Entrega o cuchillazo
Crónica número II de la 65ª edición del Festival de San Sebastián.
Las salas del Zinemaldia, merced a su amplio tamaño, suelen albergar a numerosos habituales que son poco transparentes con su vivencia de las películas. Los bufidos de desaprobación y los improperios son una tónica habitual, y nos permiten dedicar hoy unos pocos pensamientos a la relación entre cine y actitud vital. The Square y En cuerpo y alma, dos películas que han pasado estos días por Perlas, han sido objeto de bastantes de estas manifestaciones espontáneas. Lo que nos llama la atención de ellas es que, aunque de naturalezas opuestas, ambas constituyen películas que se niegan a ser simples ventanas de la realidad. Sino que sus autores optan por sacar la mano y lanzar migas a sus personajes. Las planteamos como opuestas porque en la muy sueca The Square, las intervenciones de Ruben Östlund se orientan al ridículo de sus personajes, a retorcer su ficción para mostrarlos ante su mundo como burgueses llenos de falsedad y pose. Mientras que en En cuerpo y alma, Ildikó Enyedi procede a su rescate, historia de amor mediante, para sacarlos de sus respectivas soledades mediante un toque de magia. De Östlund y Enyedi puestos en relación nos fascina cómo el cinismo más agrio y el candor más naíf pueden compartir reacciones de rechazo visceral. No podemos evitar pensar que, en el fondo, nuestra evaluación del cine tiene a menudo que ver con cómo sus propuestas desafían al cínico o al cursi que llevamos dentro, moviéndolo a la entrega o al cuchillazo.
LA DOULEUR
Emmanuel Finkiel, Francia | SECCIÓN OFICIAL: COMPETICIÓN.
Nadie le puede negar a La douler atrevimiento. El galo Emmanuel Finkiel se atreve a adentrarse en las latitudes de la Rive Gauche, en un ejercicio de simbiosis entre literatura y cine. Lo hace nada menos que adaptando el texto de una de las escritoras que más inquietud mostró, como guionista y directora, en la convergencia de lo literario y lo cinematográfico: Marguerite Duras. La douleur ficciona el contenido de los diarios que Duras escribió entre 1944 y 1945, cuando su marido fue detenido y enviado a los campos de concentración alemanes durante la ocupación francesa. Un texto que, tal y como la voz de la propia autora lo presenta, es un testimonio de simplicidad honesta, en carne vida, del sufrimiento en la espera y la incertidumbre de la ausencia y posible muerte del ser amado. Ahora bien, hablamos de un filme que encuentra a su peor enemiga precisamente en su protagonista. Sus logros estéticos en Hiroshima mon amour o Agatha et les lectures illimitées son los que dejan al descubierto las carencias de Finkiel para integrar los elementos cinematográficos en la confluencia.
La voz de Duras, presente en numerosos recursos a off que reproducen pasajes de los diarios, es sin duda poderosa. Pero privada del vínculo único que permite la literatura entre obra y lector, sustentado en su carácter de intimidad compartida mediante un tiempo hecho propio para detenerse en las palabras, lo que propone Finkiel se queda más que nada en capricho, en una serie de imágenes que no transmiten demasiado más allá de su propia voluntad de transmitir. La douleur no hace más que impostar su gravedad, sus pretensiones de densidad, en planos inertes. Así, mientras que Duras fijó sobre el papel una convivencia del yo anestesiado, anulado para convertirse en uno con el dolor desbordante, Finkiel solo es capaz de dar cuenta del anestesiamiento de sus imágenes. La presencia de Mélanie Thierry, al menos, mitiga parte del encorsetamiento al darle a su Duras una fisicidad elocuente al dolor con sus párpados enrojecidos, sus cabellos apagados y sus cigarrillos lacónicos. Lástima que sus logros queden diluidos por una cinta que sabotea a su propia base con imágenes inertes. Duras, tan cerca en corporalidad y palabras, se nos antoja sin embargo más lejos que nunca. | 50/100 | Miguel Muñoz Garnica.
HANDIA
Jon Garaño, Aitor Arregi, España | SECCIÓN OFICIAL: COMPETICIÓN.
