Sacrificium Intellectus
Crítica ★★★★ de El sacrificio de un ciervo sagrado (The Killing of a Sacred Deer, Yorgos Lanthimos, Grecia, 2017).
La gravedad turbulenta y desestabilizante, que sólo lo inexplicable consigue generar como un sentimiento de impotente angustia, sacude la perfecta fachada de una familia norteamericana en cuyo seno descansan incontables generaciones de ciudadanos respetables y exitosos. Yorgos Lanthimos aplica con contundencia la voracidad de su estilo, esa inquietud desazonadora que se apodera de la pantalla y golpea, con fuerza y sin descanso, a los protagonistas, un impacto que de algún modo alcanza también al espectador, que se tambalea en su butaca, petrificado, sin tiempo para reaccionar, a la espera de que llegue el golpe de gracia y ponga fin a un sufrimiento inaguantable. Sin embargo, el realizador está muy interesado en hacernos comprender que nuestro nivel de tolerancia es mucho más alto de lo que pensábamos, por lo que se recrea en esa crueldad, en esos golpes que siguen cayendo pesados y sin descanso. El planteamiento dramático inicial consiste en un tratamiento explícito de la violencia como un acto desacralizante e indolente, la atrocidad que deshumaniza y enmascara cualquier sentimiento de afinidad o empatía hasta el punto de vulnerar, de mancillar aquello que se levantaba frente a nosotros como lo más puro y virtuoso de nuestro entorno: El sacrificio de un ciervo sagrado.
La película comienza con solemnidad, mediante una escena que equipara la tarea del cirujano con la misma divinidad, gracias a esa pieza de Schubert que intensifica y dignifica la operación a corazón abierto que está realizando el doctor Stephen Murphy. Instantes después, vemos cómo Lanthimos se traslada al extremo ceremonioso opuesto y, con un cambio de plano, derriba al personaje, previamente deificado, a la más ridícula de las mundanidades con una absurda conversación sobre relojes de pulsera. Murphy, separado de su bisturí, es como Thor sin martillo, o Neptuno sin tridente, alguien que ha sido desprovisto de su instrumento de poder, y se ha visto obligado a descender a las esferas de lo común y lo mediocre, hasta el punto de ser accesible para las personas de a pie, quienes conformarán la mayor de sus amenazas. Así vemos cómo aparece en escena el personaje de Martin, un misterioso adolescente con un enigmático vínculo de tintes paterno-filiales con el protagonista. Lo que en un principio parecía una muestra de filantropía por parte del buen doctor, poco a poco va cobrando un aire de asfixiante coerción que nos mueve a pensar en que existe un pasado oscuro entre Martin y Steven; esta sospecha irá cobrando peso a medida que avance el metraje, y alcanzará el cénit de la incertidumbre con la llegada de un suceso paranormal que se apodera de la trama y destroza la aparente perfección de la familia Murphy.
«Todo en la enrevesada narrativa de Lanthimos está pensado para provocar un considerable nivel de estrés en el espectador, evitar que dé por sentado lo que puede, o no, ocurrir en su argumento, o adivinar cuál será el siguiente movimiento de los personajes. Para lograr este propósito, parte de una premisa de inadaptación al medio; la aséptica imagen del hospital en el que trabaja Steven se traslada a la propia vivienda familiar, que sigue aparentando ser un quirófano...»
