y el cuervo, y su cuerpo únicamente sirve para aplastar hasta la asfixia. Ya no sabemos si es “más grande que la vida”, pero desde luego, parece un buen sirviente de la muerte misma. Entre el contraplano que engrandece y el contraplano que aplasta hay apenas un par de trucos compositivos pero, en manos de Ray, se convierten en toda una lección de narrativa audiovisual: el primero marca la entrada en el túnel de la locura, el segundo confirma la llegada al mismo.

    03. Sin dolor (II)

    La conclusión de la película de Ray es aplastante: no se puede controlar el dolor, ni mediante la medicina ni mediante el saber. El buen hombre, el sabio medicado, el gran padre de familia norteamericano puede en cualquier momento coger las cómodas tijeras recién compradas y descuartizar sin pestañear a su hijo. Ahora bien, la mirada no es –como en el último Lanthimos- únicamente una suerte de truco de magia barato para poner en crisis una (no) familia a golpe de realismo mágico. Muy al contrario: lo deslumbrante de la cinta de Ray es que, al final, todo se resume en una cuestión mucho más sutil: los protagonistas son tan dolorosamente pobres que no tienen más opción que hincharse de drogas hasta matarse entre ellos. No pueden mantenerse, no pueden pagar más facturas de Hospital, no pueden comprarse vestidos. Todo es pura humillación económica: formarse para ser más rico, enriquecerse para ser menos débil (y poder pagarse un médico), luchar hasta la autodestrucción para poder pagarse unas pastillas. Al contrario que Lanthimos, quizá el verdadero heredero de la escritura de Ray sea el Walter White de Breaking Bad. Y, piénselo un momento antes de pensar que he soltado una simple boutade. Ambos son profesores acechados por una muerte inminente que se encuentran ante la imposibilidad de sacar a sus familias adelante. El primero se hincha a drogas y el segundo las cocina. Ambos enloquecerán y acabarán convertidos en monstruos. Ambos acabarán diciendo, con lenguajes distintos, que algo no ha salido bien en el plan de Dios.

    Lo decíamos al principio: es increíble que Ray rodara esta cinta en 1956.


    Aarón Rodríguez Serrano
    © Revista EAM / Madrid


    Ficha técnica
    Estados Unidos, 1956. Título original: «Bigger than life». Director: Nicholas Ray. Guion: Cyril Hume, Richard Maibaum. Productora: 20th Century Fox. Estreno: 2 de agosto de 1956. Fotografía: Joseph McDonald. Música: David Raksin. Productor: James Mason. Montaje: Louis R. Loeffler. Asistente de dirección: Eli Dunn. Intérpretes: James Mason, Barbara Rush, Walter Matthau, Robert Simon, Christopher Olson.


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