Las 10 mejores películas inéditas de 2017
Anuario EAM: The new (and the old) lights.
Con la consolidación del modelo Netflix en las pequeñas pantallas españolas, va a ser cada vez más habitual que grandes películas vean acotado su estreno comercial a este medio. ¿Se acerca el final del cine en salas? Ni mucho menos, solo que se expanden las opciones, y, por ello, llegarán de forma legal producciones que no suelen pasar la frontera de los certámenes. Aun así, por modelo mercantil o, simplemente, por ceguera, las distribuidoras, por norma general, siguen dejando a un lado filmes arriesgados o con un target inespecífico. Es difícil asumir que largometrajes como Certain Women –el número uno del listado homólogo de esta publicación del pasado año— o Wind River –que saldrá a la venta este mes de enero— hayan llegado o llegarán a las manos del público a través del mercado doméstico. Algo que le ha podido ocurrir a A ghost story de David Lowery, salvado in extremis y de forma silenciosa por un estreno técnico en cuatro salas. Claro está, que hablamos de cintas adquiridas por majors tras su paso por el Festival de Sundance que no supieron, viendo que su exiguo protagonismo en la Oscar Race, encontrarle un hueco adecentado en este cada vez más celérico torbellino de novedades de cartelera. Películas como Mr. Long, Brigsby Bear –que también tendrá su vía de escape a través del digital—, Beach Rats o As boas maneiras, por otro lado, dentro de una tipología de propuesta de autor, tienen un perfil comercial que bien les podría haber procurado una exhibición durante este 2017 dominado por blockbusters y el cine de animación. Mucho más complicado lo tienen obras tan sugerentes como la turca More, la georgiana Dede y la checa Little Crusader, proyectadas en el Festival de Karlovy Vary; o la portuguesa Colo, la brasileña Rifle y el documental El mar la mar, que abrieron sus dilatados recorridos en la Berlinale. Pero no solo los jóvenes realizadores se encuentran con este obstáculo que saltar; grandes autores como Terrence Malick –cuyas tres últimas películas no han sido estrenadas en nuestro país—, Andrew Haigh y los hermanos Safdie no han podido estrenar en salas sus últimos trabajos. Especialmente llamativo es este último caso. Netflix estrenará el 11 de enero Good Time, sin publicidad alguna y para rellenar el fondo de armario de la parrilla. Un dato que resulta grotesco, ya que estamos ante una de las apuestas visuales y narrativas más potentes del pasado curso. Aun con casos tan flagrantes, hay motivos para la esperanza. La aparición de pequeñas compañías de distribución como Compacto o Versus Entertainment que le ofrecen al público la posibilidad de ver joyas como Los demonios –número uno, una vez más, de este top hace un par de años— y Columbus –estrenada hace un par de semanas— siempre es motivo de celebración. Al igual que la consolidación este año de La Aventura, que será la responsable de estrenar en Españas filmes como Western, Under the Tree, El Cairo Confidencial, Jeune Femme, Amante por un día y, sobre todo, el cine de Hong Sang-soo, un clásico inédito al que por suerte veremos en pantalla el año que viene con, al menos, dos películas. Les dejamos con nuestro top 10 de largometrajes no estrenados en España y que, esperemos, tenga su pequeño espacio de gloria durante este 2018 que acaba de comenzar.
10. EL MAR LA MAR
Joshua Bonnetta, J.P. Sniadecki, EE.UU. BERLINALE.
Resulta paradójico, así de entrada, que una película centrada en el desierto de Sonora, frontera geográfica y política entre México y Estados Unidos, recurra en su título a la ambivalencia de género lingüístico de la palabra mar. Cierto, hay poca agua en el trecho de tierra que une ambos países, pero su extensión se parece a la de un mar; un mar cuyas olas de inmigrantes han ido dejando atrás ropa, huellas, zapatos… y cuerpos. Un mar de muerte plagado de restos de vida esparcidos y olvidados. Joshua Bonnetta y J. P. Sniadecki trazan un mapa visual y sonoro de esta tierra de paso que tanta gente quiere atravesar, pero en la que nadie se quiere quedar. Los dos directores norteamericanos buscan las imágenes y las historias casi como un ejercicio de resistencia. Al igual que el viento borra rápidamente las huellas de los caminantes, haciendo imposible seguir su camino a los que vienen detrás, la memoria y la mirada parecen perderse ante la vastedad del paisaje. De este modo, en la corta primera parte de la cinta titulada Río, a modo de prólogo, la frontera aparece difusa, se nos escapa entre los árboles, es difícil intuirla por el trajín incesante del tren. La segunda, de título Costas y que abarca la mayor parte del metraje, compone una triste polifonía de imágenes e historias cuya melodía es un canto seco del que se desprenden pequeñas notas de lirismo. A modo de epílogo, Tormenta, la tercera, cierra la película con un poema mientras las nubes y la lluvia se ciernen sobre un paisaje gris en el que, a estas alturas, ya no queda esperanza alguna.