La inexplicable dolencia de uno de los hijos de Steven precipitará los acontecimientos hacia una situación siniestra y enfermiza que contrastará con el inicio celestial de la película, al poner de manifiesto el poder del inframundo, con esa figura, cada vez más demonizada de Martin, y la extraña amenaza que ha lanzado contra la familia del protagonista. Toda la intriga de la cinta nos sigue llevando a preguntarnos el tipo de relación que de algún modo une a esos dispares personajes, pertenecientes a dos estratos tan diferentes como son el cielo y el infierno, una división maniquea que termina por provocar la absoluta pérdida de control del personaje principal una vez que éste sea puesto entre la espada y la pared, viéndose obligado a tomar una de las decisiones más trágicas de su vida. Cuando el secreto de la relación entre la pareja catalizadora de los acontecimientos se desvele, se pondrán sobre la mesa una serie de premisas que Steven habrá de cumplir para garantizar la seguridad de su familia, sobre la que se cierne la exigencia de un acto de sacrificio —en la mayor profundidad descriptiva del término— mediante el cual, el doctor deberá seleccionar a uno de sus allegados y quitarle la vida de la forma que él estime oportuna. Se abre aquí una de las críticas más explícitas que Lanthimos ha hecho hasta la fecha sobre el egoísmo y la frialdad de la nueva burguesía. Con una especie de concurso de popularidad, los miembros de la familia irán presentando ante ese juez improvisado sus valores y defendiendo su vida en una desagradable lucha por la supervivencia, donde no encontramos ningún atisbo de sentido común o de amor familiar, sino simplemente egocentrismo e ingratitud.
Progresivamente, esa figura de inofensiva inquietud va transformándose en un elemento agresivo y cada vez más amenazante. Con una estrategia de total intrusión, Martin invade por completo el espacio privado de Steven, se cuela en su casa, en su trabajo, y no le permite ni un segundo de descanso sin castigarlo con su presencia hasta que consigue romperlo por completo. Como resultado, Steven secuestra y castiga con brutalidad a su acosador, un ser siniestro pero, un niño al fin y al cabo que, por muchos golpes que reciba, no perderá esa sonrisa altiva ni su inquebrantable posición de superioridad, de forma que el protagonista, no sólo tiene que escuchar sus reproches, sino también hacerle caso en sus macabras exigencias. La estrategia desconcertante usada por el director es de lo más eficiente en tanto que no permite al espectador conocer el alcance o la veracidad de los acontecimientos en ningún instante. Todo lo que sucede parece parte de una ensoñación onírica y esperpéntica del protagonista, sin embargo, existe una inexplicable intranquilidad continua que nos impide afrontar las escenas con naturalidad. Todo en la enrevesada narrativa de Lanthimos está pensado para provocar un considerable nivel de estrés en el espectador, evitar que dé por sentado lo que puede, o no, ocurrir en su argumento, o adivinar cuál será el siguiente movimiento de los personajes. Para lograr este propósito, parte de una premisa de inadaptación al medio; la aséptica imagen del hospital en el que trabaja Steven se traslada a la propia vivienda familiar, que sigue aparentando ser un quirófano: la funcionalidad de la decoración, la frialdad de los espacios abiertos y desprovistos de cualquier desorden o alteración, todo indica una inusitada esterilización que contagia el amiente y las personalidades de sus habitantes. Desde ahí nos iremos desplazando de un lado a otro en un viaje introspectivo que contrastará con ese excesivo orden, al adentrarnos en lo más profundo de la inestabilidad psicológica. Aquí es donde la fotografía juega un papel protagonista al hacer que el efecto mitigante de esos largos y pulcros corredores sea contrarrestado por las acciones enajenadas de los protagonistas, quienes se verán forzados a realizar las más incongruentes acciones por la ansiedad, la angustia y el abatimiento a los que han sido sometidos. El resultado: nunca en la filmografía del realizador griego había sido tan terroríficamente perturbador. | ★★★★ |
Alberto Sáez Villarino
© Revista EAM / Dublín
Ficha técnica
Reino Unido, 2017. Título original: The Killing of a Sacred Deer. Director: Yorgos Lanthimos. Guion: Yorgos Lanthimos, Efthymis Filippou. Duración: 109 minutos. Fotografía: Thimios Bakatatakis. Música: Varios autores. Productora: Coproducción Reino Unido-Irlanda; Element Pictures / Film4 / New Sparta Films. Distribuida por A24. Edición: Yorgos Mavropsaridis. Diseño de vestuario: Nancy Steiner. Diseño de producción: Jade Healy. Intérpretes: Colin Farrell, Nicole Kidman, Barry Keoghan, Raffey Cassidy, Sunny Suljic, Alicia Silverstone, Bill Camp, Denise Dal Vera, Jerry Pope. Presentación oficial: Festival de Cine de Cannes, 2017.