El tenis como experiencia nada religiosa
Crítica ★★ de La batalla de los sexos (Battle of the Sexes, Jonathan Dayton, Valerie Faris, Estados Unidos, 2017).
Desde hace algún tiempo asistimos a la consagración de una tendencia narrativa que pretende convertir la ficción —ya sea literaria o cinematográfica— en mera coartada de la realidad. Se suceden las películas con el ripio «basado en hechos reales» y las novelas que hurgan en el lector recurriendo al último vocablo mercadotécnico: «autoficción». Así, cada vez es más difícil encontrar en el cine una historia, pongamos, auspiciada por cualquier episodio, más o menos relevante, de esta u otra época que no termine con un pase de fotografías en el que, a menudo, se nos muestra el relativo parecido entre la persona real y el personaje allí dispuesto. De pronto el cineasta ya no es tanto un creador de formas audiovisuales cuanto un pintor de la Historia, con mayúscula, como si entre sus virtudes debieran contarse siempre —por encima de todo— el rigor periodístico y una suerte de contrato deontológico en pos de eso que los manipuladores profesionales llaman «verdad». Por el camino, debido tal vez a la falsa legitimidad que impone ese reclamo publicitario que enquista la ficción de laboratorio, de ideas, de mundos que toman unos hechos cualesquiera para estrujarlos a capricho durante un par de horas y tantas más páginas, en el caso de la literatura, intuye este suscriptor se pierden grandes relatos que nunca contarán con el apoyo de la industria, empeñada al parecer en arrasar la —llamémosla así— clase media que solía equilibrar la pesa entre las naderías multimillonarias con suculentos mandobles digitales y ese cine de autor tan pagado de sus astracanadas (a veces tan solo de su vocación magnetofónica, más allá del realismo al que estábamos acostumbrados) y cuyo lenguaje, febril y gelatinoso, lo invita a uno a vaciar la despensa pero no el cargador de los descalificativos.
El problema, que no es tal, reside precisamente en la creencia de que un filme «basado en» debe subordinarse sobre todo a la concatenación de hechos fidedignos, sin más reclamo que la pura recreación academicista, y que su reconocimiento artístico es tanto mayor si al público se le muestra al final, irónicamente por contraste (¿para que digas: «Así que este/a era él/ella en realidad. Más feo/a, incluso. Ah, y murió así: de viejo/a. Abrazado a su mujer, o abrazada a su marido. Y mira, su primo, pintor con ínfulas, falleció a los treinta y ocho, de una pulmonía»), la altísima calidad de la imitación, remitiéndonos casi a los tiempos de Aristóteles en cuanto a la interpretación de lo que es, o debería ser, una buena obra. Elidiendo a su vez la responsabilidad del director para con su estilo (en caso de tenerlo), que constituye el principio de todo lenguaje ambicioso. Y la forma de enfrentar cualquier historia cuyo germen ha sido además iluminado por técnicos de televisión y fotógrafos, y radiado por no pocas emisoras, hace cuarenta y cinco años. En 1973, con raqueta de tenis. Los rudimentos de Hollywood, efectivos como nunca antes en las producciones medianas con aspiraciones a entrar en el juego de los premios, depositan aquí su filón tragicómico en un enfrentamiento —esta vez literal— al mejor de cinco sets; un partido de tenis entre Billie Jean King, quien plantó cara junto con varias compañeras del circuito al entonces presidente de la federación americana de tenis, y al ya cincuentón y muy histriónico Bobby Riggs. Un ludópata que intenta curarse el insomnio apostando a que ganará incluso si juega sosteniendo a tres caniches por la correa y devolviendo mal que bien los golpes a izquierda y a derecha, intentando no tropezarse, pero llevándose un Rolls-Royce en última instancia; y a pesar de los perros. ¿Saben aquel que diu: Voy a por tabaco, y vuelve conduciendo un Rolls?