El mar la mar pertenece a ese tipo de documentales de observación cuyo visionado se debe vivir como una experiencia para el espectador. Su cuidado y certero uso del sonido, la imagen en 16 milímetros llena de imperfecciones, las historias contadas sobre fondo negro como si de imágenes en sí mismas se tratasen… pequeñas decisiones y detalles que consolidan una narrativa visual que no necesita apoyarse en ningún relato para conseguir trascender. Y entre imagen e imagen, se cuelan los que viven día a día la aridez de este paraje. De sus testimonios sin rostro se deduce, en ocasiones, una visión romántica del desierto («En el desierto, la noche es como el día. El cielo es un techo de luz, como un cuarto iluminado»); en otras, se adivina la peligrosidad de la travesía («Aquí todo intenta hacerte daño: los bichos, las serpientes, las plantas… todos han desarrollado su propio mecanismo de defensa); o la inmensa soledad como única compañera de viaje («El único sonido son tus pisadas y el ruido de tus cosas cuando te mueves»). Y, pese a todo, aunque cueste trabajo encontrarlo, también hay un pequeño espacio para la esperanza («¡Podrán cortar las flores, pero no detendrán la primavera!»).
09. LE LION EST MORT CE SOIR
Nobuhiro Suwa, Francia. FESTIVAL DE SAN SEBASTIÁN.
El de Nobuhiro Suwa es un cine que se alimenta de cine. Especialmente desde que concibiera uno de los laberintos metarreferenciales más hermosos que uno pueda encontrarse con H Story, ficción sobre un supuesto intento real de rodar un remake de Hiroshima mon amour, esa ficción en torno a un suceso (dolorosamente) real. Baste el enrevesamiento de esta frase para constatar hasta qué punto los reflejos múltiples, los juegos de espejos, son relevantes en su filmografía. Ya sean reflejos en torno a imágenes preconcebidas de la realidad, como el concepto de pareja que deconstruía en M/Other, 2/Dúo o Un couple parfait, o el bellísimo diálogo con algunas herencias de la Nouvelle Vague, con ecos que van de las puestas en abismo de Resnais a la espontaneidad vivaz de un Truffaut. Pero Suwa también sabe alimentarse de su propio cine, del camino que su filmografía (por desgracia demasiado intermitente) va explorando. Así, si Yuki & Nina era el viraje del nipón hacia los universos infantiles y un sutil movimiento de avance mágico, el personaje de Nina reaparece en Le lion est mort ce soir para encontrarse con Jean (el protagonista encarnado por Jean-Pierre Léaud) en su viaje de reencuentro interior: con lo infantil y con los fantasmas más dulces. Al verse interrumpido el rodaje de Jean en algún lugar indeterminado de la costa francesa, éste decide regresar a la casa ahora abandonada de un antiguo amor. Allí, se cruza con un grupo de niños que quieren rodar una historia de fantasmas, a la vez que con el propio fantasma de su amada que se manifiesta, cómo no, a través de un espejo.
Suwa juega a combinar lo fantástico, lo grave y lo desenfadado con esta mezcla de elementos. La gestualidad solemne y las reflexiones sobre el final de la vida lanzadas por Jean son mitigadas por el grupito de niños que quieren que protagonice su historia disparatada de fantasmas. Frente a la película “real” que rueda, en la que debe representar su propia muerte, nuestro protagonista redescubre en el rodaje “de mentira” entre las ruinas de sus recuerdos el mero placer de jugar a las películas, de concebir historias en las que la vivencia no es tanto representacional como una cuestión de fe en el acto de ir creándolas. A Jean le preocupa ser incapaz de representar su propia muerte, y es una supuesta muerta (el fantasma de su amada, Jeanette) quien le recuerda que los actores pueden fallecer tantas veces como quieran. Hacer películas es jugar a morir para negar la muerte: los niños crean una ficción en la que los fantasmas malvados son neutralizados mediante su reconversión a humanos; el parón en el rodaje de Jean no solo le libra de la obligación de morir para la cámara, sino que permite volver a vivir a través del espejo, de la realidad invertida, a una memoria preciada. Y la ficción que crea el propio Suwa no hace otra cosa que negar muertes. De Jean, personaje, o de Léaud, mito andante, o del propio cine. Nada mejor para expresar el inmenso regalo que supone la nueva película del japonés que un último plano en el que Jean desobedece la orden de cerrar los ojos y fenecer ante la cámara.
