Los escombros de la banalidad
Crítica ★★★★ de Christine (Antonio Campos, Gran Bretaña-Estados Unidos, 2016).
Cualquier guión que se precie trabaja a fondo dos preguntas: qué y cómo. Una es imprescindible en la primera visión, la otra justifica una o sucesivas revisiones. El desenlace de Christine conduce a un estado de perplejidad semejante al que dejaba Viaggio in Italia (Te querré siempre, 1954). Finalizado el filme de Roberto Rossellini quedaba la pulsión de volver al principio. Tras una catarsis inesperada, no podíamos dejar de interrogar su origen. Ese abrazo que une a los viejos amantes, tan emocionante que cuestiona todo el odio vertido, ¿de dónde brota? El deseo de reinicio opera de forma distinta en Christine. Esta vez nuestro shock es tan fuerte que enseguida intuimos que todo lo presenciado anteriormente no puede ser más que una preparación, un conjunto de secuencias que desembocan en ese instante a primera vista inasumible. Y el caso es que, al volver sobre ella en busca de respuestas, descubrimos atónitos que la película nos estaba esperando. El primer plano ya es un guiño: una bobina girando. ¿Rebobinando, quizá? Y... ¡sorprendente! Las primeras palabras que suenan, que emite la protagonista, son: «...y estamos de vuelta.» Antes de ver directamente a Christine, recibimos su imagen prisionera, encajonada en un televisor. Pasado por el filtro catódico, su hermoso rostro queda blanquecino, cerúleo incluso. Sutil o subrepticiamente, estas imágenes de presentación expresan a su vez que la protagonista emerge, vuelve para cuestionar su desorden, para que asimilemos su lógica. Cada una de sus acciones forma parte de ese aprendizaje recibido que le lleva a tomar semejante decisión. Y en este ejercicio de relectura nos fijamos que el personaje empieza señalando un vacío. Cuando creemos, tal y como muestra el monitor, que Christine está entrevistando al presidente Nixon, situado supuestamente fuera de plano, éste se abre y revela que la silla del invitado está desierta. En medio de un plató de televisión, la protagonista ya nos está indicando el lugar del fantasma. Anuncia a su modo un relato que parte de un punto donde ya no se es. O, mejor dicho, un lugar donde sólo cabría existir como imagen.
Pero una imagen no es una identidad. Esa mirada sostenida a cámara del telediario no identifica a su locutor. Ningún telespectador que viera en 1974 a la presentadora de informativos Christine Chubbuck podía si quiera imaginar su gesto. Ese azote terrorista que propinó aquel 15 de julio fue una respuesta radical a su impotencia, al tiempo que un aviso amargo contra un medio de comunicación vendido a la tiranía de las masas, obsesionado con las cifras de audiencia. Una televisión que explota incesantemente imágenes y fabrica con ellas impacto, a costa de reducir la vida a escombros de banalidad. En La Société du Spectacle (1967), Guy Debord ya advertía que cuando la televisión deviene en espectáculo, se desdibujan los límites del yo y del mundo. Por eso Antonio Campos, al abordar una de sus víctimas, construye un retrato que la desplaza constantemente del centro. Tanto para el cineasta como para una soberbia Rebecca Hall, la verdadera Christine se halla en el fuera de campo de la imagen. Dentro sólo es pura tensión. Como dice el locutor líder, su adorado George, delante de las cámaras, cuando estamos en el aire, «es como si todos tuviéramos diferentes versiones de nosotros mismos compitiendo para llegar al verdadero». Una lucha interna que persiste en Christine. Su psicología responde a la figura del oxímoron, es decir, expresa una característica y su contrario. Es dura y frágil, reservada y explosiva, torpe y ambiciosa, impaciente y calculadora, triste y feliz. Su pensamiento tampoco parece lineal: en su cuaderno personal, anota y avanza; retrocede, subraya y tacha. No resulta raro que, como Holly Hunter en Broadcast News (Al filo de la noticia, 1987), se le ocurra alterar el montaje de un vídeo tres minutos antes de dar la noticia. Ni que, ante tanta contradicción, acabe saliendo de sí misma y acuda a la llamada del exterior, como hace la protagonista de un filme que contempla, Carnival of souls (1962). Empeñada en impresionar con un reportaje y obtener un ascenso, sale a cazar el espectáculo más grande de todos: ¡la vida!, como decía Albert Brooks en Real life (1978). Pero no nos equivoquemos, aunque estén presentes, Christine no es la suma de todos estos referentes. Acoger las palabras de otros y considerar las opiniones ajenas, activa en su caso el impulso de anularse. Una tendencia más bien paranoica la conduce a reafirmarse en su negación. Pero... ¿cuál es esa imagen de partida que ella rechaza?
