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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Blade Runner 2049

    Cenotafio faraónico

    Crítica ★★★★★ de Blade Runner 2049 (Denis Villeneuve, Estados Unidos, 2017).

    ¿Niebla o humo? ¿Subía de la tierra o bajaba del cielo? No se sabía: era más como una enfermedad del aire que una bajada o una emanación. A veces, parecía más una enfermedad de los ojos que una realidad de la naturaleza”. Cae la pesada bruma sobre una distópica metrópoli futurista, tiñéndola, como mencionaba Pessoa, de una inquietud turbia, hecha de olvido y de atenuación. Una calima presagiosa que se apodera del espacio como si fuese un elemento más de su inamovible composición, y no un adorno prestado y pasajero, vistiendo la frenética ciudad con un velo ceniciento, imponderablemente amarillento, para desvanecer con espanto y confusión la corporeidad de una venus colosal erigida sobre las concurridas arterias principales, amenazando en un alarde de contradicción irónica la destrucción inminente que se espera de la desproporción de sus dimensiones, sólo mitigada por la angelical apariencia de un rostro puro que nos sonríe caprichoso haciendo que nos percatemos de la perfecta complexión femenina en su gloriosa desnudez, señalando así, de manera involuntaria, la superficialidad y la mediocridad opaca del cuerpo imperfecto que la mira, ora con deseo, ora con frustración, pero codiciando en cualquier caso transmitir un sentimiento de exaltación que jamás perturbará la tranquilidad virtual de su destinatario. Un letrero luminoso rompe la escena con una sobresaturación cromática que advierte con melancolía el espectáculo venidero: Blade Runner 2049. Sus letras azulean este macilento cosmos que se ruboriza con el neón encarnado, el falso carmín o la sombra esmeralda que, antojadiza, simula un falso cielo radiactivo bajo el espacio que un día ocupó el verdadero. La esperadísima secuela de Denis Villeneuve obtiene la sacralización axiomática en sus primeros minutos gracias a su propuesta visual que, en una película como ésta, supone el apartado de mayor trascendencia de todo el proceso fílmico.

    El director consigue que su escenario respire, que transmita emociones y devociones con mayor intensidad que cualquier protagonista, y para ello muestra un futuro hiperurbanizado, desprovisto de cualquier atisbo natural pues todo ha sido colonizado y explotado sin ningún miramiento o consideración. Es una sociedad infinita y aséptica, donde las emociones se perdieron en algún momento del proceso evolutivo del hombre al replicante, que ha terminado por invadir el único lugar habitable libre, intacto hasta su forzosa profanación: el vertical. Automóviles voladores se desesperan por evitar ahora el tráfico aéreo, pues el terrestre está reservado para el transporte público destinado ahora a ese proletariado ignominioso que ocupa los estratos más bajos de una sociedad inclemente. Por ello la nueva representación de Los Ángeles permite discernir mediante acertados planos nadir, la canibalización atroz llevada a cabo entre los pobladores del cielo y los deshonrosos seres condenados al asfalto. Los comerciantes y mercaderes que sobreviven en tierra firme conceptualizan los restos de esa humanización salvaje detonante de las primeras distopías apocalípticas, mientras que los abúlicos e inexpresivos seres superiores ejemplifican la frialdad tecnológica, la robotización del hombre, la pérdida de las emociones que se implantó como medio necesario de vida. Esta estructura jerárquica queda identificada con el protagonismo de la forma piramidal de los edificios más altos, lo que supone otro gran ejemplo de desplazamiento semántico. Se trata de la selección de la pirámide clásica como metáfora de la concentración de poder. La acumulación de asombrosos rascacielos resume la proyección exagerada de una problemática presente: la monopolización del poder que nos remite a sociedades arcaicas, en las que un solo hombre ejercía un absolutismo ilimitado. Aquí, esa figura mesiánica es encarnada por Niander Wallace, el nuevo líder totémico que se hizo con el trono tras recoger el testigo cedido por Tyrell Corporation a consecuencia de un apagón en 2022 que supuso su caída.

    «El filme posee un evidente tono de protesta contra la discriminación genérica que persiste como la principal lacra de una sociedad embrutecida. Y en esta visión crítica juega un papel principal, una vez más, la puesta en escena, gracias a la persistencia de la lluvia y la noche como dos aspectos casi invariables en la construcción de la distopía».


