Un día cualquiera en el Festival
Crónica número VI de la 65ª edición del Festival de San Sebastián.
Te levantas y tomas un café mientras tu vista intenta aclararse frente a la ventana. El sol ya ha comenzado a brillar implacable, hoy no tocará lluvia, y adviertes que estás dando demasiadas vueltas a la cucharilla. Su tintineo contra la taza sirve de renovado despertador. Corres hacia el baño y abres el grifo de la ducha, levantas la tapa del retrete, descuelgas la toalla y pones pasta dentífrica en el cepillo. No sabes bien el orden en el que has ejecutado estas acciones pues según cierras la puerta del piso al salir ya estás corriendo hacia el ascensor, al portal, a la calle mientras repasas con la programación en la mano qué películas verás ese día. Tus pies vuelan hasta llegar a la primera cola de la jornada. En esta primera proyección mañanera es casi seguro que no podrás elegir la mejor butaca. No importa, el ánimo está fuerte y sientes la pasión del cine vibrando por tu cuerpo. Es un volcán hirviendo. Termina el pase y sales disparado hacia el siguiente. Antes de comer habrá tiempo para otra. Si comes, porque ese filme que solo podrás ver en el pase de las dos de la tarde tiene que ser hoy o nunca. Y allá que te diriges raudo aún ansioso por llenar tus ojos de sueños. De nuevo estás en la calle y admiras algún edificio, sientes el aroma del mar y rápido te acercas hasta la playa para sentir ese otro tipo de conmoción. La luz hiere tus pupilas acostumbradas a la oscuridad. Hablas con quienes están como tú corriendo de una película a otra y cruzas encendidas opiniones y refrescantes intercambios de ideas. El cine es el protagonista absoluto. Te comentan que una estrella muy conocida acaba de llegar al Festival, pero tu cabeza no está para oropeles, no te importa Hollywood, solo miras el reloj deseando tener unas pocas horas para una más. El día declina y ya comienzas a sentir el cansancio de una jornada aprovechada al máximo. Se acerca el momento de escribir la crónica diaria. Has disfrutado y reído, te has emocionado y aburrido, todo sentimiento tiene cabida porque eso es el cine. Y porque esa es tu vida, ajena al mundo artificial que murmura en el exterior, en el Festival.
SOLLERS POINT
Matt Porterfield, Estados Unidos | SECCIÓN OFICIAL: COMPETICIÓN.
La vida de Keith (McCaul Lombardi) se encuentra en una encrucijada. Recién terminada de cumplir su pena carcelaria, debe elegir entre tomar un nuevo camino o quedarse estancado en el mismo pasado que le llevó a la condena. Pero Sollers Point no está demasiado interesada en resolver esa encrucijada. Sino más bien en la descripción pormenorizada de la situación de Keith, cuyo punto de vista focaliza todo lo que podemos ver durante unas pocas jornadas inmediatamente posteriores al fin de su arresto domiciliario. Es el tiempo de volver a las calles de su Baltimore natal, de reencontrarse con viejos conocidos y enemigos y tratar de ganarse unos dólares. Un primer plano de unas fotos en las que observa su infancia, a su madre ahora fallecida y al niño que fue, dan cuenta de que los reencuentros son la constatación del abismo entre una infancia donde todo era posible y una juventud de promesas rotas. Keith es un personaje atrapado entre su calidez y su agresividad, dos cualidades opuestas que vemos emerger continuamente y que los construyen como personaje trágico: su temperamento insalvable dicta su destino. Pero Porterfield, además de concebir a este protagonista de una forma mucho más empática que conductista, replantea esta cuestión mediante una descripción de Keith que es paralela a la descripción de las calles de Baltimore, a las que vemos manifestarse como una comunidad solidaria y conectada a la vez que violenta y divisoria. Enzarzada en una retórica de bandos que, en una secuencia especialmente cómica, llega al discurso de iluminación sectaria. Baltimore, como Keith, oscila entre lo acogedor y lo violento.