«La escritura desnuda coloca a Christine siempre en las antípodas de una dramatización afectada. Pero aquí su empeño sabe a milagro. Llegados a su desenlace, sentimos por un momento que este filme nos mira, sabe de nosotros, tiene en cuenta nuestra presencia al otro lado del espejo».
En una secuencia, un reproche banal se traduce en una crisis nerviosa. Christine exige unas flores reales para la mesa del plató y acto seguido se retira a llorar. Más que el motivo de su llanto, que entendemos por el curso de la trama, nos inquieta ese elemento activador. ¿Por qué unas flores? ¿Cuál es su relevancia dramática? En los títulos de crédito, su nombre, el título de este filme, se coloca encima de un ramo artificial. Como ese elemento decorativo, Christine se siente prescindible, accesoria, condenada a la no desfloración y la imposibilidad de crecer. Es el símbolo de ese amor que espera, de su maternidad frustrada, de un statu quo perenne. La heroína toma conciencia de que apenas avanza mientras todo el mundo progresa: el dueño de la emisora pacta con un magnate, George asciende, la auxiliar despunta, su madre relanza su vida sentimental... Por eso su itinerario vital no brilla y transcurre en lugares donde ni tan siquiera hay focos: los pasillos de la emisora, un despacho, un coche, una clínica, la comisaría, una tienda, un restaurante, su dormitorio... La auténtica Christine, la que quisiera ser, se ensaya a sí misma en un hospital para niños. Allí se coloca curiosamente detrás de un monitor de cartón, una televisión falsa desde el que proyecta un teatrito de marionetas. Pero más que distraerles, se confiesa. Les dice, se dice: «Sé audaz, sé valiente». Una postura que define esencialmente no sólo a Christine Chubbuck sino a un director de cine como Antonio Campos. Su escritura desnuda le coloca siempre en las antípodas de una dramatización afectada. Pero aquí su empeño sabe a milagro. Llegados a su desenlace, sentimos por un momento que este filme nos mira, sabe de nosotros, tiene en cuenta nuestra presencia al otro lado del espejo. Y por eso mismo apunta violentamente tambaleando nuestra pasividad de espectador, esa responsabilidad moral de nuestra mirada que el medio televisivo suele ignorar. Decía Pasolini que la televisión no hace otra cosa que mercantilizarnos y alienarnos, que se muestra incapaz de construir algo sincero. No hace falta bombardear la pantalla, ni seducir retinas a golpe de escándalo. Se puede lograr, como diría Godard, con una imagen justa. O justamente sin imagen. A Christine le han bastado unas palabras de Nixon. Así es. Cuando está a punto de expirar la proyección, escuchamos su discurso en un programa de televisión. E inmediatamente, cuando vemos que la cámara se desplaza evitando el monitor, percibimos que apenas importa ese rumor y que, pese a su posición, no es digno de clausurar el relato. Sólo entonces se revela el verdadero contraplano de la primera imagen del metraje. Efectivamente, ese interlocutor fantasma que invocaba Christine, con el que siempre quiso mantener un diálogo, no se encontraba en ningún plató. Éramos nosotros. | ★★★★ |
Daniel Gascó García
© Revista EAM / Valencia
Ficha técnica
Gran Bretaña-Estados Unidos, 2016. Título original: «Christine». Director: Antonio Campos. Guión: Craig Shilowich. Compañías productoras: Borderline Films, Fresh Jade. Presentación oficial: Festival de Sundance 2016. Productores: Melody C. Roscher, Craig Shilowich. Fotografía: Joe Anderson. Montaje: Sofía Subercaseaux. Diseño de producción: Scott Kuzio. Dirección artística: Molly Bailey. Vestuario: Emma Potter. Sonido: Micah Bloomberg. Música: Danny Bensi y Sander Jurriaans. Reparto: Rebecca Hall, Michael C. Hall, Tracy Letts, Maria Dizzia, J. Smith-Cameron, Timothy Simons, Kim Shaw, John Cullum, Morgan Spector, Jayson Warner Smith. Duración: 121 minutos. Premios: Mejor actriz en el Festival Internacional de Chicago.