    El ciudadano que Wallace ha construido, mediante la instauración de unas despiadadas normas de control y obediencia, vive atrapado por un sistema capitalista extremo regido por las grandes multinacionales. Este hermético ser, pese a su insensibilidad aparente, todavía conserva en su interior el anhelo pasional hacia el contacto físico, el cariño, la comprensión y la empatía. Esto puede distinguirse en la relación que el protagonista, el agente K, guarda con un dispositivo virtual generador de hologramas. Joi, que así es como se llama el reflejo femenino que comparte piso con K, es, irónicamente, el personaje que mejor ejemplifica la humanidad tradicional en Los Ángeles de 2049. Es, asimismo, una reminiscencia despiadada de lo que la sociedad misógina actual espera de la mujer: una esclava doméstica que responda con acierto a las necesidades anímicas del hombre. El filme posee un evidente tono de protesta contra la discriminación genérica que persiste como la principal lacra de una sociedad embrutecida. Y en esta visión crítica juega un papel principal, una vez más, la puesta en escena, gracias a la persistencia de la lluvia y la noche como dos aspectos casi invariables en la construcción de la distopía. Ambos han servido para la materialización artística y metafórica de la naturaleza femenina. Si bien la lluvia es la representación más lógica del agua en movimiento, símbolo de vitalidad y de nacimiento —con evidente origen en la mujer—, la luna que gobierna la noche y dictamina los ciclos vitales, se encarga de alterar esas aguas de vitalidad y procreación. Estos dos factores se oponen a conceptos asociados al género masculino como son el fuego y el aire, que a su vez se identifican con el poder, visto como algo positivo y necesario para el hombre, mientras que la noche y la lluvia solo traen presagios de destrucción y muerte. Es por ello que Villneuve distingue tres tipos de mujeres en su visión futurista: el primero se trata de un ser masculinizado de extremada frialdad, como la teniente Joshi, el segundo consiste en una mujer demoníaca y sometida por una figura masculina de gran autoridad, como la brutal Luv, y el tercero se trata de un mero objeto sexualizado destinado a complacer las necesidades patriarcales, algo que se aprecia en los numerosos hologramas eróticos que pueblan la ciudad, o en la propia Joi. No obstante, hemos de destacar un rasgo muy particular de esa lluvia incesante, deudora del cine negro clásico: no se trata de una precipitación regeneradora, con la capacidad de limpiar y dotar de vida a la tierra y al hombre, sino que es una lluvia densa, corrosiva, de un tacto casi viscoso que simboliza, siguiendo la tradición heraclitiana, a la propia sangre, o a la bilis, fluidos que resbalan por el rostro del protagonista, ese “desactivador” de replicantes, y le otorgan una apariencia embrutecida que se trasladará inexorablemente a sus acciones, inhumanas, dotadas de una violencia excesiva.

    «Si en la Blade Runner original la premisa clave de esa relación romántica residía en la capacidad del androide para desarrollar sentimientos de afinidad, compasión y, en general, para albergar lo que de forma común se considera “alma”, gracias a la fantástica construcción de ese personaje que no sabía que era un replicante: Rachel, en la película actual la disyuntiva fundamental consiste en la posibilidad de generar un “alma” sin necesidad de encerrarla dentro de un cuerpo prefabricado».


    Será eso, la brutalización del gesto, lo que tome las riendas de la trama durante la segunda parte del metraje, una vez que el espectador haya conseguido adaptarse y sincronizarse con ese universo nocturno de desteñida perversión. La expresión semántica se diluye para dejar que la narrativa quede al servicio exclusivo de la imagen; un aspecto en el que Gosling encuentra su mejor registro interpretativo, en los silencios, en la simple irrupción de su cuerpo sobre el paisaje, esa puesta en escena lacónica y misteriosa con la que interactúa de manera implacable con el entorno. Algo que es apreciable desde el comienzo del filme gracias al fantástico prólogo, que otorga el rol de antihéroe al protagonista gracias a una secuencia que toma prestadas las claves introductorias propuestas por Sergio Leone en la presentación de Sentenza en El bueno, el feo y el malo (1966). Lo único que mantiene a K a salvo de convertirse en otro blade runner sin conciencia es Joi. En un ámbito coyuntural de degeneración existencial y lucha por la supervivencia del más fuerte, es el amor lo que mantiene al hombre atado al mundo. El amor no sólo como concepto platónico de salvación espiritual, sino también como única esperanza de volver al origen. Si en la Blade Runner original la premisa clave de esa relación romántica residía en la capacidad del androide para desarrollar sentimientos de afinidad, compasión y, en general, para albergar lo que de forma común se considera “alma”, gracias a la fantástica construcción de ese personaje que no sabía que era un replicante: Rachel, en la película actual la disyuntiva fundamental consiste en la posibilidad de generar un “alma” sin necesidad de encerrarla dentro de un cuerpo prefabricado. Con este procedimiento se elimina el componente escatológico de la muerte y se perfila la posibilidad de un mundo habitado por espectros como retorno a la humanización del hombre corrompido por la frialdad tecnológica.