08. MR. LONG
SABU, Japón. BERLINALE.
La base argumental de Mr. Long probablemente les suene. El hombre de vida errante, cercana al mundo criminal, que recala en una pequeña comunidad que le acoge, en la que desarrolla una relación con un niño que apela a sus instintos más paternales y termina por despertarle el consecuente deseo de protección ante los ataques exteriores mediante el único recurso que le es familiar: la fuerza. Hablamos del cogollo de Raíces profundas o Drive, por proponer dos ejemplos ilustres. Además, de una oscilación entre lo inocente y lo violento a la que la tradición del cine japonés de yakuzas no es ajena. En sus tonalidades se mueven, sobre todo, el comienzo y el final de la nueva cinta de Sabu. El Mr. Long del título es un asesino a sueldo taiwanés, que aparece inconsciente en un distrito deshabitado de Japón tras un “trabajo” con mal final. Sabu somete a su protagonista a una operación de vaciamiento llamativa, que explicita incluso un plano en el que su documento identitario es quemado, para introducirle en este espacio: sus líneas de guion casi pueden contarse con los dedos de la mano. Mr. Long se encuentra solo y sin techo en un lugar ajeno, en el que nadie habla su idioma. La primera conexión que crea es con un niño de madre taiwanesa que le empieza a prestar ayuda.
En este punto, la cinta inserta el primero de sus giros tonales hacia la comedia irreal. Los vecinos de un barrio cercano, formando una pintoresca mini comunidad, irrumpen en el cuadro. Ante la imposibilidad del protagonista para autoexpresarse, se encargan de revestirlo con una nueva identidad asociada. Aprovechando el talento que Mr. Long muestra para la cocina, lo arropan rápidamente como grupo y le construyen un puesto de tallarines a domicilio que logra un éxito inmediato. Cocinar se convierte el nuevo, y único, lenguaje de su protagonista. Hablamos, para situarnos en un ámbito japonés, de un posible maridaje entre los yakuzas de Takeshi Kitano y su sintonía con lo infantil (es difícil no pensar en Kikujiro), y el Shohei Imamura de La anguila en lo que tiene de reivindicación del arropo de la pequeña comunidad y la dedicación al negocio humilde como vía de transformación vital. Con todo, el filme encuentra su identidad propia en la combinación de géneros y la querencia por la prolongación. Respecto a lo primero, a la deriva entre la violencia yakuza y la comedia irreal que señalábamos, habría que añadir los elementos melodramáticos que lo sazonan. Respecto a la prolongación, Mr. Long acota casi todo su discurrir (salvando un largo flashback no demasiado bien encajado) en escasos días de tiempo que narra con detenimiento. Lo curioso es que, a la vez, acelera los procesos de creación de relaciones entre los personajes. En ambos casos, el efecto es una antinaturalización de la lógica del relato: la elipsis que reduce la creación de lazos afectivos a tiempo fílmico no sucede por montaje, sino por lógica interna del relato. La apuesta funciona como un reloj. La sencillez de una trama que en el fondo se reduce a buenos, malos y un protagonista rehumanizado, la mezcla de géneros, el toque absurdo y el detenimiento encariñado con los personajes conforman una película notable. Y, pese a la distancia fría y la subversión de modos de contar más convencionales, muy emocionante.
07. BEACH RATS
Eliza Hittman, EE.UU. FESTIVAL DE SUNDANCE.
