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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Wind River

    It's a hard world for little things

    Crítica ★★★★☆ de «Wind River», de Taylor Sheridan.

    Estados Unidos, 2017. Título original: Wind River. Director: Taylor Sheridan. Guion: Taylor Sheridan. Duración: 110 minutos. Fotografía: Ben Richardson. Música: Warren Ellis y Nick Cave. Productora: Thunder Road Pictures. Distribuida por The Weinstein Company. Edición: Gary Roach. Diseño de vestuario: Kari Perkins. Diseño de producción: Neil Spisak. Intérpretes: Elizabeth Olsen, Jeremy Renner, Jon Bernthal, Julia Jones, Matthew Del Negro, Kelsey Asbille, Gil Birmingham, Ian Bohen, Martin Sensmeier, Hugh Dillon, Eric Lange, Mason D. Davis, James Jordan, Teo Briones, Tara Karsian. Presentación oficial: Festival de cine de Sundance, 2017.

    Desde que se produjo el primer encuentro —documentado— con “El otro”, según el término empleado por Todorov para definir al nativo americano, la suerte —o la desgracia— del indígena ha recaído sobre los brazos del hombre blanco. Hablar de la situación actual del amerindio, como hace el guionista Taylor Sheridan en su debut direccional, Wind River, nos lleva ineludiblemente a tratar las vicisitudes que lo han llevado a la posición en la que se encuentra hoy. Por un lado hallamos las bienintencionadas Leyes de Burgos, prometedoras de un futuro esperanzador para los nativos, cuya instauración —aunque algo ingenua e incontrolable— llegó con el beneplácito y la firma de Isabel I de Castilla. Las luchas internas por el control de estas poblaciones de “salvajes” fueron tan largas como extenuantes y, por cada paso al frente, se daban varios atrás, como los infames Democrates (primus y segundus) con los que Juan Ginés Sepúlveda, avalado por su amigo Hernán Cortés, trató de evidenciar Las justas causas de la guerra contra los indios. De cualquier modo, por muy discutible que fuera la aplicación de los derechos humanos a los indígenas por los gobernantes de los nuevos estados, sí existía un cierto grado de proteccionismo y, sobre todo, un debate abierto sobre un futuro igualitario para los indios, quienes eran considerados, en última instancia, vasallos de la Corona española. Sin embargo, con la independencia de las repúblicas hispanoamericanas, lo que en principio pudo parecer un giro definitivo en favor de la igualdad de derechos, escondía en realidad una estrategia mediante la que desaparecían las legislaciones paternalistas y la relativa autonomía indígena conseguida hasta la fecha. Los nuevos estados, como expone Contreras Peláez en Los derechos indígenas en las nuevas constituciones hispanoamericanas (2012), “se transformaron en oligarquías controladas por élites criollas y la población indígena fue desposeída de sus tierras fértiles y empujada hacia zonas montañosas”. Se consolidan así las reservas indias, un recurso separatista que constituyó el declive definitivo de la población nativa, situando al amerindio como una pieza de museo, o un objeto anacrónico desvirtuado y expuesto en ferias para el divertimiento de los sujetos evolucionados.

    Wind River es una de esas reservas donde la ley ha sido dejada en manos de la justicia arcana y contundente del departamento del Sheriff, y su equipo de hombres preparados, conocedores del entorno y de la gente, trata de mantener a los suyos a raya para evitar que los esporádicos contratiempos criminales escapen de una pelea de bar o de un caso aislado de malos tratos. Porque ya intuimos qué papel ocupa la mujer en una sociedad así, un papel de ignominiosa inferioridad que se acepta con resignación y nadie se cuestiona hasta que, de la noche a la mañana, aparece muerta una adolescente de 18 años con indicios de violación y la congelación como causa probable después de una larga y desesperada carrera por la vida. Tras la voz de alerta, proporcionada por un lacónico y taciturno Jeremy Renner en un papel memorable como Cory Lambert, cazador de animales salvajes —aquí viene la poco sutil pero eficiente metáfora introductoria de Sheridan—, se pone en funcionamiento el protocolo de emergencia para este tipo de poblaciones marginales, consistente en enviar a una joven e inexperta agente del FBI en medio de un entorno de masculinidad hostil y condiciones medioambientales para las que no está preparada, algo que se pone de manifiesto desde su aparición en escena vistiendo una indumentaria con la que no lograría aguantar el frío extremo el tiempo suficiente para poder examinar por primera vez el cadáver de la joven; por suerte, ahí estaba el bueno de Cory para sacar a la recién llegada del aprieto. El filme no trata de esconder en ningún momento esa posición de dependencia e indefensión de la mujer, así, evitará un artificial y pretencioso feminismo que, como un impostado manifiesto igualitario, trate de lanzar un absurdo mensaje del todo inverosímil. En su lugar, se presenta una relación de camaradería entre hombres, y una coherente, y no por ello menos indignante, perspectiva excluyente femenina, sobre la que se alzará la figura de Cory como el mentor y protector de Jane, quien no consigue reforzar el papel igualitario femenino, no por su condición de mujer, sino por su inexperiencia, una perspectiva mucho más admisible que se hace fuerte en la propuesta, precisamente, al no negar la evidencia. La investigadora, pese a mostrarse muy resolutiva en tareas de observación e indagación, abraza con entusiasmo la ayuda de este vaquero de las nieves que parece cargar el intolerable peso de sus propios fantasmas.

