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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Las guardianas

    Solo nosotras, con nuestro sudor, defenderemos el fuerte

    Crítica ★★★★★ de Las guardianas (Les Gardiennes, Francia, 2017), de Xavier Beauvois.

    En términos generales, se tiende a etiquetar rápidamente al mal llamado cine artesanal, pero, sin embargo, omitimos severidad cuando se trata de medir la autolimitación de un cine indisciplinado, modernista, de un cine teóricamente más libre pero que es sostenible también por variables y prefijos concienzudamente estudiados. Ese cine desea cohabitar el fecundo nicho de festivales porque conocen los atajos que los colocarían de facto en la parrilla de salida de la mayoría de ellos. Estamos empezando a prever una escritura absorbida por ecos o accésits maquinales y automáticos. Por ejemplo, ocurre mucho en cierto tipo de cine venido del este con depositarios de forma muy previsibles: puesta en escena estática, planos fijos, metáfora social acerca de la situación o crisis del país, cierre del plano y seguimiento de nucas o espaldas, etc... Etiquetas, desgraciadamente, pronosticables dos de cada tres veces. Mencionamos esto como punto de arranque para entender cómo cerramos puertas al sentido mismo de la imagen y no cuestionamos por igual el talante de un cine u otro. Las guardianas (Les Guardiennes, Xavier Beauvois, 2017), filme extraordinario que parece nadar a contracorriente de los festivales de cine, solicita esa mirada digamos ajena a la modernidad, una exploración que ha ido perdiendo sintonía con el deber narrativo de la imagen. La cinta a concurso dentro de la sección oficial del Festival de Cine Europeo de Sevilla contiene una sensibilidad clásica, de sostén o de refuerzo conciso. El realizador, paciente, atento y decoroso, recoge los medios y necesidades de un tiempo remoto que se niega a esconder sus huellas. Deberíamos adecuar esa visión, transparente, a los mecanismos de la modernidad y analizar las interesantes ideas albergadas en Las guardianas sin caer en dictados irreflexivos, pueriles o abúlicos. Cuando algunos críticos o prescriptores culturales se lancen apresurados a tachar la cinta de Beauvois de academicista, tendremos que cautelosamente discutir y rebatir tales planteamientos con la misma fuerza y entusiasmo con el que nos abrimos a las propuestas falsarias de la modernidad. A la hora de la verdad todos caemos en ello, pero la palabra impune que tilda a Las guardianas de cine clásico o académico asfixia el significado expresivo de la película. El rechazo terminológico debe entenderse en un grado interrogante, de preguntarnos cuáles serían los enclaves rotos de un cine de corte clásico pero respuesta posclásica. Un cine de continuidad sabedor de que los relatos de ficción no necesitan entregarse a formas radicalmente vigentes para engendrar bautismos narrativos modernos y actualizables.

