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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Verano 1993

    El verano en que todo cambia

    Crítica ★★★★★ de Verano 1993 (Estiu 1993, Carla Simón, España, 2017).

    La primera imagen que tenemos de Frida corresponde a la noche de San Juan de 1993. De espaldas, en una plaza de Barcelona, juega con otros niños a Un, dos tres, pollito inglés. Aguanta, tratando de mantenerse inmóvil, con los brazos en alto. Tras intentar desestabilizar con unas muecas a otro compañero de juego, el niño que “paga” (es decir, el que cuenta hasta tres de cara a la pared), se acerca a ella y le pregunta por qué no está llorando. En ese momento Frida parece rendirse y baja los brazos, a lo que el niño le responde de manera inmediata: ¡Estás muerta! Valdría la pena detenerse ante este pequeño detalle que ocurre justo al inicio de la cinta para poner de relieve uno de los grandes temas sobre los que se asienta Estiu 1993. Resulta, como poco, curioso, que en la mayoría de juegos infantiles la muerte se relacione con el acto de perder no tanto física como moralmente. En un mundo que transita entre tableros del juego de la oca o el parchís y juegos callejeros como el pilla-pilla o el escondite, la imposibilidad de ganar puede que sea uno de los mayores dramas. Perder una partida de cualquier pasatiempo resulta una de las primeras frustraciones a las que debemos hacer frente en nuestra infancia. Es algo superable, que nos puede hacer llorar al principio, pero a lo que en seguida nos acostumbramos, de lo que aprendemos a reponernos. Sería, de algún modo, el primer contacto con el concepto metafórico de la muerte. Un concepto que se nos presenta incompleto, totalmente edulcorado y vaciado de su significado total pero que se cuela en el vocabulario y forma parte del día a día del patio del colegio. La muerte vuelve a aparecer en dos ocasiones más a lo largo de la cinta. Nada más llegar al pueblo para vivir con sus tíos tras el fallecimiento de su madre, Frida acompaña a su tía Marga a la carnicería. Allí, ante sus ojos, con la mecánica inclemencia de su trabajo, la carnicera trocea un conejo siguiendo las instrucciones de la clienta. El impacto de la visualización de ese cuerpo inerte y despellejado y la violencia que se ejerce sobre él queda patente en el rostro de Frida. Pero una loncha de jamón que la carnicera le regala con ternura suaviza la impresión inicial. De nuevo, el concepto de la muerte se presenta incompleto y la niña acaba asimilándolo. El tercero, que ocurre ya casi en el desenlace, es quizás el más revelador. Frida asiste a la matanza de una cabra y es entonces cuando la muerte se presenta de un modo más completo: un tajo en la garganta, la vida que se apaga dando sus últimos sonidos, un hilo de sangre por el que se escapa el último aliento. Y la intensa mirada de Frida lo observa, lo codifica, lo asimila. Aunque tan solo hayan pasado un par de meses desde que aquel niño le espetará que estaba muerta en un inocente juego en una plaza de la Ciudad Condal, Frida, sin haber perdido su condición de niña, es ahora más consciente del vacío que se abre tras la muerte, algo que antes parecía algo mucho más liviano y lejano.

    Sirvan estos tres momentos para demostrar lo que, en última instancia, nos cuenta la película: un proceso de adaptación. Carla Simón debuta en Estiu 1993 con una historia autobiográfica en la que Frida actúa como su álter ego, como vehículo para poner en imágenes los recuerdos de su historia: los de una niña que con solo siete años debe marcharse a vivir con sus tíos y su prima a un pueblo de La Garrotxa gerundense tras la muerte de su madre por sida. No es la primera ni la última narrativa sobre la adaptación y la asimilación a una situación nueva, pero la particularidad de esta pequeña obra maestra está en la posición de su mirada, en cómo coloca el punto de vista a la altura de Frida y se mantiene fiel a esta decisión a lo largo de todo el metraje. Y así, a través de conversaciones medio susurradas y de momentos entrecortados, Frida se empieza a relacionar con su nueva realidad. Y es que ese proceso de ajuste al que aludíamos anteriormente no solo afecta a la pequeña. Simón parte de los sentimientos íntimos a los que afronta Frida para ir apuntando los conflictos individuales de los adultos, pero también a los mecanismos familiares y a las interacciones sociales de un pueblo de la comarca catalana. Y todo se muestra desde la sutileza narrativa de quien ha colocado el punto de entrada de la información a la altura de alguien a quien le cuesta tanto decodificarlo, a quien se le esconde gran parte de la verdad en un intento de protección. Así, son estos pequeños detalles (desde el miedo inicial de una madre al contagio del sida, una enfermedad tabú, hasta la imagen de Frida casi presidiendo las fiestas populares del pueblo se adivina que hay un gran trecho) los que construyen una película mucho más rica, compleja y polifónica de lo que se podría pensar a primera vista. Estiu 1993, en ese sentido, articula una relación entre la madurez y la niñez muy estimulante: desde la distancia de los años y el recuerdo de ese momento, Simón construye una película que parte sin esconderlo de la sensibilidad infantil, pero por las rendijas de sus sentidos se cuelan pequeñas píldoras de información que se vuelven a decodificar por el espectador adulto para construir el contexto completo de lo que está aconteciendo. Un dispositivo que, si bien es cierto que escurre la explicitación de los detalles pormenorizados de cada acontecimiento, es capaz de proporcionar una experiencia inmersiva completa en el momento, el lugar y en la intimidad de su protagonista. Así, podríamos afirmar que Estiu 1993 es una película parca en explicaciones y subrayados. No los necesita. En el cine el drama siempre se manifiesta en dos espacios fílmicos: por un lado, se encuentra en la intimidad de los personajes, en la trama propiamente dicha, en lo que les acontece; por otro, lo dramático se subraya en el nivel formal, en el aparato que se pone en funcionamiento para hacer aflorar en forma de imagen esos sentimientos. Simón consigue que la intimidad salga a la luz y nos atrape sin necesidad de una puesta en escena que se apoye en excesivas trampas o artilugios. Estiu 1993 es pura narración de observación. Está filmada desde el convencimiento de que la emoción puede (y debe) partir de las interacciones entre los personajes. Su éxito reside en el sosiego y la precisión emocional de sus planos, en el montaje que permite que las situaciones respiren y que cada pequeño gesto encuentre su espacio, en la absoluta adhesión a una puesta en escena que premia la naturalidad por encima del virtuosismo. Su desbordante sensibilidad para narrar y mostrar el proceso al que se enfrenta su protagonista sustituye cualquier recurso adicional que se sitúe fuera de la propia historia, ajeno al recuerdo propiamente dicho.