Presentada en Sundance, es el segundo largometraje de la valiente Eliza Hittman, que ya destacó en su ópera prima It Felt Like Love (2013) con un relato sin tapujos sobre el despertar sexual. En esta nueva incursión en la intimidad de un joven personaje, ahora masculino, se desplaza a Brooklyn para contarnos sus peripecias en este terreno, en concreto vía una página de citas online en la que se graban otros hombres desnudos, semidesnudos o deseando estarlo tras lograr el oportuno match. Evidentemente esta actividad la mantiene en secreto, de noche en el ordenador de su cuarto, pues su madre y su hermana que conviven con él no sospechan de esta doble vida, ni tampoco sus tres amigos heterosexuales con los que se droga y deambula para flirtear con chicas. Una de ellas se fija en él, por ser el más agraciado y quizá también por ser el que no pretende lo primero acostarse con ella, rechazo que se confirma cuando la invita a su hogar, entonces para frustración de su acompañante, aunque esto no evitará que se sienten las bases de una relación condenada al fracaso. Establecidos así los cuatro ejes interactuantes del protagonista (familia, amigos y pareja, más el virtual), es casi milagroso que logre mantenerlos independientes durante buena parte del metraje, sobre todo para quien no parece ser especialmente ingenioso ni espabilado: recordemos ante todo que su conflicto es interno. Pero Hittman pone demasiado el acento en este componente introspectivo, que pasa de ser núcleo del drama a pervertir su desarrollo. No hemos mencionado al padre enfermo terminal de cáncer porque lejos de añadir un obstáculo dramático su muerte prematura se despacha en elipsis y no tiene mayor repercusión. No puede ignorarse que la tragedia con toda seguridad ha socavado la confianza y el bienestar del joven, lo cual sí influye en la trama principal, pero la manera en que se ejecuta esta subtrama, más cercana a la anécdota, nos impide darle un valor propio. Otro elemento que sí hemos esbozado es el de la relación de pareja, que efectivamente se rompe (lo inevitable de este desenlace excusa el spoiler ), pero lo hace de la forma menos perturbadora posible (ahora no añadimos más porque esto si conviene presenciarlo sin datos previos). La propia conclusión de la cinta, cuando ya el protagonista es incapaz de desligar esas distintas partes de su vida, se antoja precipitada, casi con una intención de confusión anticlimática para dejar en el aire todo lo que pudiera resultar ajeno o ulterior al camino que ha debido recorrer aquel por sus propios sentimientos.
En verdad Hittman consigue dotar a Beach Rats de emoción genuina, precisamente por dedicarle casi todo el tiempo, limitando los escenarios y los personajes para familiarizarnos con un ambiente muy concreto, aunque sus referentes sean genéricos: unos seres a la deriva hacia los que profesamos tanta pena como compasión. Esta combinación de idiosincrasia y discurso universal conforma una lograda verosimilitud, hasta el punto de que nos contagiamos de las incertidumbres de su héroe y durante buena parte de la historia dudamos también de su orientación sexual y compartimos la frustración de sus encuentros más o menos efímeros. A ello contribuyen las sentidas interpretaciones de sus poco conocidos actores, con el sorprendente Harris Dickinson a la cabeza, secundado por las más expresivas Madeline Weinstein y Kate Hodge, así como un estilo transparente del que un ojo analítico casi se olvida en beneficio del propio discurrir del drama. En suma éste tiene tanto méritos propios, estéticos y descriptivos, como relacionados con esa necesidad más amplia de contar este tipo de historias, aun cuando se nos aparezcan como fragmentos de una narración cuyos límites sobrepasan los del estrecho metraje. En cualquier caso estos son fáciles de proyectar si consideramos todo ese bagaje que, por muchos ejemplos vitales que nos ofrezca, sigue siendo ignorado por una parte demasiado grande de la población.
06. SOLLERS POINT
Matthew Potterfield, EE.UU. FESTIVAL DE SAN SEBASTIÁN.
La vida de Keith (McCaul Lombardi) se encuentra en una encrucijada. Recién terminada de cumplir su pena carcelaria, debe elegir entre tomar un nuevo camino o quedarse estancado en el mismo pasado que le llevó a la condena. Pero Sollers Point no está demasiado interesada en resolver esa encrucijada. Sino más bien en la descripción pormenorizada de la situación de Keith, cuyo punto de vista focaliza todo lo que podemos ver durante unas pocas jornadas inmediatamente posteriores al fin de su arresto domiciliario. Es el tiempo de volver a las calles de su Baltimore natal, de reencontrarse con viejos conocidos y enemigos y tratar de ganarse unos dólares. Un primer plano de unas fotos en las que observa su infancia, a su madre ahora fallecida y al niño que fue, dan cuenta de que los reencuentros son la constatación del abismo entre una infancia donde todo era posible y una juventud de promesas rotas. Keith es un personaje atrapado entre su calidez y su agresividad, dos cualidades opuestas que vemos emerger continuamente y que los construyen como personaje trágico: su temperamento insalvable dicta su destino. Pero Porterfield, además de concebir a este protagonista de una forma mucho más empática que conductista, replantea esta cuestión mediante una descripción de Keith que es paralela a la descripción de las calles de Baltimore, a las que vemos manifestarse como una comunidad solidaria y conectada a la vez que violenta y divisoria. Enzarzada en una retórica de bandos que, en una secuencia especialmente cómica, llega al discurso de iluminación sectaria. Baltimore, como Keith, oscila entre lo acogedor y lo violento.