¿Explicaba buena parte del éxito de Loreak su hiperlocalismo? No en un sentido euskaldun, sino más bien en lo que lograba extraer de sus acotaciones espaciales tan estrictas, tan en primera instancia banales. Esa obra, esos sofás ante la tele, ese kilómetro de carretera secundaria. El equipo creativo de aquella, esta vez con Jon Garaño y Aitor Arregi en la dirección, ha optado por ampliar miras y ambiciones con Handia, adaptando la historia real del gigante de Alzo, un guipuzcoano con acromegalia que abandonó su caserío para girar por toda Europa como atracción de barraca. El relato arranca en plena guerra carlista en 1836, exhibiendo un despliegue de medios para recrear escenarios y batallas que da cuenta de la vocación comercial de la cinta. La ambientación histórica permite introducir, ya desde los carteles explicativos, el contexto de cambio social que recorría a un continente inserto en una dinámica de sucesivos estallidos revolucionarios. Handia habla, ante todo, del cambio continuo del mundo y de sus habitantes. La figura de Joaquín, el gigante que no deja de crecer, le da su vertiente más metafórica. Pero el conductor de la historia es su hermano, Martín, que tras volver herido de años de guerra junto a los carlistas, se dedica a explotar económicamente el gigantismo de su hermano en busca de su objetivo de salir del caserío y buscar oportunidades en América.
Apuntábamos al hiperlocalismo de Loreak como clave de sus triunfos, y es porque con Handia nos encontramos con una película preocupada por la relación entre lo local (el caserío en el monte como quintaesencia de lo vasco) frente a un mundo cada vez más abierto a las dinámicas del capitalismo explotador. Garaño, Arregi y compañía deslizan toda una lectura del gigante Joaquín como víctima de un colonialismo “exotizante”, en busca de la diferencia marginal como divertimento, del bárbaro al que señalar tras un cristal. La escena de Martín en el Cosmorama londinense como parte de un freak show que comparte con siameses y africanos ya es bastante expresiva. O, más aun, aquella en la que comparece ante una Isabel II de España preadolescente pero ya entrenada en la altivez. Lo que resulta paradójico es que Handia entone esa elegía por la autenticidad localista cuando, precisamente, su mayor defecto está en su sometimiento a las normas del cine globalizante. En cómo los logros de Loreak quedan olvidados por una estructura que replica los vicios del biopic más manido: la arritmia narrativa, la amplitud temporal que condena al avance a una sucesión de escenas superficiales, los personajes de cartón piedra y el mero despliegue de recursos: la voluntad de contarlo todo para que no quede nada. Justo al igual que su protagonista, Handia adolece de un gigantismo que sabotea su crecimiento hasta derrumbar su aparato óseo. | 40/100 | Miguel Muñoz Garnica.
EL TERCER ASESINATO
三度目の殺人, Hirokazu Koreeda, Japón | PERLAS.
El movimiento interno que pivota el relato de El tercer asesinato, incursión en el thriller del japonés Hirokazu Koreeda, se puede resumir en un simple cambio de ángulo. Durante un encuentro en la sala de visitas carcelaria con su defendido, el abogado Shigemori empieza a cambiar su perspectiva del caso. Marcando el momento exacto en el que este viraje personal sucede, Koreeda deja de emplear los planos-contraplanos en los que ha rodado hasta ese momento el encuentro y todos los previos para saltar a un plano lateral que une en el encuadre, por primera vez, los rostros de abogado y acusado. El corte entre plano y contraplano deja de formar parte de la retórica entre los dos personajes, como si la mirada de Koreeda quisiera corregir la existencia del cristal separatorio de la sala. Esto es, que bajo la trama de intriga judicial que conforma El tercer asesinato, Koreeda construye otra de sus habituales historias de evolución vital. El abogado protagonista encarnado por Masahuru Fukuyama, Shigemori, replica en cierto modo el trazo del protagonista al que daba vida en De tal padre, tal hijo: un personaje que ha totalizado su identidad en torno a su esfera profesional. Shigemori está divorciado, duerme con el traje puesto y los únicos encuentros familiares que tiene se basan en su trabajo: su hija recurre a él cuando se mete en un lío porque “siempre es mejor llamar a un abogado”, y su padre es desvelado como el juez de un caso anterior de su defendido, un hombre que cometió un doble asesinato treinta años atrás y ha vuelto a matar.
Este último asesinato es la escena que abre la película. Koreeda representa así sin equívocos el motivo catalizador del thriller. La única acción de su trama, que es expuesta sin ambigüedades para luego ser negada por el componente dialógico que capitaliza el resto de la cinta. Dicha acción será negada y releída en múltiples ocasiones conforme las versiones del acusado vayan cambiando y la mujer y la hija del asesinado entren en escena. Con su habitual tempo pausado, Koreeda va dejando que la duda se cueza a la par que el en principio pragmático Shigemori claudica su habitual desinterés por la verdad de los casos que conduce para ir involucrándose en desenterrar la versión auténtica del crimen de su cliente. Lo que plantea Koreeda es el concepto de la verdad como valor subjetivo para la construcción de la identidad propia, más que como ideal impersonal. Conforme el filme va desmontando la supuesta imparcialidad del sistema de justicia, evidenciando su escaso interés en la verdad, va a la vez reconfigurando a Shigemori como personaje al que la búsqueda de una verdad hace crecer íntimamente. En una de sus conversaciones, el acusado habla del papel de un juez y del de un (posible) dios. Si este último impone a cada ser humano unas condiciones en las que nacer que a menudo no son las más favorables, el juez no hace más que dictar sentencia sobre este destino prefijado. La justicia no es entonces instrumento de verdad, sino de cerrar los caminos marcados al hombre. Así, con la guía de sus numerosos plot twists, El tercer asesinato va hilando reflexiones de calado mediante recursos de thriller. La austeridad fotográfica y el avance casi únicamente conversacional hilan la que quizá sea la obra más esencialista de Koreeda, en la que el componente reflexivo deja menos espacio para la vida propia que suelen rezumar sus imágenes. Algo que se hace difícil no echar de menos, pese a lo interesante de la nueva apuesta. | 65/100 | Miguel Muñoz Garnica.
