La intención no es lo único que cuenta
Crítica ★ de La cazadora del águila (The Eagle Huntress, Otto Bell, EE.UU., 2016).
Desde las obras fundacionales de Robert J. Flaherty, el género documental ha ejercido a guisa de ventana abierta al mundo, en tanto instrumento de exploración no solo artística sino también etnográfica, constituyéndose en un potente instrumento para difundir o analizar formas de vivir ajenas, básicamente, a las de la clase media de las urbes occidentales. No es de extrañar, en esta línea, que el estilo de vida de los nómadas kazajos haya capturado el interés de cineastas (y otros creadores) de lares muy alejados al mismo, sobre todo al tratarse de un tipo de estructura social muy antigua –como se señala en el prólogo de La cazadora del águila– y aun así estar condenada a una paulatina extinción. Porque mantener costumbres milenarias a contracorriente del mundo globalizado –y por ello cada vez más uniforme culturalmente hablando– parece una tarea imposible, con lo que se comprende que parte de las tradiciones de esta etnia euroasiática se hayan convertido en atracciones turísticas, en un intento de darles interés a ojos del estado en el que se integran y, en consecuencia, de permitirles seguir sobreviviendo con sus modos tribales de siempre dentro de nuestra realidad interconectada y progresivamente homogeneizada. Precisamente, una de tales costumbres es la que se recoge en la cinta que nos ocupa: algunos cabezas de familia kazajos, con el objetivo de lograr cazar en las duras condiciones climáticas hibernales, domestican un águila y la convierten en su fiel escudero para atrapar zorros, martas u otros animales autóctonos, que les aportarán tanto comida como pieles de abrigo. Se trata de una técnica que se transmite de padres a hijos y que, como estos últimos están cada vez más adaptados al nuevo mundo occidentalizado y sedentario, se está perdiendo. Ello explica la existencia de un concurso anual que congrega a los denominados «cazadores del águila», donde se elige al más veloz y ágil, además del mejor compenetrado con su montura y su águila, y que asimismo proporciona visibilidad a una tradición tan única y ancestral.
Que el realizador Otto Bell se ha haya sentido fascinado, pues, por el periplo de Aisholpan Nurgaiv, una chica de trece años empeñada en convertirse en cazadora del águila y participar en el concurso mencionado a pesar de que en la larga historia de su nación nunca haya habido una mujer «oficialmente» dedicada a esta actividad, es algo sin duda comprensible. Lo que no lo es en absoluto es que el autor sienta la necesidad de glosar cada fragmento con una voz en over –a cargo de Daisy Ridley– para dar explicaciones totalmente redundantes, superfluas, o que puntúe la práctica totalidad del relato con música; una música que, dicho sea de paso, acompañada adecuadamente a lo narrado cuando se trata de temas de inspiración folclórica túrquica, arábiga o asiática (como el de Ramin Djawadi), pero chirría irremisiblemente con la canción compuesta ex profeso para la película (v. gr. «Angel, by the Wings» de Sia), una suerte de pop new age que suena de forma machacona una vez, y otra, y otra. Ante ello, se diría que Bell, o bien no confía en la fuerza de las propias imágenes para transmitir ideas y emociones, o bien –lo que es incluso peor– en quien no confía es en su público potencial y, por tanto, lo asiste de manera continua con «muletas» que señalan cuándo le toca emocionarse y cuándo pensar. La única excusa que se nos ocurre para el autosabotaje de un argumento con tanto potencial es que Bell haya hecho un documental directamente dirigido al público juvenil; suposición que, por otro lado, no resultaría un despropósito, dada la edad de la protagonista, así como la actriz elegida para narrar sus avatares y lo que repite incansablemente la canción de Sia: «Puedes hacer lo que quieras». A esta hipótesis se le sumaría el hecho de que La cazadora del águila cuenta con un obvio tono didáctico, con el que se busca hacer hincapié, no tanto en el manido sueño americano de conseguir cuanto uno se propone si «realmente» se lo propone, sino, sobre todo, en la necesidad de entender, de una vez por todas, que no hay nada que una mujer no pueda hacer igual de bien, al menos, que un hombre.