    «El mundo de los adultos se muestra como algo lejano, con conversaciones que ocurren a media voz o con sumo cuidado, midiendo las palabras, para callar justo en el instante preciso cuando la niña parece entender lo que podría estar ocurriendo. Es en esa duplicidad entre el superficial arrobamiento del verano y el dramático proceso interno de adaptación y acoplamiento a una nueva realidad en la que Estiu 1993 se revindica justo como lo que es, un recuerdo de un momento agridulce en la infancia en el que todo deja de tener sentido».


    Juntar infancia y verano nos lleva con frecuencia a un lugar de felicidad y esparcimiento. Esa temporada en la que teníamos todo el tiempo del mundo para hacer nada importante. Pero también es la etapa donde, en ese estiramiento temporal, todo cambia; es el momento de formación y descubrimiento. Simón es consciente de ello, y puede que su recuerdo se forme de la misma manera, y es por eso que no renuncia a construirlo. La película está salpicada de pequeños elementos costumbristas que dan cuerpo a la historia. Las fiestas, las tradiciones, el ambiente del campo, el pueblo, el río… todo ayuda a dibujar un paisaje y un momento concreto (esa canción de Bom Bom Chip que trasladará años atrás a muchos espectadores). A través de los ojos de Frida, a los que la directora nunca pierde de vista, nos introducimos en el universo estival de una pequeña que no comprende lo que ocurre ni fuera ni dentro de ella. Incluso el significado y la idea del tiempo y el verano se nos presenta tal y como la entendería una niña, cuando el reloj parece ralentizarse entre pequeñas hazañas, observaciones y juegos. El mundo de los adultos se muestra como algo lejano, con conversaciones que ocurren a media voz o con sumo cuidado, midiendo las palabras, para callar justo en el instante preciso cuando la niña parece entender lo que podría estar ocurriendo. Es en esa duplicidad entre el superficial arrobamiento del verano (capturado en cada destello de luz mediante la magistral fotografía de Santiago Racaj, que consigue texturizar la luminosidad suspendida del estío) y el dramático proceso interno de adaptación y acoplamiento a una nueva realidad en la que Estiu 1993 se revindica justo como lo que es, un recuerdo de un momento agridulce en la infancia en el que todo deja de tener sentido. Es, ante todo, un maravilloso ejercicio de naturalidad, una colección de fragmentos de vida capturado en imágenes cuya verdad abruma. Gran parte del mérito de que esto ocurra reside en la veracidad que desprenden todos y cada uno de los intérpretes. Entre los adultos, destaca el impecable trabajo tanto de Bruna Cusí como de David Verdaguer. Pero lo que verdaderamente apuntala su voluntad casi documentalista es el increíble magnetismo que desprenden las dos niñas: Paula Robles y, sobre todo, Laia Artigas deslumbran en cada gesto. Simón consigue sacar oro puro de su innata ingenuidad. Estamos ante un trabajo preciso y delicado para crear la atmósfera que permita sacar a relucir tanta verdad de unas interpretaciones que, por más que contengan cierto punto de involentariedad infantil, son realmente complicadas de obtener. Es otro pequeño gran logro que se une a la larga lista de aciertos rotundos con los que Carla Simón ha debutado en el largometraje. Una directora que demuestra su envidiable capacidad de emocionar con lo mínimo, siendo consciente de que lo que necesita realmente una película para transmitir reside en esos pequeños detalles cargados de vida: un baño en el río, una coreografía de verano, un baile a la luz de luna, una media sonrisa de complicidad… | ★★★★★ |


    Víctor Blanes Picó
    © Revista EAM / Berlín


    Ficha técnica
    España, 2017. Título original: «Estiu 1993». Dirección: Carla Simón. Guion: Carla Simón. Productores: María Zamora, Stefan Schmitz, Valérie Delpierre. Producción: Inicia Films, Avalon. Música: Ernesto Pipó. Diseño de producción: Mónica Bernuy. Dirección artística: Isona Rigau. Fotografía: Santiago Racaj. Montaje: Ana Pfaff, Dídac Palou. Reparto: Laia Artigás, Paula Blanco, David Verdaguer Bruna Cusí. Presentación oficial: Berlinale 2017.

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