Porterfield, decíamos, no parece interesado en el avance del conflicto, quizá porque no existe tal posibilidad. Su descripción enlazada de ciudad y personaje nos lleva a intuir que la encrucijada no es tal cuando los caminos a los que conduce están cerrados a unos pocos pasos. Baltimore se presenta como estructura de comunidades sofocante, un sistema local con normas propias en el que un macrosistema solo puede intervenir como lo hace con Keith: quitándole de las calles una temporada para devolverlo después dejándole pocas opciones más que volver al trapicheo de drogas para salir adelante. Este fatalismo, con todo, no es demasiado invasivo. El gran logro que le permite a Porterfield su estructura libre de conducciones resolutivas de la trama es la capacidad para acumular pequeñas narrativas vitales que rodean a la propia de Keith. El cineasta demuestra un talento en alza para construir personajes que, en apenas un par de apariciones, se llenan de vida. La doble aparición de una prostituta (una de las pocas apariencias de evolución personal), el cumpleaños de la sobrina de Keith filtrado por un vídeo en streaming, o un breve encuentro con su hermana son situaciones que, con una exposición mínima, resultan tremendamente emocionales al saber sugerir todas las cuestiones biográficas que implican. La manifestación de amor del padre de Keith explicita, además, la mirada empática que nos plantea Porterfield: se permite una única ruptura de la focalización mediante su protagonista para mostrar cómo las relaciones de aparente odio mutan por completo por una simple cuestión de punto de vista. Sollers Point, en fin, nos plantea la vivencia de un personaje y una ciudad como dos cuestiones inherentes, y en el proceso despliega una capacidad asombrosa para capturar las energías de la Baltimore natal del cineasta, para pasearnos por sus calles trasladándonos la familiaridad del habitual. Y, sobre todo, Porterfield evidencia con cada nuevo paso en su carrera una auténtica actitud de libertad creativa, un espíritu ajeno al quirky indie convergente con Hollywood y que mantiene viva la llama del indie americano más genuino, más empeñado en mirar con comprensión a realidades sociales estadounidenses subexpuestas. | 80/100 | Miguel Muñoz Garnica.
BEYOND WORDS
Urszula Antoniak, Países Bajos | SECCIÓN OFICIAL: COMPETICIÓN.
“La tierra en la que me gustaría vivir es la infancia”. Con esta declaración de poesía naíf arranca Beyond Words, antes de pasar a la negación socarrona de Mischa, su protagonista. Estas palabras las enuncia un africano que, como él, es un inmigrante en Berlín. Pero para Mischa, un polaco que practica a diario la pronunciación alemana para tapar su acento, la patria y la infancia son dos conceptos de los que liberarse. Hasta que la visita de su padre, al que creía muerto hace años, le pone ante sus ojos todas aquellas imágenes de las que se empeña en negar como propias: un bohemio que habla polaco y lleva la palabra “fracasado” escrita en la frente. Mischa manifiesta una cuestión especialmente punzante para los migrantes de países menos favorecidos: la construcción del triunfo en su sentido más capitalista implica la adscripción estricta a los ropajes del país dominante, la negación de pertenencia al país dominado que conlleva la negación de uno mismo. Antoniak desnuda los procesos del diálogo hipócrita entre las dos Europas en una conversación entre el padre de Mischa y un amigo de éste, en la que nuestro protagonista ejerce como traductor alemán-polaco. Mischa falsea las palabras que se dicen uno y otro para forzar una convergencia falsa, un simulacro de entendimiento entre dos fuerzas enfrentadas por acumulación de tensiones históricas y económicas. En otra escena, Mischa trata de explicarle a su proceso de adaptación a su padre. Cómo se dice tenedor, plato o mantequilla en alemán. “Y así con todo”, concluye: “integrarse” es aceptar sin cuestionamientos una forma impuesta de nombrar al mundo. O así lo es para un personaje que no considera nada más allá de las palabras.