Porterfield, decíamos, no parece interesado en el avance del conflicto, quizá porque no existe tal posibilidad. Su descripción enlazada de ciudad y personaje nos lleva a intuir que la encrucijada no es tal cuando los caminos a los que conduce están cerrados a unos pocos pasos. Baltimore se presenta como estructura de comunidades sofocante, un sistema local con normas propias en el que un macrosistema solo puede intervenir como lo hace con Keith: quitándole de las calles una temporada para devolverlo después dejándole pocas opciones más que volver al trapicheo de drogas para salir adelante. Este fatalismo, con todo, no es demasiado invasivo. El gran logro que le permite a Porterfield su estructura libre de conducciones resolutivas de la trama es la capacidad para acumular pequeñas narrativas vitales que rodean a la propia de Keith. El cineasta demuestra un talento en alza para construir personajes que, en apenas un par de apariciones, se llenan de vida. La doble aparición de una prostituta (una de las pocas apariencias de evolución personal), el cumpleaños de la sobrina de Keith filtrado por un vídeo en streaming, o un breve encuentro con su hermana son situaciones que, con una exposición mínima, resultan tremendamente emocionales al saber sugerir todas las cuestiones biográficas que implican. La manifestación de amor del padre de Keith explicita, además, la mirada empática que nos plantea Porterfield: se permite una única ruptura de la focalización mediante su protagonista para mostrar cómo las relaciones de aparente odio mutan por completo por una simple cuestión de punto de vista. Sollers Point, en fin, nos plantea la vivencia de un personaje y una ciudad como dos cuestiones inherentes, y en el proceso despliega una capacidad asombrosa para capturar las energías de la Baltimore natal del cineasta, para pasearnos por sus calles trasladándonos la familiaridad del habitual. Y, sobre todo, Porterfield evidencia con cada nuevo paso en su carrera una auténtica actitud de libertad creativa, un espíritu ajeno al quirky indie convergente con Hollywood y que mantiene viva la llama del indie americano más genuino, más empeñado en mirar con comprensión a realidades sociales estadounidenses subexpuestas.
05. LITTLE CRUSADER
Václav Kadrnka, República Checa. FESTIVAL DE KARLOVY VARY.
Pese a su juventud, Václav Kadrnka es uno de los bastiones del eterno amanecer de la industria checa, lastrada por un pasado glorioso y un futuro encorsetado demasiado pendiente de los designios de las cadenas televisivas locales. En un festival tan especial como el de Karlovy Vary, es raro encontrar producciones coterráneas que se salgan del molde comercial; junto a eclécticas narrativas de diferentes naciones, conviven producciones facturadas en Eslovaquia y la República Checa que tienen una clara vocación mercantil. Una vocación que acentúa el target al que está destinado este tipo de cine pero también aclara cuáles son sus límites: el propio certamen y las sobremesas de fin de semana en las parrillas televisivas de Europa del Este. Autores con cartel como Andrea Sedlakova, Miroslav Krobot o Jan Hrebejk se han entregado al costumbrismo más servil, sea en forma de comedia o de drama. Como ocurre en España, el cine intenta ser un simple apéndice el éxito de la ficción en la pequeña pantalla. Un carácter tan localista que opaca las enormes posibilidades de otro cine que sale a cuentagotas de la nación eslava. El mentado Kadrnka es, quizás, una de las noticias más positivas que ha alumbrado el Nuevo Milenio para la cinematografía checa. Su debut, titulado Eighty Letters (Osmdesát dopisu, 2011), que pasó con éxito por la Berlinale e, incluso, tuvo su proyección española en el Festival de Gijón, nos puso tras la pista de una voz propia, capaz de contextualizar el pasado de un país que aún aspira a culminar la reconstrucción tras décadas de comunismo. Es tal la valentía de Kadrnka, que se permite en su segundo trabajo retroceder hasta la Edad Media, concretamente a la época del Reino de Bohemia, para contarnos un cuento de caballería que obvia cualquier tipo de convencionalismo. Little Crusader narra la escapada de un niño en busca de la Tierra Santa. Influido por el legado de su padre, se siente un cruzado que ansía la gloria, que emerge para atrapar la esencia de la propia aventura; no importa demasiado el objetivo que espera más allá de la costa italiana, solo algo tan infantil, tan humano, como otear el horizonte con un ideal en las extrañas. Un espíritu resonante gracias a las crónicas y cantos de juglares y los cuentos y leyendas que emanaban del vulgo. Y como un cuento comienza Little Crusader, con la apertura del rastrillo y la barbacana de un castillo y la marca de un sol joven en el rostro de este niño intrépido cuya silueta, cuyo recuerdo, articulará el resto del metraje del filme. A partir de ese momento, su padre, el señor feudal, un antiguo cruzado, saldrá en la búsqueda de su vástago y, ahí, en ese camino a la nada, influenciado notablemente por la visión medieval de Bresson (Lancelot du Lac) y, ante todo, por la visión cosmogónica de Lisandro López en Jauja, reside la enorme personalidad de esta propuesta tan vigorosa como incómoda que encuentra en su maravilloso final una recompensa que trasciende lo fílmico. Un ejercicio metaliterario que abre una rendija no solo al cine checo, remarcando sus posibilidades autorales, sino también al propio cine europeo, concentrado en captar la cara b de un presente como si de un bucle se tratara.
