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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Rey Arturo: La leyenda de Excálibur

    Camelot! Camelot!

    Crítica ★★★★ de Rey Arturo: La leyenda de Excálibur (King Arthur: Legend of the sword, Guy Ritchie, EE.UU., 2017).

    Pensar el cine de Guy Ritchie en nuestros días supone pensar todavía en un cine ligado culturalmente al lenguaje del videoclip. Llegado a este punto sería bueno matizar el hecho de que tales etiquetas nos impiden valorar justamente, y de manera ocurrente, los engranajes culturales que cineastas como Ritchie adquieren con el tiempo, abordando desde perspectivas y esencias relacionadas siempre con el videoclip, ficciones ambiciosas con un interés revalorizable de las imágenes. El cine de Ritchie se erige pues en una mirada edénica que pretende conjugar cualquiera de las variables estéticas del formato, para forzarse a integrarlas dentro de un mecanismo cinematográfico. Con todo, nos quedaría un autor con un indudable signo, un cineasta ahora mismo muy lejos de la idea primitiva del formato televisivo, si con ello nos remontamos a la difusión mediática que tuvo el lenguaje del vídeo musical gracias a la cadena de televisión MTV hace ya casi 40 años. Señalado lo anterior podríamos enumerar cuáles de estas ideas lejanas en el tiempo siguen constantes en realizadores como Ritchie, sin duda alguna formado y educado profesionalmente al amparo de ellas, pero elevando la idea urgente de las imágenes a un punto importante de deseo musical. Un cine de consumo, un cine onírico y virtuoso que se basa en tejidos contemporáneos del audiovisual, jugueteando con varias disciplinas a la vez, pero sin perderle nunca la pista al auténtico sentido del mainstream: generar una experiencia caótica, donde reinen la confusión y el deseo, que resuene familiar en el espectador. Según palabras de Andy Warhol: «Todos deseamos hacer video-música»; por tanto Ritchie retoma la doctrina de realizar música con sus imágenes. Despacharlo como fruto del videoclip o de la publicidad mermaría el interesante discurso fílmico del cineasta, mucho más tajante y oportuno tras la brillante Operación U.N.C.L.E (2015), y que halla en El rey Arturo: La leyenda de Excálibur (2017) una vuelta de tuerca más a la vigorosa impronta de su cine.

    Existen multitud de acercamientos al mito artúrico, los hay en un sentido abiertamente fantástico con el fin de explorar las leyendas, y, otros, los menos, apelan más a un sentido realista o histórico. Bajo los patrones convencionales, quizá Excálibur (John Boorman, 1981), sea la producción más ambiciosa al querer integrar imaginarios del cine fantástico, con la magia, la capa y espada, la épica medieval y un brillante sentido del espectáculo de estilo anacrónico. En un marco ligeramente cercano en el tiempo, y olvidables, aunque no exentas de pretensiones comerciales, estarían tanto el añejo romanticismo (viejo star system) de El primer caballero (Jerry Zucker, 1995), como la estridente El rey Arturo (Antoine Fuqua, 2004), en sintonía con los éxitos inmediatos al boom péplum de Gladiator. Sin embargo, Arturo y sus caballeros cuentan con un título sin duda muy notable, al que un servidor tiene especial estima y en el que nos gustaría detenernos. Se trata de Camelot (Joshua Logan, 1967), acaso la más bella de todas las versiones del mito. Triste y melancólico pasaje de amor y ruinas, la cual Logan concebiría como canto del cisne del gran musical orillando sus imágenes al precipicio del pasado. Camelot se entrega a una verdadera dimensión musical. La retórica de las imágenes de Camelot poseen una profunda cosmogonía. Musical con voluntad elegíaca, del que brotaba la misma naturaleza del mito. Logan dejaba de lado las corrientes y las modas del musical moderno, y lo hacía con una clara epifanía: el musical muere, pero la memoria y la herencia nos define eternamente. La escena final donde Arturo contempla su reino en llamas es muy significativa de las transmisiones que nos ofrece el director; por ejemplo, la esperanza de la herencia, de la memoria, simbolizada en el niño que ofrece a Arturo la posibilidad remota de sobrevivir a través del legado. El musical de Camelot procede a poner en pie roles, sintonías, y vasos comunicantes con el cine comercial de Guy Ritchie. Curiosamente la modernidad integrada en el videoclip, o la liturgia de la aceleración de las imágenes, encuentran una extremidad narrativa interesante en el El rey Arturo: La leyenda de Excálibur que nos ocupa. El director de Rocknrolla (2008), posee un lenguaje estético recurrente. Primero el montaje, luego personifica el relato incorporando capas y capas a un discurso obsesivo. Desesperado por la ansiedad visual, el realizador, no nos engañemos, busca las marcas legendarias del relato clásico, lo repertorial comienza a vislumbrar un eje motor principal en su cine. En Operación U.N.C.L.E la cultura pop, la alta comedia, y los arabescos de espías sublimaban un estudio trastornado, pero inteligentísimo, de los seriales televisivos previos a la cultura del videoclip. Esta última escoge la vía directa para al menos reconsiderar a Ritchie como el autor que es; y con El rey Arturo: La leyenda de Excálibur, precisar esa asombrosa legitimidad por la aventura legendaria. «Tan descarado que queda enmascarado». La frase, dicha por Moriarty en una escena de Sherlock Holmes: Juego de sombras (2011), resume la ambigüedad (entre lo viejo y lo nuevo) ilustrada por el autor; un diseño que cuestiona valiente la modernidad, la interpreta bombardeando al espectador con señales mediáticas, más opiáceas que revolucionarias, inteligibles, ajustables a los códigos virtuales del mainstream contemporáneo.