Antoniak opta por un marcado formalismo distanciador, en un blanco y negro muy medido, para narrar esta historia sobre la inmigración que tiende por momentos a la abstracción pura, acaso demasiado relamida. Dada cuenta de la antipatía que puede despertar su protagonista, no se busca tanto el rescate como la puesta en imagen de su crisis identitaria. Los trajes, el entrechocar de copas y las poses de reunión de gente influyente, parte del lenguaje milimetrado que Mischa aprende, llegan a ser presentadas como pura ensoñación. Como tal llega a percibirse la aparición de su padre, que entra cual turista en la vida berlinesa de su hijo, en sus recorridos por los bares y clubs cuyo ruido ensordece los posibles demonios interiores. Antoniak convierte una de estas secuencias cuasi oníricas, en la que interviene un encuentro a tres bandas entre Mischa, su padre y una chica polaca, en una pugna continua entre el ruido de la música electrónica y el alemán y el silencio y la conversación en polaco, con el cristal de un bar como frontera. O libera sus dimensiones más metafóricas en un descenso final de Mischa a un mundo subterráneo con algo de kafkiano que bien podría dar vida a su peor pesadilla: estar atrapado en un mundo marginal y oculto, en el que sus palabras adquiridas no sirven de nada. Beyond Words, en definitiva, se presta a numerosas lecturas subtextuales. Ahora bien, su frialdad pretendida le supone una barrera disuasoria. | 60/100 | Miguel Muñoz Garnica.
LIFE AND NOTHING MORE
Antonio Méndez Esparza, España, Estados Unidos | SECCIÓN OFICIAL: COMPETICIÓN.
Es habitual poder constatar en el cine norteamericano la obsesión por la figura paterna ausente, ese padre en off que hace que sus hijos crezcan tristes y desamparados, con tendencias a la violencia justificada por esta peregrina razón o condenados a la soledad y el aislamiento enfermizos, incapaces de integrarse en la sociedad por semejante motivo. Da igual que este padre sea un criminal reconocido, un maltratador repugnante o un psicópata asesino con un martillo en las manos. Su sombra añorada y deseada imposibilita el desarrollo emocional de los hijos y hasta que no se logra el reencuentro y se dan un abrazo paterno-filial reconciliador el mundo no se arregla. Una convención como otra cualquiera, que si está usada de manera creíble no molestará, pero que si se recurre a ella como motivación mecánica de los protagonistas solo nos lleva a pensar por qué demonios el dichoso papá no acabó por ir al maldito partido de béisbol de su retoño. Un título como La vida y nada más (Life and Nothing More, Antonio Méndez Esparza, 2017) promete un viaje por la realidad cotidiana de sus protagonistas a poco que hagamos uso de la neurona más lejana de nuestro cerebro. Y eso es en principio lo que esta película nos va a mostrar.
Andrew es un adolescente afroamericano cuyo padre está en prisión, lo cual crea en él una profunda carencia afectiva sumada a la presión de servir de apoyo a su madre y a su hermana pequeña. Pero Andrew no es capaz de superar el fantasma de la privación de su padre e inicia la consabida senda de la delincuencia. A su vez, la sufrida madre se ve en la tesitura de trabajar a destajo para mantener a su familia viendo cómo su hijo se aleja cada vez más de ella, agravada la situación cuando se incorpora al núcleo familiar el amante de esta, que como suele suceder en este tipo de filmes resulta ser un tipo despreciable y egoísta, incapaz de suplantar esa magna estatua colosal que es todo papá. Así, donde se nos prometía vida acabamos encontrando pura convención explicitada por una dirección plana, carente de fuerza y exangüe hasta la somnolencia y falta de auxilio debido a unos actores poco inspirados. Un puñado de realidad que deviene fatua representación por la carencia de justo aquello a lo que su nombre se comprometía a ofrecer. | 30/100 | José Luis Forte.
LA LLAMADA
Javier Ambrossi y Javier Calvo, España | SECCIÓN OFICIAL: FUERA DE COMPETICIÓN.
