Antimadurez
Crítica ★★★★ de Okja (Bong Joon-ho, Corea del Sur, 2017).
Mija, la niña de diez años que protagoniza Okja, es probablemente el carácter heroico más intachable al que ha dado cabida el cine de Bong Joon-ho. Una excepción dentro de la tendencia de un director que nos ha acostumbrado a personajes más bien antiheroicos, que suelen combinar ambigüedad en sus motivaciones con una torpeza notoria para ejecutarlas. Pensemos, por ejemplo, en la relación maternofilial tan viciada que impulsa a la protagonista de Mother, o en la amoralidad y la inutilidad manifiesta de los protagonistas de Memories of Murder y The Host. Frente a ellos, la pequeña Mija (Ahn Seo-hyeon) es un personaje transparente respecto al motivo que impulsa sus acciones, y capaz de avanzar con decisión y sin vacilaciones. Aparte de la carga de ironía que hay en que el personaje de Bong con más fuerza interior sea el más indefenso a primera vista, lo relevante del detalle hay que buscarlo en el impulso concreto que mueve a la niña a iniciar su peripecia para rescatar a su amiga Okja, esa cerda gigante que desde ya tiene un lugar especial guardado en la categoría de criaturas adorables de la historia del cine. A priori, la decisión de Mija de dejar su granja en Corea y lanzarse a la aventura tras Okja nos puede remitir a la retórica del coming of age. La historia de la muchacha que abandona su zona de confort y se enfrenta a un mundo caótico, infinito y a menudo injusto en el que buscar su propio lugar. Así lo parecen indicar las oposiciones espaciales que va disponiendo Bong entre lo rural y lo urbano, significantes respectivos de lo idílico y lo cínico. El primer plano en el que aparece la ciudad de Seúl es una amplia vista cenital de las escaleras del metro en el que la figura de Mija casi se ve engullida por el hormigueo de viajeros. La media hora anterior, por el contrario, nos ha dejado ir habitando el verdor y la paz de su vida en las montañas, sola con su abuelo y Okja. La ruptura de este plano, por tanto, nos habla del paso repentino para la pequeña de habitar en un mundo a su medida a desenvolverse en otro en el que su existencia es insignificante.
Ahora bien, la estructura narrativa que propone Bong es precisamente lo opuesto al coming of age. La aventura de Mija no persigue la conquista de un lugar en el gran mundo, sino la reconquista de su micromundo infantil y natural (la asociación de ambos conceptos es muy significativa). Mija encuentra esa fuerza interior que la caracteriza precisamente en la negación vehemente de la idea de madurez. Es muy elocuente la escena en la que brota por primera vez el empuje heroico de la pequeña. Cuando su abuelo le revela que la ha engañado para que la corporación estadounidense se lleve a su amiga Okja a Nueva York, el hombre justifica su proceder en una normatividad adulta. Ya era demasiado mayor para pasarse los días jugando con su mascota, el destino de ésta era ser comida, ni siquiera era de su propiedad, más bien debería ir pensando en un futuro esposo, etc. Incluso, a modo de consuelo, el abuelo le regala un cerdo de oro que ha adquirido con el dinero que supuestamente iba a emplear en comprar a Okja. Es decir, que Bong plantea una madurez fuertemente ideologizada que se proyecta sobre Mija, basada en la aceptación de un mundo materialista, funcional y patriarcal. La firmeza con la que Mija rechaza esa idea de madurez nos habla de un carácter forjado precisamente en las antípodas de ese universo. Y del resultado de ese proceso de «antimadurez», nada tan revelador como el uso final que termina teniendo ese cerdo de oro para forjar la relación que Mija sella entre ambos mundos: la vida al margen de la falsedad del mundo capitalista, parece deslizar Bong en un desenlace tan sombrío, solo es posible mediante el aislamiento total y poco más que la resignación ante sus injusticias. Que el propio director se pone del lado de su pequeña heroína es evidente en escenas como la huida de Okja por las galerías del metro de Seúl. Con tono festivo (podríamos decir que hasta sanferminero), la cámara se va recreando en cómo la criatura arrasa a su paso con ciudadanos que tratan de hacerse selfies corriendo delante de ella y tiendas con estanterías repletas de productos. Dedica, pues, unos minutos a la simple diversión (contagiosa) de destrozar un pedazo de la sociedad consumista.