    «Ante la crisis de identidad que afectaría en parte a todos los personajes del western moderno, Rey Arturo: La leyenda de Excálibur construye un simulacro deseoso de teorizar en las raíces masculinas del héroe mundano. Lo hace con música, delegando en la escritura sonora un perverso estudio de imágenes que aspiran a moverse coexistiendo con otras expresiones artísticas invisibles».


    Las referencias teóricas aplicadas al campo de la música nos permiten encuadrar con claridad las aproximaciones operísticas que sufre el cine de Ritchie. Rey Arturo: La leyenda de Excálibur trabaja con los restos vampirizados de la mixtura de géneros, focos, culturas, mitología, y ofrece independientemente del marco histórico o geográfico, un cinético espectáculo musical. Asimismo, su querencia por el western, a su vez, estanco sentimental sobre la pervivencia inmortal del gran relato popular, acercan todavía más la cinta al pensamiento musical (atemporal) y la explícita esencia del director por los aparatos de montaje y edición. De hecho, esta película arrastra consigo el concierto de una ópera rock-western, porque siendo evidente la diversión de Ritchie por la masculinidad deprimida, no será muy difícil extrapolarlo al cine del oeste y a esos hombres amorales, de baja ralea, abandonados a su mejor suerte. Ante la crisis de identidad que afectaría en parte a todos los personajes del western moderno, Rey Arturo: La leyenda de Excálibur construye un simulacro deseoso de teorizar en las raíces masculinas del héroe mundano. Lo hace con música, delegando en la escritura sonora un perverso estudio de imágenes que aspiran a moverse coexistiendo con otras expresiones artísticas invisibles. Volviendo otra vez a Sherlock Holmes: Juego de sombras, tenemos una secuencia que empieza con los tres personajes principales de la película: Holmes, Watson, y Madam Simza subiendo unas escaleras que los conduce directamente a la visión panorámica de la Gran Ópera de París. Ese instante revelador continuará integrando a los personajes dentro de la estructura escénica. Pasan de ser oyentes o espectadores a participar como en una aventura gráfica de las entrañas del teatro, moviéndose virtualmente, no solo por los espacios físicos: bambalinas o escenarios; sino envueltos también en el arco musical de la obra representada. Ritchie elige Don Giovanni de Mozart, precisamente, por lo que tiene de ópera bufa, unida a la absurda pompa humorística de la película, y, por ende, del doble esfuerzo del cineasta: evocar, divertir y apabullar de una sola tacada. La música se antoja primordial en el relato. Pese a no descubrir nada, subrayado hasta la extenuación en los flashbacks de Operación U.N.C.L.E, y siguiendo la misma línea en los de Rey Arturo: La leyenda de Excálibur, al director le vuelve muy loco la sinergia que Sergio Leone hallaba junto a la música de Ennio Morricone. Lo intentó con Zimmer, desde nuestro punto de vista con más pena que gloria, en las dos partes de Sherlock Holmes. Y vuelve a rastrear sus huellas en la mentada versión cinematográfica de El agente de Cipol y Rey Arturo: La leyenda de Excálibur con la ayuda, mucho más acurada y enriquecedora, del compositor Daniel Pemberton. La música de Pemberton aspira a verbalizar un sonido vivo, de voces humanas, silbidos, jadeos y respiración entrecortada. El tejido sonoro aparca lo melódico dándole suma importancia a lo orgánico. Todos los momentos músico- narrativos del cine de Ritchie deben tratarse conjuntamente, ya que conservan numerosas correspondencias narrativas entre unos y otros. En las primeras películas usaba el folclore, o temas de rock, blues, jazz preexistentes, introduciéndolos diegética o extradiegéticamente en la escena. Luego en clara sintonía con lo que hacían Leone y Morricone, da, por medio de la música, un sentido, una identidad, a los objetos. Rey Arturo: La leyenda de Excálibur utiliza la espada Excálibur como macguffin. El objeto es el efecto transmisor, hilo conductor de la memoria del pasado del protagonista. La espada por tanto simboliza lo que antaño dijeron las notas del carrillón en La muerte tenía un precio (Sergio Leone, 1965) —atribuido a la fotografía de la hermana muerta del coronel—, la armónica en Hasta que llegó su hora (1968), el timbre del teléfono en Érase una vez en América (1984), o el reloj de bolsillo del agente Kuryakin de la KGB en Operación U.N.C.L.E. Identidad/herencia, memoria/pasado, claves incólumes al argumento Guy Ritchie.