    Las guardianas está basada en una novela de Ernest Perochon publicada en 1924 y nos traslada a una pequeña localidad rural francesa durante la Primera Guerra Mundial. Los hombres acuden al frente para combatir y en su ausencia las mujeres toman las riendas en las tareas agrícolas y cuidado de las granjas. La matriarca Hortense (Nathalie Baye), contrata los servicios de la joven huérfana Francine (Iris Bry) para que la ayude con la cosecha de trigo. La puesta en escena nos permite acompañar a las diversas miradas que se van interponiendo en el relato. El principal recurso del director es ofrecernos todos y cada uno de los puntos de vista que dramáticamente buscan converger en un sintomático discurso final. En primer lugar hayamos el punto de vista de la guerra. El contexto bélico se reduce a un fuera de campo, un marco de crueldad y muerte dirigido al vacío de una cámara que niega ofrecer el horror in situ. Sola una escena, a la postre, errónea al quebrar la perspectiva invisible, nos enseña a los soldados en el campo de batalla. Surge como primera toma o imagen (fantasma) de la película y reaparece oníricamente a través de la pesadilla de uno de los hijos de Hortense. El segundo punto de vista es el de la propia Hortense. Representa la firmeza y estabilidad de un matriarcado. Asume las riendas de la familia y encara con juicio y entereza las obligaciones del campo. Es una percepción que en escenas concretas se une a la del espectador, al estar sesgada desde una perspectiva cruzada. Hortense observa a su alrededor creándose juicios de valor repentinos en virtud de su compromiso matriarcal para mantener unido el núcleo familiar. El tercer punto de vista, oteado por la cámara como el corazón emocional del relato, es el de Francine. Beauvois la filma dejando respirar a su personaje, prolongando y deteniéndose minuciosamente en cada paso, vislumbramiento o actividad. Esa admiración se traspasa al espectador que mediante el desbordamiento de la puesta en escena empatiza con su personaje. Francine proviene de un entorno desfavorecido. Sale de un orfanato y acaba trabajando para Hortense y su familia. La orfandad de Francine supone algo más que una alegoría proyectada en imágenes, vemos cómo la curiosidad y juventud de ella contagia el deseo fértil, provechoso del paisaje y del ambiente. La visión, impecable, del director encuentra paralelismos entre el paisaje, en tiempos de guerra, y el empoderamiento femenino soterrado en la juventud y coraje de Francine. El último punto de vista es precisamente el del paisaje. El cosmos rural alimenta el subtexto de la película. La campiña francesa reflexiona sobre el conflicto de lo nuevo y de lo viejo, al concederle al escenario natural y a los exteriores una fuerte psicología visual. La tierra juega un papel decisivo en ilustrar el camino del héroe, en este caso de nuestra heroína. Todavía más sustancial, la tierra da testimonio del periplo y crecimiento de Francine. Las raíces que echará en la familia que la acoge serán semillas del futuro, pero el relato siempre moviéndose advierte la distancia de la joven como cuerpo externo, elevado, flotante y emergente, pese a coexistir naturalmente con su entorno de acogida.

    «El director francés aprende a trabajar la mirada y se sirve de la música o de la imagen para abrirle los ojos y oídos al espectador. Nuestros ojos pegados a la bellísima fotografía y luz que desprende el rostro de Caroline Champetier (una de las mejores cinematografías del año), con un análisis visual del relato tanto fílmico como literario sublime y oxigenado». 


    Otra de las características más notorias de la cinta es su esplendor artístico. De hecho estamos ante una de esas películas que lo visualiza y edifica todo relacionando la puesta en escena con el devenir dramático del relato. La música o la fotografía son ramas de un árbol tallado con manos cuidadosas y detallistas. El compositor Michel Legrand repite con Beauvois después de la irregular El precio de la fama consiguiendo en este caso un aprovechamiento riguroso de su música. La música de Legrand, sedosa e inocente, es la música de Francine, la música de la juventud, la música del futuro, de la ilusión y de los sueños. Tardaremos varios minutos en notar el score, porque este hace acto de presencia cuando el personaje de Francine irrumpe por primera vez en la pantalla. La delicada melodía fortalece el acoplamiento o enlace de la cámara del director como definición grafica del personaje, también ofrece ternura y sentimiento hasta casar en un solo movimiento con la esencia del paisaje rural. Legrand maneja instrumentos de viento y madera como el oboe solista y la flauta para reflejar el espíritu bucólico y pastoral de la historia. La banda sonora nunca le resta trascendencia a la imagen, primando los silencios, y la pureza del encuadre sereno y apacible se pliega a una música discreta, medida en los tiempos con suma inteligencia. Sin desvelar partes importantes del argumento diremos que toda la música de la cinta describe y persigue a Francine, puesto que ella misma es la principal vocalista y sonido dirigente de Las guardianas, excepto en una escena concreta en la cual Legrand subraya la desesperación y el luto por una perdida. A fin y al cabo Las guardianas pivota constantemente sobre la ausencia. Un hogar en el limbo, a la espera, donde las mujeres reemplazan a los hombres en sus tareas. Esa presencia huida de lo masculino quiere hacernos ver la posible existencia de un mundo sin ellos. Un mundo dominado por mujeres.

