El viejo, el joven, el viento
Crítica ★★★ de El invierno (Emiliano Torres, Argentina, 2016).
De Friedrich a Malick, existe una amplia la colección de apologetas de la pérdida trascendente del ego ante lo salvaje. La idea de dejarse arrebatar por la inmensidad del paisaje natural es romanticismo puro, pero no olvidemos que esta corriente estética alberga en su núcleo una contradicción: el deseo de comunión con lo salvaje es formulado por el hombre que habita la civilización. Esto es, la atracción por lo arrebatado, lo irracional, surge por el rechazo a (y desde) un mundo ordenado y racional. El panteísmo es un invento mundano. Ahora bien, probemos a revertir el concepto. La permeación del paisaje en el alma no como bendición, sino como maldición. Esta es la condena del hombre que, al revertir su proceso de civilización y habitar lo salvaje, se expone a ser engullido por su vastedad. En la agreste Patagonia en la que transcurre El invierno, el viento continuo que sopla durante todo su metraje cobra resonancias muy relevantes como elemento que barre de forma incansable cualquier intento de raigambre. Vegetal o humana. El primer protagonista de la cinta es un viejo capataz que lleva décadas trabajando solo en un rancho situado en el inhóspito paraje. Cuando es despedido por el propietario, su soledad absoluta termina de quedar en evidencia: ya no es capaz de replantar sus raíces perdidas. Las inclemencias de una naturaleza desatada le han vaciado de identidad hasta convertirlo en un mero elemento superviviente del paisaje. Cortada su convivencia con él, el vacío es total. Un plano en el que el anciano mira a un viejo barco oxidado en dique seco remata el paralelismo. Una vez regurgitado por la lógica de mercado (que es capaz incluso de llegar a rincones tan remotos y es tan inhumana como ellos), no es más que una pieza de chatarra maltratada por los elementos.
El segundo protagonista, un joven que es nombrado nuevo capataz, aparece antes de serlo como trabajador temporero de la esquila a las órdenes del viejo, durante el verano. Este último muestra una fascinación inicial por el joven que, como se comprueba pronto, es más bien identificación. Porque el joven, una vez contratado para sustituir al anciano y encargarse del rancho durante el duro invierno, empieza a ser víctima de la misma erosión asoladora legible en el rostro del anterior. Sus lazos con su familia desaparecen gradualmente, hasta que una escena (previa al cierre circular en el que vuelve el verano y que remata la película) culmina su disolución en el paisaje: la nieve y la niebla forman un manto de blanco uniforme que empequeñece su figura hasta sepultarla. Esta cuestión de la sucesión generacional entre el viejo y el joven hace incluso plantearse la linealidad temporal. ¿Hay un verdadero avance cuando todos los elementos del cuadro, humanos y paisajistas, apuntan más bien a una repetición circular? El paisaje es un páramo inmutable a las marcas de cambio y las estaciones, como los desarraigos de los dos protagonistas, son un ciclo cerrado. De modo que, dentro de la lógica que dicta este escenario omnipotente (más determinante que la propia lógica narrativa), el joven y el viejo bien pueden ser la representación de dos momentos vitales de una misma persona. Dos figuras estériles que, sin capacidad de engendrar un futuro (y con sus raíces barridas por el viento, como decíamos) , no pueden más que alimentar el eterno retorno de un presente infinito como el horizonte plano y nevado. Si nos terminamos de poner metafísicos, incluso la deriva más explícita que la cinta hace hacia los códigos del western en su ecuador tiene tanto de duelo entre dos como de lucha interior.
«La idea que planea, rocosa como la propia cinta, es que el héroe de western puede tener todos los recursos para sobrevivir a temporales, frío, animales salvajes y ataques inesperados; pero que, como el resto del ecosistema en el que se enmarca, tiene en la compleja normativa del mundo civilizado un depredador capaz de empujarlo a la extinción».
Quizá esta crítica se les antoje algo etérea en su aproximación a la película. Pero esa es también la propuesta del debutante Emiliano Torres, que prolonga el vaciado de paisaje y personajes hasta alcanzar un tono cercano a la abstracción. Presentando a sus criaturas desde una marcada opacidad y a su escenario desde su interminable monotonía. Hablábamos de western, y la etiqueta de género, pese a las antípodas hemisferiales y paisajísticas, encaja muy bien con El invierno. Si tomamos, eso sí, el western en su vertiente más clásica y lo despojamos de toda su carga de mitología estadounidense y sus convenciones comerciales para ir a su auténtico núcleo. La figura del héroe solitario, de pocas palabras, fiel a la retórica del trabajo duro e incapaz por temperamento de aclimatarse a las artificialidades de la vida urbana. Lo que distingue a los dos capataces protagonistas del resto del grupo de temporeros es que las distracciones que los patrones envían para asegurarse la mansedumbre de sus subordinados (vino, música y prostitutas que incluso son cargadas a hombros como si fueran otra pieza de ganado) no surten efecto en ellos. Es decir, que las tentaciones del mundo humano no son tales para ellos. Lo que no evita que, enfrentados a la lógica de la eficiencia económica y el contrato, queden indefensos. La idea que planea, rocosa como la propia cinta, es que el héroe de western puede tener todos los recursos para sobrevivir a temporales, frío, animales salvajes y ataques inesperados; pero que, como el resto del ecosistema en el que se enmarca, tiene en la compleja normativa del mundo civilizado un depredador capaz de empujarlo a la extinción. El invierno, así, no nos deja demasiado claro cuál es la auténtica maldición que afecta a sus personajes: si lo que trasciende (negativamente) su humanidad es una naturaleza inhóspita o una civilización inhóspita. En cualquier caso, entrar en su mundo requiere algo tan arduo como abandonar todo instinto de romanticismo. | ★★★ |
Miguel Muñoz Garnica
© Revista EAM / Festival de San Sebastián
Ficha técnica
Argentina, 2016. El invierno. Director: Emiliano Torres. Guión: Emiliano Torres, Marcelo Chaparro. Productoras: Wanka Cine, Ajimolido Films, Cité Films. Presentación oficial: San Sebastián 2016. Productores: Raphaël Berdugo, Ezequiel Borovinsky, Alejandro Israel, Emiliano Torres. Fotografía: Ramiro Civita. Música: Cyril Morin. Montaje: Alejandro Brodersohn. Vestuario: Natalia Vacs. Dirección artística: Marina Raggio. Reparto: Alejandro Sieveking, Cristian Salguero, Adrián Fondari, Pablo Cedrón, Mara Bestelli, Violeta Vidal, Eva Jarriau, Raphaël Turrents, Rodrigo Iturralde, Ramiro Arlandi, Omar Baigorria, Perro El Diablo, Nazareno Ramírez, Sebastián Ferrari Ivovich, Pedro Pablo Burgos, Ana Laura Hernández. Duración: 95 minutos.