    «Una ópera de signos insinuativos que se someten al ritmo sincopado de un leitmotiv pertinente, macarra, asociado, cómo no, a la “baja” cultura del entretenimiento. Una de las sorpresas del verano».


    Rey Arturo: La leyenda de Excálibur está llena de detalles sugerentes, pero también de momentos sencillos capaces de albergar otra película menos aparatosa. La primera imagen del filme es el plano general de la torre de Vortigern. Una imagen sosegada, que respira y alienta la siniestra maldad inscrita en las terribles paredes de Camelot. Ritchie mantiene el pulso firme y las riendas de toda la película pero con la extraña sensación de sobrarle los más de 175 millones de presupuesto que Warner pone a su disposición. La hipertrofia de la imagen digital, sobre todo durante su tramo final —serpiente gigante o duelo entre Arturo y Vortigern—, podría pasar por una fase de videojuego y casan mucho con la crisis actual que sufren ciertas superproducciones hollywoodenses, boicoteándose así mismas en el nicho sinsentido de los efectos visuales. Y, pese a todo, la película arriesga, juega y trata de imponerse por encima de la media. Además, se intuyen gestos adultos y verdaderamente oscuros en la violencia fuera de campo, que sin dejarse ver resultan lúgubres, tétricos —los (reveladores) pactos de sangre de Vortigern con las escalofriantes sirenas—. De igual manera los primeros 15 minutos son una clase maestra de narración cinematográfica, en donde Ritchie despliega todo el potencial de su cine: elipsis, fragmentación de las líneas de tiempo, fast cutting, síntesis, o cámara lenta, encontrándose entre lo más estimulante filmado por el británico en toda su carrera. La dinámica de ciertas imágenes atraviesa el encuadre alumbrada por lo fantasmal, como la hermosa y onírica escena de la mujer del lago, de una increíble eficacia espectral, o las texturas grisáceas y azulonas, turbias, que agitan con nervio las entrañas del mejor fantástico de espada y brujería. En lo negativo, desvíos que nos llevan más allá de esa abstracción pura del fantastique, y que tienen que ver, por un lado, con los clichés y patologías visuales acerca del realismo sucio de la mueva épica del siglo XXI (Juego de tronos), y por otro, con los relatos de iniciación superheroica (la entrada en tierras oscuras de Arturo). En resumen, una ópera de signos insinuativos que se someten al ritmo sincopado de un leitmotiv pertinente, macarra, asociado, cómo no, a la “baja” cultura del entretenimiento. Una de las sorpresas del verano. | ★★★★ |


    David Tejero
    © Revista EAM / Badajoz


    Ficha técnica
    USA. 2017. Título original: King Arthur: Legend of the sword. Director: Guy Ritchie. Interpretes: Charlie Hunnam, Jude Law, Astrid Bergés-Frisbey, Djimon Hounsou, Aidan Gillen, Eric Bana, Annabelle Wallis, Freddie Fox, Tom Wu, Craig McGinlay, Neil Maskell, Kingsley Ben-Adir. Guion: Joby Harold, Guy Ritchie, Lionel Wigram. Historia: Joby Harold, David Dobkin. Productores: Bruce Berman, David Dobkin, Akiva Goldsman, Steve Clark-Hall, Joby Harold, Guy Ritchie, Lionel Wigram, James Herbert, Steven Mnuchin, Max Keene. Productoras: Warner Bros / Village Roadshow Pictures /Weed Road Pictures. Fotografía: John Mathieson. Música: Daniel Pemberton. Montaje: James Herbert. Diseño de producción: Gemma Jackson. Dirección artística: Tina Jones. Diseño de Vestuario: Annie Symons.

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