04. WIND RIVER
Taylor Sheridan, EE.UU. FESTIVAL DE SUNDANCE.
...Pronto se desvelará el paralelismo existente entre el caso de asesinato actual y la historia del protagonista, quien también perdió a una hija de la misma edad tiempo atrás en condiciones similares. El director compondrá su relato siguiendo una estrategia de tensión contenida hasta que se alcance el punto detonante del desenlace en el que todos los acontecimientos estallarán en una violenta escena que dará lugar al proceso exegético definitivo. Hasta ese momento, el avance narrativo se mostrará firme y minucioso, haciendo siempre hincapié en la denuncia social imperante, reforzada por la figura de Martin, uno de los pocos nativos americanos que quedan con vida en la reserva, un jefe indio incapaz de llevar a cabo los debidos respetos fúnebres por el fallecimiento de su hija, ya que no tiene a quien pedir consejo, ni quien pueda instruirle en el ritual a seguir en el funesto suceso, por ello deberá inventarse una máscara funeraria y tratar de mantener con dignidad una escena tan esperpéntica como dolorosa. Parece que, además de los conflictos raciales y ese genuino interés por retratar las dificultades del nativo americano para encontrar su sitio en la blanca Norteamérica, esa violencia desmedida y repentina se erige como el sello de identidad de un director que ya sentó las bases conceptuales de su cine con los magníficos guiones de Sicario (2015) y de Comanchería (Hell or High Water, 2016). Sheridan pertenece a ese selecto grupo de realizadores con un don inaudito para lograr que su narración, pese a exhibir sin tapujos fuertes connotaciones sociopolíticas, no resulte discursiva ni doctrinal. Por el contrario, la película avanza con contundencia y sin grandes cambios de ritmo, a excepción del convulso final, dejando que el esquema sintáctico prospere en sincronía y se acople sin escollos al resto de elementos narrativos, como la sublime fotografía de Ben Richardson o la siempre sugestiva banda sonora de Nick Cave. Todo quedará, de esta forma, puesto al servicio de la interpretación, los protagonistas consiguen demostrar solvencia y comodidad en el desempeño de sus roles, sobre todo Renner, quien se apodera de la acción y efectúa una fantástica demostración de supervivencia y destreza en tareas de rastreo y derribo de la presa. Wind River no descubre nada nuevo, ni en el apartado artístico ni en el narrativo, sin embargo consigue cautivar a un espectador que agradecerá el buen pulso de un director que sigue creyendo en la justicia poética y en la ley del Talión como única relación posible entre crimen y castigo.
03. LEAN ON PETE
Andrew Haigh, Reino Unido. MOSTRA DE VENECIA.
45 años, una de las mejores películas del 2015, confirmaba el talento de una de las grandes realidades del nuevo cine británico: Andrew Haigh. Si Weekend fue la apropiada apertura de una filmografía llena de promesas, su segundo trabajo, protagonizado por unos brillantes Charlotte Rampling y Tom Courtenay, resultaba ser la consolidación de un autor que sabe sacar partido como nadie a los cimientos del melodrama. Si una premisa como un cuerpo congelado en una montaña alpina valía para cuestionar la aparente solidez de la estructura del matrimonio, en su nuevo filme se vale de otra mirada pretérita a una anatomía en perfecto estado pero desterrada por el tiempo, en esta ocasión del género cinematográfico por excelencia: el Western. El sempiterno cuento sobre la amistad equino-infantil es el vehículo para esta huida por el camino opuesto. Un antiwestern que no deja de mirar atrás con nostalgia, hacia esa identidad nonata, pero también al futuro, a los anhelos de un hogar en el que una nueva vida, un nuevo rostro, esperan. En cierta medida, Lean on Pete nos hace recordar la epopeya de Christopher McCandless retratada por Sean Penn en Hacia rutas salvajes. Sin embargo, Haigh deja a un lado el idealismo y se centra en la desesperanza como motor vital. Charlie –un sensacional Charlie Plummer— se agarra a la figura crepuscular de Lean on Pete, ese caballo de carreras al que su ocaso deportivo condenará a un sacrificio seguro, como última esperanza de encontrar un recoveco donde sentir el calor que la vida, por el momento, no ha sido capaz de ofrecerle. Haigh, una vez más, huye de los estereotipos, de la sensiblería más anodina, para atrapar esa relación tan humana y tan cercana que acaba por conmover con un mínimo de recursos. A su vez, demuestra la comunión –ejemplificada en meritorios planos-secuencia— entre Magnus Nordenhof Jønck, el director de fotografía, y el propio Haigh, capaces de captar el aliento que desprende una narrativa elegante y melancólica sobre ese pasado que nunca vivimos, pero siempre añoraremos. Emilio M. Luna.