    Ya preparando un avecinado desenlace —no por previsible, sino por necesario—, el filme cambia de escenario en una segunda parte donde se exalta la figura del blade runner primigenio. La visita de K a Las Vegas supone la mitificación absoluta de Rick Deckard como icono cultural. Algo que se hará de manera gráfica y explícita con un sutil paralelismo entre el personaje interpretado por Harrison Ford y otras figuras de idolatría como Elvis o Marilyn Monroe. Si la obra original, así como la primera parte de esta secuela, bebían del esteticismo pictórico de Edward Hopper y su retrato realista-melancólico del ciudadano solitario, capaz de evidenciar en el las sombras cabizbajas de sus composiciones el contraste existente en el temperamento de sus personajes, perseguidos por una esperanzadora luz apenas perceptible al final de la oscuridad ineludible de una mirada desorientada por la soledad individual que les producía sentirse insignificantes dentro de una ciudad abrumadora —concepto de replicante con la función de saciar las necesidades del humano—, la segunda parte reemplaza ese existencialismo pesimista por la metafísica desconcertante de Chirico. Las Vegas se presenta como un escenario desolado por la radiación, invadido por esculturas descomunales y monstruosas. Es una versión erotizada del Parque de los monstruos levantado por el conde de Bomarzo, Pierfrancesco II Orsini, en el que se sustituye el sufrimiento y el terror de las monstruosas efigies por la objetualización sexual de gigantes mujeres sometidas con una expresión turbadora de placer y padecimiento en posición arrodillada. Como en la obra de Chirico, estas mujeres remiten al pasado, son utilizadas para mostrar una presencia insólita y desubicada que rememore una historia de lujuria y ostentación que desapareció y de la que sólo queda una polvorienta versión sórdida y desproporcionada.

    «El alma humana es una víctima de su propia condición, que sufre incluso ante lo que debería esperar. La única forma de evitar este dolor y padecimiento reside en desdeñar lo mundano y, por ende, en anhelar lo inexistente».


    Será en este contexto donde el protagonista alcance la anagnórisis final, algo que, además, funciona como un claro punto discrepante entre Blade Runner 2049 y el resto de la filmografía de Villeneuve. El complejo alarde diegético de sus previos filmes da paso a una sencilla asociación de ideas que, pese a restar la confusión y la esencia del factor sorpresa propias del director canadiense, aporta una acertada sencillez con la que termina de asentar los roles de cada personaje y fija el destino de todos ellos. Tras una paráfrasis simbólica de los conceptos primordiales de la obra original, tales como la inmediatez de la muerte, la inquietante belleza del mundo o la piedad humana, Villeneuve se adentra en una suerte de criptograma regido por los preceptos de Jacques Lacan sobre la subversión del sujeto y la dialéctica del deseo. El director altera en el desenlace el concepto lacaniano que habíamos construido en cuanto al deseo de K hacia Joi, y lo transmuta hacia una posición más anticipada en términos cronológicos y biológicos. Asumimos que la figura de “el otro” es creada para conseguir ocupar el vacío generado en el “yo” por aquello que le es ausente, porque para este “yo” no existe más objetivo que “encontrar lo que le falta en cuanto es objeto de su deseo”. Sin embargo, los personajes que habíamos identificado con “el otro” y con el “yo” permutan en el desenlace para acercarse a una representación más profunda que enlazará por completo con ese “otro” retratado en La llegada (Arrival, 2016). No queda sino rendirse a lo que parece evidente: el alma humana es una víctima de su propia condición, que sufre incluso ante lo que debería esperar. La única forma de evitar este dolor y padecimiento reside en desdeñar lo mundano y, por ende, en anhelar lo inexistente, la nada, el vacío absoluto pues, como parece evidente en esta exhibición ontológica y pesimista de Villeneuve, a esta condena es a lo que se le llama Vida | ★★★★★


    Alberto Sáez Villarino
    © Revista EAM / Dublín


    Ficha técnica
    Estados Unidos, 2017. Título original: Blade Runner 2049. Director: Denis Villeneuve. Guion: Hampton Fancher, Michael Green (Historia: Hampton Fancher. Personajes: Philip K. Dick). Duración: 163 minutos. Fotografía: Roger Deakins. Música: Hans Zimmer, Benjamin Wallfisch. Productora: Warner Bros. Pictures / Scott Free Productions / Thunderbird Films / Alcon Entertainment. Edición: Joe Walker. Diseño de vestuario: Renée April. Diseño de producción: Dennis Gassner. Intérpretes: Ryan Gosling, Harrison Ford, Ana de Armas, Jared Leto, Sylvia Hoeks, Robin Wright, Mackenzie Davis, Carla Juri, Lennie James, Dave Bautista, Barkhad Abdi, David Dastmalchian, Hiam Abbass, Edward James Olmos. Presentación oficial: Los Ángeles, 2017.


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