«Como película que se acoge a ciertos códigos emocionales del subgénero «niña y animalito» a la vez que los enmarca en un contexto más amplio y desesperanzado, da cuenta de lo fascinante que puede resultar la mezcla. De lo contagiosa que es su combinación de espíritus contestatario y naif. Pocas veces la adorabilidad de semejantes protagonistas-tipo se ha empleado con tanta naturalidad, sin maniqueísmos, como dardo a la vez que refugio ante el mundo en el que vivimos».
La relación entre la Corea rural y la Nueva York cosmopolita que mueve el relato, además, es legible como una salida lúdica a la propia condición de Bong como director a caballo entre una cinematografía «periférica» y un sistema de producción globalizado y americanizado. Las críticas a la cultura estadounidense (que en buena medida es sinónimo de universal) ya se podían rastrear en The Host o Snowpiercer, pero en Okja son más explícitas que nunca. Caracteres como los de Tilda Swinton o, sobre todo, Jake Gyllenhaal, están dispuestos como mera caricaturización de una sociedad obsesionada por el estímulo de la imagen, el espectáculo y la novedad continua. Con ellos, el cineasta lleva más lejos que nunca su querencia por los excesos bufos, sin que esta vez exista rescate posible de unos personajes que tras la máscara pública de sonrisas y diversión esconden una psicopatía sin matices. La situación del cineasta entre ambas esferas, lejos de limitarle, parece situarle en una vista privilegiada para observar las contradicciones de una relación tan significativa de nuestro presente como la que existe entre lo global y lo local. Incluso la propia criatura Okja es metaforizable respecto al director: un animal de origen antinatural (ha sido creado mediante mutaciones genéticas), concebido para nada más que el consumo, es capaz sin embargo de las muestras más naturales de ternura, inteligencia y compañerismo con su criadora. Pese a que la lógica de producción en cadena en la que se la sitúa da pie a lecturas desgarradoras, el mensaje esperanzador que planea se encuentra en la idea de que incluso la creación más funcional puede convertirse en algo bello si se limpia la mirada hacia ella de utilitarismos. Así, Bong abraza la paradoja de erigirse como el más globalizable de los directores surcoreanos a la vez que el más comprometido con causas contrarias a ese globalismo dominante. Okja, como película que se acoge a ciertos códigos emocionales del subgénero «niña y animalito» a la vez que los enmarca en un contexto más amplio y desesperanzado, da cuenta de lo fascinante que puede resultar la mezcla. De lo contagiosa que es su combinación de espíritus contestatario y naif. Pocas veces la adorabilidad de semejantes protagonistas-tipo se ha empleado con tanta naturalidad, sin maniqueísmos, como dardo a la vez que refugio ante el mundo en el que vivimos. | ★★★★ |
Miguel Muñoz Garnica
© Revista EAM / Londres
Ficha técnica
Corea del Sur, 2017. Okja. Director: Bong Joon-ho. Guión: Bong Joon-ho, Jon Ronson. Compañías productoras: Kate Street Picture Company, Lewis Pictures, Plan B Entertainment. Presentación oficial: Festival de Cannes 2017. Productores: Bong Joon-ho, Choi Doo-ho, Dede Gardner, Lewis Taewan Kim, Jeremy Kleiner, Seo Woo-sik. Fotografía: Darius Khondji. Música: Jeong Jae-il. Montaje: Han Mee-yeon, Yang Jin-mo. Diseño de producción: Lee Ha-jun, Kevin Thompson. Dirección artística: Bae Jung-yoon, Deborah Jensen, Gwendolyn Margetson. Vestuario: Choi Se-yeon, Catherine George. Reparto: Ahn Seo-hyun, Tilda Swinton, Jake Gyllenhaal, Paul Dano, Devon Bostick, Lily Collins, Steven Yeun, Byun Hee-bong, Shirley Henderson, Daniel Henshall, Yoon Je-moon, Choi Woo-sik. Duración: 118 minutos.