SO HELP ME GOD
Ni juge, ni soumise, Jean Libon y Yves Hinant, Bélgica/Francia | SECCIÓN OFICIAL: COMPETICIÓN.
Hace ya años dieron comienzo las obras del Palacio de Justicia de Bruselas, uno de los edificios más grandes del mundo. El propósito era remodelar tan mítica edificación, la cual había sido construida entre 1866 y 1883, durante el reinado de Leopoldo II, bajo la dirección del arquitecto Joseph Poelaert. Sin embargo, una vez la construcción fue por completo cubierta de andamios, diversos problemas llevaron a pausar el proceso, quedando así uno de los puntos más icónicos de la de por sí gris capital europea sin ángulo bueno alguno que fotografiar. Sede del Poder Judicial y de los tribunales de justicia de Bélgica, este ahora mismo espantoso edificio protagoniza gran parte de los planos exteriores de Ni juge, ni soumise como un perfecto aderezo a la mordaz sátira ofrecida por los realizadores Jean Libon y Yves Hinant y la actriz/personaje Anne Gruwez, los tres sin pelos en la lengua o miedo alguno a ser políticamente incorrectos. Bajo la observadora cámara de Didier Hill-Derive, la recién mentada Gruwez se limita a hacer de sí misma: una jueza nada convencional por cuya despacho pasan todo tipo de supuestos criminales, así como personas (o personajes, según se mire) cuyos poco formularios universos sorprenderán a más de uno. Con la plena naturalidad que aporta la filmación documental, el filme presenta una sucesión de casos reales entre los que abundan aquellos referentes a inmigrantes que, bien no habiendo sabido hacerse a la vida en Europa han desembocado en el crimen, bien traían el crimen ya de casa. Ni los realizadores ni el director de fotografía juzgan eso, limitándose a dejar a cada uno hablar por sí mismo, de forma que sean ellos y ellas quienes, entre confesiones y lágrimas, convenzan (o no) al espectador de su inocencia.
Quien sí juzga, mas con una frescura y una gracia que vuelven imposible enojarse, es la propia jueza, a quien escucharemos decir verdaderas barbaridades ante las que reiremos demasiado como para llevarnos las manos a la cabeza. A fin de cuentas, nos hallamos ante el resultado de tres años de gamberro trabajo de filmación del equipo de la satírica serie Strip-Tease. Tal es la desmesura de las afirmaciones de la protagonista, que la película puede enmarcarse en el contexto del cine de los Monty Python, aun cuando ciertamente los temas presentados por esta, tales como la xenofobia y el machismo, son bastante más polémicos de lo que el conocido grupo británico lo fue nunca. Dicho esto, ya que no nos hallamos ante una serie de sketches, sino ante un largometraje de Sección Oficial, es inevitable echar de menos mayor desarrollo del personaje principal, a quien apenas se presta atención más allá del despacho; quizá un par de escenas más de su vida privada hubieran ayudado a comprender mejor a la jueza para evitar terminar siendo nosotros mismos quienes juzguemos el atajo de prejuicios que acumula pese a llevar tanto tiempo formando parte de investigaciones criminales; ¿acaso no le ha enseñado la experiencia que no todo es siempre lo que parece y que, por supuesto, la procedencia y la raza no constituyen en absoluto pruebas de criminalidad? Y, sobre todo, ¿cree realmente ella misma todo lo que suelta? Que, por separado, las inconexas escenas son tan interesantes como hilarantes está claro; que la genial protagonista se gana nuestra empatía desde el principio, también; pero ahondar en la vida más allá del mundo laboral habría convertido a la cinta en una obra mucho más redonda. A fin de cuentas, que el único ser por el que Gruwez parece profesar algo de cariño sea una encantadora rata blanca dice más del personaje que todas las demás escenas juntas. | 70/100 | Juan Roures Rego.