Júlia somos todos
crítica ★★★★ de Júlia Ist (Elena Martín, España, 2017).
Desde hace bastantes años, la sociología se ha encargado de etiquetar y catalogar a los nacidos en las distintas décadas a través de definiciones que en ocasiones acaban siendo demasiado generalistas y simplistas. Que si baby boomers, que si generación Z, que si generación Y, que si millennials… Leyendo la letra pequeña de cada una de ellas nos damos cuenta rápidamente de la imposibilidad de abarcar en una sola idea todos los matices de las personas nacidas en un periodo de tiempo, por no hablar del vergonzoso cariz primermundista de tales percepciones. Uno tiene la sensación que estos intentos acaban por ser una simple caricatura que ni define ni ayuda a entender una mucho más compleja realidad. Quizás habría que ir a acontecimientos o eventos que, aun teniendo un alcance amplio en la sociedad, afectan a lo íntimo de cada individuo; sucesos que tocan a una parte más o menos amplia de esa generación y que, aunque no la definen a ciencia cierta, ayudan a entender ciertos complejos y comportamientos. Y si pensamos en aquellos nacidos después de los años 80 en el viejo continente, es inevitable que nos venga a la cabeza el programa Erasmus. Este plan de movilidad académica nació en 1987 para fomentar el intercambio de estudiantes y profesores por distintos países europeos. Desde entonces, en el horizonte de la mayoría de estudiantes universitarios el Erasmus era un hito a conseguir, un logro a desbloquear. Todos los que la han (o, permítanme aquí la primera persona, hemos) vivido coincidirán en que es la primera gran experiencia de una vida. Con apenas 20 años, verse en un país desconocido pero con la falsa libertad de poder conseguir lo que uno quiera es una sensación que asusta y excita a partes iguales. Es un sentimiento difícil de asir, muy complicado de explicar, pero puede que Elena Martín lo haya capturado a la perfección en su ópera prima Júlia ist. Basándose, como no podía ser de otro modo, en su propia experiencia, y escrita junto con otros tres compañeros de carrera (la película es fruto del proyecto de fin de grado de la Universidad Pompeu Fabra de la propia Martín, Marta Cruañas, Pol Rebaque y María Castellví), la joven directora catalana nos muestra las debilidades y fortalezas de una joven que se enfrenta no solo a un mundo exterior extraño, sino también al descubrimiento de su propia identidad. Y así, la película se convierte en un fiel reflejo generacional sin pretenderlo, que es como mejor se consiguen estas cosas.
En la primera clase a la que asiste Júlia en su periplo berlinés, el profesor de arquitectura reflexiona sobre distintas ciudades. Capitales como Roma o París son urbes que miran al pasado, que se asientan sobre toda la historia que ha acontecido en sus calles. Nueva York, sin embargo, fue diseñada mirando al futuro, pensando en lo que el hombre podría conseguir, hasta dónde podría llegar. Pero, ¿y Berlín? Berlín es una ciudad que se pensó para el presente. Tras ser destruida durante la guerra, la tuvieron que reconstruir pensando en las imperiosas necesidades de los habitantes de entonces, sin tiempo para pensar en lo que vendría ni muchas ganas de asomarse a todo lo que había pasado. La idiosincrasia de la capital alemana bien podría extrapolarse a muchos de estos estudiantes universitarios que emprenden el ansiado intercambio. La vida se conjuga en presente, carpe diem se convierte en el mantra a seguir, el pasado ya ni importa y pensar en el futuro se convierte en el ejercicio preferido de procrastinación. Así, Júlia se encuentra en Berlín una ciudad como ella, inmersa en un presente que hay que exprimir. Y en ese tiempo se da de bruces con la vida; la realidad siempre acecha a la vuelta de la esquina. Porque en el subtexto de la historia emana el retrato de esos jóvenes que lo han tenido todo, que son conscientes de su fortuna material, que pertenecen a esa difusa clase media acomodada a la que no le ha faltado de nada, pero que no está acostumbrada al conflicto emocional, que no se siente preparada para enfrentarse al arduo trabajo de encontrarse como personas.