«La presencia de dos actores como Stone y Carell no es suficiente para liberarnos del corsé con que Hollywood nos ciñe a la denuncia simpática; quizás una forma de vender el manierista espectáculo televisivo como resistencia al verdadero avance».
Billie Jean King, por su parte, es la número uno del mundo; y su tiempo es el actual. Aunque no pelotea con caniches pijos. Denuncia las desigualdades que padecen las tenistas: salarios netamente inferiores a los de sus compañeros por desempeñar el mismo trabajo, a sabiendas de que venden igual número de entradas y compiten en los mismos torneos. A sus justificadas exigencias responde el presidente con un discurso apaciguador que desliza un machismo recalcitrante. No se atreverán; no harán nada, piensa él. Y ellas se mueven y constituyen ante los medios de comunicación una asociación femenina de tenis. Las mejores jugadoras del circuito se unen a Billie Jean en su lucha por la igualdad salarial, que, no está de más recordarlo, en la América de 1973 requería más valor que en el Twitter de 2017. Ella, además, vive reprimida su orientación sexual. Y desde ese ángulo, reivindicativo si se quiere, pero inane en el orden cinematográfico, revelan los directores Valerie Faris y Jonathan Dayton (colaboradores en Pequeña Miss Sunshine y Ruby Sparks) unos hechos que, sí, en su día convulsionaron el show business (Bobby Riggs llegó a posar en una pista de tenis disfrazado de tirolesa junto a unas ovejas merinas, erigiéndose de un plumazo en el risible antídoto de esas mujercitas que osaban reclamar sus derechos) y contribuyeron a los vientos de cambio que todavía hoy escuecen a ciertos estamentos de la sociedad en general y el deporte, en particular. Es también La batalla de los sexos una lucha de cómicos superdotados que auguraba diálogos con más pimienta y un mayor vuelo formal, pues hay clichés que en determinados momentos convierten la osadía en una exhibición pueril. Véase la secuencia en que Billie Jean, interpretada por Emma Stone, conduce por una carretera mientras la cámara se introduce en el coche y el volumen de la música, extradiegética primero y diegética cinco o seis segundos después, que subraya la alegría momentánea de los que se saben juzgados, no permite que Billie y su copiloto hablen sin elevar la voz. La tenista gira un poco la rueda del radiocasete, y la música hace colchón en tanto intercambia unas palabras con su amiga. Presumiblemente el volumen de la música volverá a aumentar cuando hayan acabado —convirtiéndose de nuevo en música extradiegética—, y la cámara volverá a mostrarnos el plano general del coche bordeando la playa. Y así es: todo parece responder a una estrategia visual propia de un anuncio de Levi’s, o de un videoclip de surf rock californiano. La coherencia es máxima, eso sí: la de unos directores que dirigen desde el porche ya a media tarde, avejentados por su nula audacia. Hay más pasión, y hasta más cine, en los comentarios de Àlex Corretja y Conchita Martínez que en las voleas bondadosas de los dobles tenísticos de Steve Carell y Emma Stone. La presencia de dos actores como Stone y Carell, quien asume escena tras escena la sobreactuación, no es suficiente para liberarnos del corsé con que Hollywood nos ciñe a la denuncia simpática; quizás una forma de vender el manierista espectáculo televisivo como resistencia al verdadero avance. | ★★ |
Juan José Ontiveros
© Revista EAM / Madrid
Ficha técnica
Estados Unidos, 2017. The battle of the sexes. Director: Jonathan Dayton, Valerie Faris. Guión: Simo Beaufoy. Fotografía: Linus Sandgren. Música: Nicholas Britell. Reparto: Emma Stone, Steve Carell, Andrea Riseborough, Elisabeth Shue, Austin Stowell, Sarah Silverman, Alan Cumming, Eric Christian Olsen, Jessica McNamee, Mickey Sumner, James Mackay, Agnes Olech, Chet Grissom, Chip Chinery, John C. McGinley. Distribuidora: 20th Century Fox.