«Bell ha optado por desnudar la anécdota de cualquier aliento lírico o trascendental, reduciéndola a un «cuento con moraleja» que recuerda demasiado a una película de Disney».
Sin lugar a dudas, es imposible no empatizar con Aisholpan e indignarse con la oposición que recibe de los ancianos de su tribu, que primero rechazan de lleno la posibilidad de que una mujer pueda cazar con águila y luego, cuando la joven ya ha demostrado con creces su valía, ningunean o cuestionan sus méritos: una situación en la que seguro se reconocerá más de una… y por desgracia no hace falta trasladarse a las montañas mongolas para que así sea. Ello no es óbice para que Bell parezca haber optado por desnudar esa anécdota de cualquier aliento lírico o trascendental, reduciéndola a un «cuento con moraleja» que recuerda demasiado a una película de Disney. Y es que, a pesar de su condición de cinta documental, todo cuanto acontece ante la cámara resulta terriblemente predecible, con lo que, conforme avanza el metraje, lo único que logra captar mínimamente el interés del espectador es la belleza del paisaje casi incólume en el que la intriga se desarrolla. Eso, y la historia cálida, cercana, real, de Rys Nurgaiv, padre de Aisholpan y quien, a buen seguro que de forma involuntaria por parte de los responsables del proyecto, deviene el verdadero héroe del relato. Porque, aunque es muy encomiable la actitud de la joven, tal y como se nos la describe –a mi entender, haciéndole un flaco favor al feminismo–, termina por poseer un perfil casi hagiográfico, dada su actitud luchadora, su gran inteligencia (se menciona que todas sus notas son dieces), su carácter alegre y su extrema fuerza de voluntad. Rys, en cambio, es retratado como un hombre sencillo, orgulloso de su herencia familiar y cultural, y cuyo ilimitado amor hacia su hija le hace desafiar las convenciones de la sociedad en la que vive sin arredrarse. La fe ciega que tiene ese padre en su primogénita resulta absolutamente conmovedora, hasta el punto de que sólo vacila en su monolítica actitud de cabeza de familia ante el miedo de que su amada niña pueda perder la confianza en sí misma si fracasa en su empresa. De ahí que, si humanamente nos implicamos con los seres que pueblan la pantalla, intelectualmente sintamos un total desafecto por la manera pedagógica y ramplona en la que se nos cuentan sus cuitas. Un viejo dicho kazajo reza: «Lo que un niño ve en el nido, lo repite cuando crece.» Es esta justamente la lección moral que se extrae del filme, ya que solamente se pueden erradicar los prejuicios si estos no son perpetuados en el núcleo familiar. Es un lástima que Bell no le dé al espléndido punto de partida argumental de la pieza el aliento poético que estaba pidiendo a gritos, fácil de adivinar en la cultura en torno a la que gira la intriga, cargada como se encuentra de acentos panteístas y de comunión espiritual con la naturaleza, y que en cambio el director obvia merced a una mirada extrínseca y forastera, casi diríamos que «colonialista», lo que reduce el largometraje a una obra de tesis para menores de veinte años que debería proyectarse en los institutos del ámbito occidental –o muy occidentalizados– con el fin de curar a los niños y a las niñas del siempre presente machismo. Y poca cosa más. | ★ |
Elisenda N. Frisach
© Revista EAM / Barcelona
Ficha técnica
Estados Unidos, 2016. 87 minutos. Título original: The Eagle Huntress. Director: Otto Bell. Fotografía: Simon Niblett. Música: Jeff Peters. Productora: Kissaki Films, Stacey Reiss Productions y 19340 Productions. Diseño de producción: Adam Sonnenfeld. Edición: Pierre Takal. Intérpretes: Daisy Ridley, Aisholpan Nurgaiv, Rys Nurgaiv.