Cuatro años después de su estreno en el madrileño Teatro Lara, donde sigue representándose a día de hoy, La llamada ha dado el salto a la pantalla grande de la mano de los mismos jóvenes talentos que se ganaron al público teatral: Javier Ambrossi y Javier Calvo al mando del guion y la dirección y Macarena García, Anna Castillo, Belén Cuesta Y Gracia Olayo como las cuatro protagonistas —adolescentes alocadas, las primeras; monjas con ansias de modernidad, las segundas—, cuya crisis existencial florece cuando Dios (sí, el mismo, a imagen y semejanza del británico Richard Collins-Moore) empieza a aparecerse entonando canciones de Whitney Houston. La trama es absurda, sí: siempre lo ha sido y el salto a la pantalla grande no hace sino poner énfasis en ello (sin ir más lejos, el máximo icono del musical, la enorme escalera, se antoja raro pese al buen trabajo fotográfico de Migue Amoedo, receptor del Goya por la hermosa fotografía de La novia (2015) tras años dedicado al mundo televisivo), pero en líneas generales la adaptación es muy satisfactoria, habiendo sabido el guion quedarse con los puntos álgidos de la versión teatral sin temer dejar otros de lado para poder expandir tramas o incluso crearlas desde cero. De hecho, pese a que el filme dura menos que la versión teatral, la sensación transmitida es de mayor profundidad en lo que a los conflictos emocionales que atraviesan las protagonistas se refiere. Respecto a esto último sobresale el personaje de Belén Cuesta, quien, al igual que Macarena García y Anna Castillo, era una desconocida cuando se sumó al reparto escénico y es empero cuatro años después una de las grandes promesas del cine español. Así, la actriz sevillana consigue mantener el divertidísimo carácter de su personaje y dotarlo también de un gran dramatismo, constituyendo su propia crisis el corazón de la película aun cuando el protagonismo corresponde supuestamente a sus dos compañeras (ambas pletóricas también, eso sí, demostrando cuán merecidos son sus respectivos Goyas a mejor actriz revelación).
Aunque en absoluto extraordinarios, los números musicales de La llamada se encuentran entre los mejores del cine español, dando mil vueltas a las bochornosas actuaciones del otro musical patrio por excelencia, El otro lado de la cama (2002). Y es que, a diferencia de la exitosa cinta de Emilio Martínez-Lázaro, La llamada sí se toma en serio a sí misma, siendo los Javis conscientes tras el éxito del La La Land (2016) de Damien Chazelle de que el público español está ávido de espectáculos al más puro estilo clásico. Indudablemente, la pareja ha apuntado alto, contando con Pedro Almódovar como máximo referente, lo cual no es latente en el estilo pero sí se deja ver en la naturalidad de los intérpretes secundarios, a quienes vale una aparición para hacer reír al espectador con su aparente espontaneidad. Y es que todos y cada uno de los actores y actrices que se pasean por pantalla, lo hagan para protagonizarla o tan sólo para llenarla por unos instantes, ofrecen trabajos colmados de matices. Con respecto a la música, el éxito está asegurado al proceder principalmente de Whitney Houston, Henry Méndez y Presuntos Implicados, pero el cantautor Leiva ha aportado tanto una encantadora banda sonora como un tema original, “La llamada”, creado con el Goya a mejor canción como clara meta. Al final, lo absurdo del relato es lo de menos, porque las cuestiones exploradas son tan creíbles como humanas, garantizando la identificación de un público que demostró con Ocho apellidos vascos (2014) pedir a gratis un tipo de cine español más simpático y merecedor de su empatía. Más valiente de lo que aparenta, La llamada es un éxito que podría y debería dar el pistoletazo de salida al muy necesario (no en el sentido social en que suele emplearse el término, sino como mera forma de atraer a las salas a esa parte del gran público a la que los thrillers no terminan de llenar) y harto esperado cine musical español. De algo tiene que servir al séptimo arte la rica tradición musical de nuestro país, ¿no? | 82/100 | Juan Roures Rego