    Wind River, Taylor Sheridan.
    Dark Horse 2017.

    «Sheridan pertenece a ese selecto grupo de realizadores con un don inaudito para lograr que su narración, pese a exhibir sin tapujos fuertes connotaciones sociopolíticas, no resulte discursiva ni doctrinal. Por el contrario, la película avanza con contundencia y sin grandes cambios de ritmo, a excepción del convulso final, dejando que el esquema sintáctico prospere en sincronía y se acople sin escollos al resto de elementos narrativos, como la sublime fotografía de Ben Richardson o la siempre sugestiva banda sonora de Nick Cave».


    Pronto se desvelará el paralelismo existente entre el caso de asesinato actual y la historia del protagonista, quien también perdió a una hija de la misma edad tiempo atrás en condiciones similares. El director compondrá su relato siguiendo una estrategia de tensión contenida hasta que se alcance el punto detonante del desenlace en el que todos los acontecimientos estallarán en una violenta escena que dará lugar al proceso exegético definitivo. Hasta ese momento, el avance narrativo se mostrará firme y minucioso, haciendo siempre hincapié en la denuncia social imperante, reforzada por la figura de Martin, uno de los pocos nativos americanos que quedan con vida en la reserva, un jefe indio incapaz de llevar a cabo los debidos respetos fúnebres por el fallecimiento de su hija, ya que no tiene a quien pedir consejo, ni quien pueda instruirle en el ritual a seguir en el funesto suceso, por ello deberá inventarse una máscara funeraria y tratar de mantener con dignidad una escena tan esperpéntica como dolorosa. Parece que, además de los conflictos raciales y ese genuino interés por retratar las dificultades del nativo americano para encontrar su sitio en la blanca Norteamérica, esa violencia desmedida y repentina se erige como el sello de identidad de un director que ya sentó las bases conceptuales de su cine con los magníficos guiones de Sicario (2015) y de Comanchería (Hell or High Water, 2016). Sheridan pertenece a ese selecto grupo de realizadores con un don inaudito para lograr que su narración, pese a exhibir sin tapujos fuertes connotaciones sociopolíticas, no resulte discursiva ni doctrinal. Por el contrario, la película avanza con contundencia y sin grandes cambios de ritmo, a excepción del convulso final, dejando que el esquema sintáctico prospere en sincronía y se acople sin escollos al resto de elementos narrativos, como la sublime fotografía de Ben Richardson o la siempre sugestiva banda sonora de Nick Cave. Todo quedará, de esta forma, puesto al servicio de la interpretación, los protagonistas consiguen demostrar solvencia y comodidad en el desempeño de sus roles, sobre todo Renner, quien se apodera de la acción y efectúa una fantástica demostración de supervivencia y destreza en tareas de rastreo y derribo de la presa. Wind River no descubre nada nuevo, ni en el apartado artístico ni en el narrativo, sin embargo consigue cautivar a un espectador que agradecerá el buen pulso de un director que sigue creyendo en la justicia poética y en la ley del Talión como única relación posible entre crimen y castigo | ★★★★☆


    Alberto Sáez Villarino
    © Revista EAM / 70ª edición del Festival de Cannes



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