Lex artis como ley de vida.
Crítica ★★★ de Reparar a los vivos (Réparer les vivants, Katell Quillévéré, Francia, 2016).
Al cine francés se le da bastante bien (más que a nosotros, al menos) realizar historias incisivas sobre sus servicios públicos, ya se trate de la política en general, la justicia, la educación o la sanidad. De esta última se han estrenado en los últimos años propuestas interesantes, tanto para el espectador común como para el aficionado a la profesión, por un lado por su ortodoxia emotiva y por otro por su afán de verosimilitud, en lo que respecta al funcionamiento de los hospitales, el diagnóstico de una enfermedad y la cotidianeidad de los médicos. Hablamos de Hipócrates (Hippocrate, Thomas Lilti, 2014), La doctora de Brest (La fille de Brest, Emmanuelle Bercot, 2016), Un doctor en la campiña (Médecin de campagne, Thomas Lilti, 2016) o incluso La chica desconocida (La fille inconnue, Jean-Pierre Dardenne & Luc Dardenne, 2016), aunque esta última es una coproducción belga. A esta lista ha querido sumarse la joven cineasta Katell Quillévéré, responsable hasta entonces de dos largometrajes sobre romances intimistas, por lo que sin abandonar estos precedentes ha pretendido enmarcarlos ahora en un ambiente más definido, en sentido laboral, adaptando para ello la novela homónima de Maylis De Kerangal. Hablamos de Reparar a los vivos (Réparer les vivants), presentada también el año pasado, en este caso en el festival de Venecia, y llegada esta semana a nuestra cartelera.
Aquí se desarrolla la apuntada dualidad, entre el enfoque médico más documental y el melodrama personal y familiar, con éxito relativo. La primera dimensión puede resumirse sin tapujos, puesto que cualquiera que haya visto el trailer, repetido en cada pase de los cines Renoir desde hace un mes, puede adivinar su evolución. Un joven surfista (Gabin Verdet) tiene un accidente de coche al volver de una de sus incursiones matutinas al mar, y como consecuencia sufre un traumatismo tan grave que queda en coma sin posibilidad de salir de él. El médico especialista (Tahar Rahim) plantea entonces a sus devastados padres (Emmanuelle Seigner y Kool Shen) la posibilidad de donar uno o varios de sus órganos, por lo demás en perfecto estado, a cualquier paciente que pudiera necesitarlos. Y en particular el corazón acaba teniendo por destinataria a una mujer (Anne Dorval), soltera pero con dos hijos, que sufre una enfermedad degenerativa cuya única solución es el transplante. De hecho el mencionado trailer imprime a estos acontecimientos mayor suspense del que resulta en la propia película. Solo aparece una duda inicial sobre si los padres querrán o no ceder los órganos de su hijo, pero una vez resuelta lo demás se desenvuelve casi como una cadena de causa y efecto, sin elementos extraños que puedan interrumpirla ni añadir cierto conflicto, como serían las complicaciones quirúrgicas o la pluralidad de candidatos receptores.
«Contemplada en su conjunto se queda algo corta, demasiado fragmentada en su estructura y frustrante en sus conclusiones, al sacrificar en la búsqueda de una esencialidad colectiva el propósito de cada uno de sus referentes».
Ante la ausencia de este tipo de perturbaciones, Quillévéré extrema el detalle del procedimiento, como atestiguan la relación entre los médicos del primer hospital que acoge al joven accidentado, la secuencia de llamadas entre el centro de donaciones y la cardióloga interesada, o la operación final, donde nos adentramos en su sala con sus encargados y seguimos sus pasos con escasas elipsis. Sin embargo, también se preocupa por dotar a estos y otros personajes a priori secundarios o marginales de un cierto background, seguramente con la intención de presentarlos como seres humanos con sus problemas y vicisitudes y no como instrumentos neutros de un fin ajeno. Son reveladoras en este sentido las introducciones del jefe de planta del primer establecimiento, cuando antes de llegar al mismo lo vemos despidiendo a su familia y conduciendo en el coche escuchando música; o del que liderará la asignación del preciado corazón, también visto por primera vez en la calle transitando por sí solo antes de llegar al centro en cuestión. El problema es que este amago de desarrollo particularizado queda inconcluso, y al final parece más incluido como excusa para alargar el metraje que como recurso útil desde un punto de vista narrativo.
Un ejemplo claro de esta contradicción lo tenemos en la enfermera del primer hospital, que se entrevista con varios compañeros, incluidos los dos antes citados, para a través de sus conversaciones darnos información sobre su personalidad: es alguien que se preocupa especialmente por no hacer sufrir a sus pacientes y que pese a ese cariño hacia el prójimo no tiene pareja propia, aunque la desea. En concreto hay una escena con ella sola en el ascensor en la que se imagina a un hombre seduciéndola, y acto seguido manda un whatsapp a alguien diciéndole que le quiere, presumiblemente el mismo individuo. A juzgar por los datos aportados, es la primera vez que se atreve a confesar sus emociones, lo cual es algo demasiado trascendente para despacharlo con un mensaje en el móvil y encima no retomar luego el hilo de esta decisión, puesto que no volvemos a saber más del tema. Con ello además se pierde parte de la verosimilitud transmitida en el resto del metraje. Ahora bien, el detalle sí concuerda con la carga simbólica del título, que en suma es la siguiente: la muerte de una persona que ha vivido con amor (un flashback con su novia lo muestra con un lirismo luminoso) puede servir para reactivar esta emoción en las personas que le rodean, como sus hasta entonces separados padres o los profesionales que le tratan. El simbolismo se vuelve manifiesto en algunas bellas transiciones, como las que confunden la fatal autovía con el mar encrespado o este más manso con la muchedumbre entre la que camina el hombre del centro de transplantes. Cierto es que el apartado visual de la película está muy cuidado, y a su tono poético contribuye una inspirada partitura nada menos que de Alexandre Desplat. Es más, la atmósfera que logran estos elementos, mantenidos con coherencia a lo largo del relato, se mueve en un nivel superior, por delante de la propia historia, la cual sólo alcanza esa dimensión más alta y significativa en contadas ocasiones. Contemplada en su conjunto se queda algo corta, demasiado fragmentada en su estructura y frustrante en sus conclusiones, al sacrificar en la búsqueda de una esencialidad colectiva el propósito de cada uno de sus referentes. | ★★★ |
Ignacio Navarro Mejía
© Revista EAM / Madrid
Ficha técnica
Francia & Bélgica, 2016. Título original: Réparer les vivants. Presentación: Festival de Venecia 2016. Dirección: Katell Quillévéré. Guion: Katell Quillévéré & Gilles Taurand (basado en la novela de Maylis De Kerangal). Productoras: Les Films du Bélier / Les Films Pelléas / France 2 Cinéma / Mars Films / Jouror Productions / CN5 Productions / Ezekiel Film Production / Frakas Productions / RTBF / Proximus. Fotografía: Tom Harari. Montaje: Thomas Marchand. Música: Alexandre Desplat. Diseño de producción: Daniel Bevan. Dirección artística: Virginie Montel. Decorados: Auguste Diaz, Marcello Esposito & Thomas Stuck. Vestuario: Isabelle Pannetier. Reparto: Tahar Rahim, Emmanuelle Seigner, Anne Dorval, Bouli Lanners, Kool Shen, Monia Chokri, Alice Taglioni, Karim Leklou, Finnegan Oldfield, Théo Chobli, Alice de Lencquesaing, Gavin Verdet, Galatéa Bellugi. Duración: 103 minutos.