«Lo interesante de la propuesta de Martín es la ausencia de discursos rotundos, de un blanco o negro que esconda el continuo gris de la adolescencia tardía. Hace bien, pues, en huir de los lugares comunes y no reincidir en los tópicos sobre el tema».
El debut en el largometraje de Elena Martín (la Ágata de la sensación del cine catalán de hace un par de años, Les amigues de l’Àgata, y que ahora se pone delante y detrás de las cámaras) no es solo un retrato veraz de lo que supone realizar un Erasmus, sino que también pone de relieve su importancia para toda esta generación que otros tratan de enmarcar tan fácilmente. Lo interesante de la propuesta de Martín es la ausencia de discursos rotundos, de un blanco o negro que esconda el continuo gris de la adolescencia tardía. Hace bien, pues, en huir de los lugares comunes y no reincidir en los tópicos sobre el tema. Sin idealizar ni un ápice la experiencia, pero tampoco dejándose llevar por un tono derrotista y victimista, Martín compone en Júlia ist una película pegada a la realidad, intensamente personal, donde las luces y las sombras de cambiar de vida, país e idioma van dejando latente el choque que supone salir del nido protector, por muchas ganas que se tengan de romper con él. El tema Erasmus se ha tratado más bien poco en la cinematografía europea (dejando de lado la famosa Una casa de locos, de Cédric Kaplisch, en las antípodas de este filme). Y lo cierto es que la joven directora catalana consigue exprimir la compleja red de situaciones y sentimientos a los que se enfrenta cualquier estudiante: la inesperada soledad inicial, la incesante búsqueda de afinidades, la curiosidad por conocer gente en un entorno donde todo es extraño... y al fin, cuando empiezas a disfrutar, es hora de terminar. Y la vuelta puede ser tan dura como esos primeros días en Berlín, puede que te invada la sensación de sentirte ajena hasta en tu propia casa.
Júlia ist se aleja de manera consciente de la factura fresca y liviana de Les amigues de l’Àgata (una película construida en la sala de montaje), pero hereda de aquel primer acercamiento al cine la naturalidad y sencillez de una puesta en escena que combina esa pausa y detalle en la mirada con el desarrollo narrativo sin descuidar el empaque de su anatomía visual (a destacar el bello y sutil trabajo con los colores fríos y ásperos de la capital alemana en la fotografía de Pol Rebaque). Estamos ante una película mucho más madurada que cuenta con un guión certero y preciso en lo que quiere plasmar: la realidad de la cara B de un viaje al que siempre se ha disfrazado con demasiados oropeles. Porque, a diferencia de otros tránsitos de maduración, el Erasmus tiene la particularidad de ser uno con fecha de fin ya desde el inicio. Un viaje de retorno en el que son tan importantes las sensaciones del durante como el fiasco del después, cuando se tiene la amarga certeza de que el abismo abierto provoca más vértigo si cabe. Martín consigue desmitificar una época crucial para todo aquel que la ha vivido, que te marca como pocas, pero que requería de una realizadora joven y sensible, que hablara en primera persona, para construir en imágenes ese pequeño gran paso hacia la madurez. | ★★★★ |
Víctor Blanes Picó
© Revista EAM / Barcelona
Ficha técnica
España. 2017. Título original: Júlia ist. Dirección: Elena Martín. Guión: Elena Martín, Marta Castellví, Marta Cruañas, Pol Rebaque. Producción: Lastor Media, Antaviana Films. Fotografía: Pol Rebaque. Edición: Ariadna Ribas. Dirección artística: Oriol Guanyabens. Diseño de vestuario: Nina Kroschinke, Vera Moles. Reparto: Elena Martín, Julius Brauer, Gerd-Otto Forstreuter, Thiago Tambellini, Pau Balaguer, Jonathan Hammann.