    La triste realidad abate la idea de un paraíso de deidades independientes y autosuficientes ya que la mancha del hombre ausente tarde o temprano reaparece para contaminarlo. El director francés aprende a trabajar la mirada y se sirve de la música o de la imagen para abrirle los ojos y oídos al espectador. Nuestros ojos pegados a la bellísima fotografía y luz que desprende el rostro de Caroline Champetier (una de las mejores cinematografías del año), con un análisis visual del relato tanto fílmico como literario sublime y oxigenado. Champetier consigue darle color y físico a las emociones externas e internas del filme. Aquí apuesta por los dorados, y una luz transparente, sacándole partido al exquisito tormento pictórico de la película. Las escenas de los campos de trigo recuerdan vagamente a Días de cielo (1978) o Novecento (1976), en la seducción esponjosa del paisaje tostado. Su labor regala estampas bellísimas de mujeres trabajando en el campo, sin declinar en el mero embelese, el carácter plástico, escultor de lo retratado eleva el lirismo narrativo. La misma Champetier sobresalía en la excelente De dioses y hombres (2010) con el uso de los marrones y los sepia, o en El precio de la fama (2014) con los grises (cielos nublados) y los colores vivos e intensos del circo (ambas colaboraciones con Beauvois), y hace apenas un año dotaba a las imágenes de Las inocentes (2016) de un aliento tenebroso tiñendo los espacios y las paredes de blancos y gélidos azules en tonos apagados y decadentes. Contada de manera capitular se nos expone la idiosincrasia novelesca de la película, a medio camino entre la novela río y la literatura rural francesa de Marcel Pagnol. Como dijimos antes, lo romántico reside en el abrazo absoluto del director hacia su heroína. Las escenas de amor, toman partido desde el punto de vista de ella. La preciosa secuencia en el bosque con los planos injertos y fragmentados de las manos de Francine rozándose sutilmente con las de Georges (hijo mejor de Hortense), cultivan esencias casi bressonianas, y lo meditativo, pausado, imagina una sociedad paralela, al margen de la guerra y del mundanal ruido. La naturaleza sencilla de la vida tranquila lidia lejanamente con los conflictos en el frente, de los que conocemos noticias a cuentagotas (la muerte se trata casi como un yugo invisible pegado al cuerpo). Por eso, y con la amenaza de la muerte presente, las mujeres defienden el fuerte suplantando a hombres desterrados en su etéreo viaje. Defienden las tierras, así lo hicieron vaqueros y granjeros antes del estallido de la guerra. En De dioses y hombres relacionaban la salvaguarda del alma con la resistencia física en el espacio del monasterio, y aquí ocurre algo parecido. El problema es que mientras muchas de esas mujeres llenan un hueco que tarde o temprano volverá a ser reclamado por el hombre, Francine logra explorar sentimientos diversos (lealtad, recompensa, amor, traición, injusticia) hasta empoderarse, de verdad, y arañar con su coraje la auténtica victoria. El ilustrativo primer plano con el que Beauvois acaba la película define y encuadra el mensaje fabulador que planea desde el inicio. La sonrisa limpia en el rostro de una mujer libre, capaz de aunar su condición de madre, su condición de hogar y de casa, y su condición de guardiana de su propio fuerte. | ★★★★★ |


    David Tejero Nogales
    © Revista EAM / Festival de Sevilla


    Ficha técnica
    Francia. 2017. Título original: Les Gardiennes. Director: Xavier Beauvois. Interpretes: Nathalie Baye, Iris Bry, Laura Smet, Cyril Descours, Gilbert Bonneau, Nicolas Giraud, Mathilde Viseux, Olivier Rabourdin. Guion: Xavier Beovais, Marie-Julie Malle, Ernest Pérochon (novela). Productores: Sylvie Pialat, Benoit Quainon. Productoras: Les Films du Worso, Rita Productions, KNM. Fotografía: Caroline Champetier. Música: Michel Legrand. Montaje: Marie- Julie Maille Beauvois. Diseño de Vestuario: Anais Romand.


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