02. SONG TO SONG
Terrence Malick, EE.UU. SOUTH BY SOUTHWEST.
Malick vuelve a renunciar a la estructuración clásica del relato, la narración oscila entre diferentes situaciones de cotidianeidad, saltando con una cámara inquieta “entre canción y canción” para penetrar en las pretensiones de sus protagonistas, siempre enfocados mediante planos abigarrados e inestables que juegan con la luz natural para iluminar la escena en función de la vitalidad del personaje que aparezca en pantalla, la luz se hace visible como un elemento protagónico más, cobra sentido por sí misma, como en un cuadro de Rembrandt, acentuando los momentos de excitación, depresión, desagrado o incomprensión. Aquí es donde entra en juego Rhonda, la última protagonista en unirse a la historia, y la más susceptible a la incompatibilidad espacial. El discurso que proporciona Natalie Portman tiende a la introspección y a la autocomprensión mediante el cuestionamiento de su posición discordante. El director juega entonces, aprovechando la poética cadencia de su trazo fílmico, a despojar la palabra de intenciones totalizantes. El pensamiento, la acción y la enunciación del mensaje siguen caminos dispares, como se puede apreciar en la escena de la boda entre Cook y Rhonda. Esta deconstrucción del logocentrismo es una metafórica visión del amor y el acto erótico, que aparece en pantalla como el único instante de conexión sincera entre personajes. Es en las escenas sexuales donde el director transgrede los límites del propio cuerpo, consigue acallar la voz interior de sus protagonistas, el silencio se torna poesía adquiriendo una gravedad comunicativa tan importante como la propia palabra, de ahí el laconismo de BV durante casi todo el metraje, a excepción de las secuencias de confrontación romántica; cuando se rompe la armonía y surge la traición, su mente tiende a la inseguridad y el desequilibrio. Será gracias a la pericia del director de fotografía, el mexicano Emmanuel Lubezki, que Malick consiga hacer de la naturaleza —auténtica musa del director— el verdadero foco de atención del relato. El contraste de los animales, de la vida salvaje, con la arquitectura posmoderna y las formas excesivamente geométricas de los edificios y el interior de las mansiones adquiere una relevancia sublime al presentarse como la alegoría de la profanación del paraíso. El tránsito humano que contamina en su destructivo avance el único espacio de tranquilidad y relajación disponible; un santuario de pureza natural destruido por la vanidad y el egocentrismo. Es la totalización industrial mostrada con una finalidad sorprendente, buscando siempre la admiración del espectador y no el rechazo taxativo. Terrence Malick no asombra por la originalidad de su estilo, de hecho, muchos lo tacharán de reiterativo y monótono, pero consigue como nadie evidenciar la equiparación absoluta de todos los seres humanos a través de la razón logopática; cualquier distinción social, económica o cultural que pueda existir en el mundo moderno es desacreditada mediante la exploración introspectiva del individuo, siempre expuesto a una lógica emocional de la que es incapaz de escapar.
01. GOOD TIME
Joshua y Benny Safdie, EE.UU. FESTIVAL DE CANNES.
Los realizadores aprovechan el tirón de otras grandes producciones de similar embalaje, y cambian los esquemas de retroalimentación para ofrecer una cinta trepidante y sin ningún tipo de concesiones artísticas o morales. De hecho, se apoderan del espacio sintagmático como forma de generar un mensaje claro y directo que se aloje sin preámbulos en el cerebro del espectador y pueda ser asimilado como un aprendizaje pragmático pues, al fin y al cabo, él es el principal protagonista ya que, como jugador, lleva los mandos de esta historia. Ben y Joshua, los directores, no se entretienen con la yuxtaposición de encuadres para consolidar una metáfora, como viene haciendo el simbolismo desde los tiempos de Breton, sino que desfragmentan la acción, extraen el componente real y el simulado de una misma situación, y los enfrentan entre sí en un proceso de gran planificación, dotado además de una lógica directa y coincidente con los deseos del público, dando como resultado una evolución satisfactoria similar a la que se produce en el jugador cada vez que consigue desbloquear un nuevo nivel de dificultad. Así es como se plantea esta película adrenalínica que sigue la trepidante aventura de dos hermanos desde el instante en el que su plan de hacerse ricos y escapar a un rincón apartado del planeta se evapora por su torpeza al proyectar el atraco de un banco. En esta presentación de los héroes se dejan en evidencia algunos de los rasgos más definitorios de Connie y Nick, dos marginados misántropos con claros problemas para controlar su ira, y sin ningún tipo de condescendencia o empatía. Dos personajes-límite incapaces de adaptarse a un medio que les responde con la misma hostilidad con la que ellos tratan de coexistir. Uno de los factores más interesantes del proceso de edición y montaje es que se aleja de la tan recurrente estética videoclip, un género en sí mismo del que el espectador medio no parece aburrirse, pero que ya empieza a dar síntomas de extenuación. Por el contrario, los directores cambian de movimiento y se centran de lleno en la estética videojuego, aquella que permite al espectador atravesar, junto al protagonista, diferentes fases narrativas enfrentándose a diversos avatares que surgen a su paso como pruebas vitales. Lo curioso de este planteamiento es el modo de desplazarse de Connie, siempre apresurado, como tratando de lograr la mejor marca del ranking de jugadores, impreciso, como si su vida no tuviera ningún valor, puesto que, al final de la partida, siempre puede volver a iniciar la aventura donde la dejó… con la particularidad de que no es así, al menos, no en esta ocasión, aunque no sería la primera vez que un director juega con diferentes niveles metafísicos para otorgar al intérprete tantas vidas extra como necesite; véase el caso paradigmático de este género que supuso Corre, Lola, corre (Run, Lola, Run, 1998).
Siguiendo con la cuestión del videojuego, el contexto histórico suele ofrecer una simple justificación dramática a lo verdaderamente interesante, que es la historia interactiva. Por ello, durante la adaptación de esta función estética al cine, como medio receptor de una serie de comandos de interactividad, es necesario otorgar a la acción de “juego” un componente simbólico o metafórico, algo que funcionará como la principal barrera entre un jugador real y un mero espectador, la tarea fundamental del adaptador será hacer este proceso lo más sutil posible para que pase desapercibido por un público que, ya de entrada, ha aceptado una participación secundaria tras una pantalla sin control remoto. Así se explica el argumento de Good Time, un histérico entramado de aventuras cuya justificación es tan simple como estúpida: deshacer un error. El objetivo inicial de esta tragedia moderna no sería el éxito del atraco al banco. Esto más bien pertenecería a la parte introductoria y no recreativa de la historia, aquella que proporciona un breve exordio idiosincrático de naturaleza contextual. Cuando de verdad empieza la experiencia interactiva del espectador es en el instante en que ese plan fracasa, algo que ya estaba escrito en el destino de los protagonistas, y que viene implícito en su carácter de fracasados, marginados sociales sin opciones en un mundo que no les pertenece. A partir del estallido de la huida, y de la separación de los personajes, el espectador comenzará a sentirse involucrado en una intriga cuyo planteamiento narrativo se va fragmentando en etapas, o niveles de dificultad progresiva, repletas de excéntricos sujetos que, bien se interponen activamente en el camino del antihéroe —policía, delincuentes…—, o lo hacen de forma pasiva —guardias de seguridad, testigos ajenos a la acción…—. Todos ellos terminarán siendo víctimas colaterales de este universo de crueldad sin límites. Por supuesto, un planteamiento tan estudiado y milimétrico no podía tener un desenlace decepcionante, al menos, no para la lógica del modelo planteado. La secuencia final de esta película supone un ejemplo modélico de la sensación experimentada por todo gamer cuando comprende que su aventura llega a un final. Un desenlace que evoca el desencanto de las nuevas generaciones por lo cotidiano, la apatía de un adolescente que tiene que enfrentarse a una realidad sin las posibilidades que le proporciona el entorno virtual y, en definitiva, un final posmoderno tan afortunado como el resto de una película de insólita lucidez.
Emilio Martín Luna
© Revista EAM / Madrid
Especial 2017 en EAM.